COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL CUESTIONES SELECTAS DE CRISTOLOGÍA[*] (1979)
1. Introducción, por Mons. Ph. Delhaye Desde hace varios años algunos miembros de la Comisión teológica internacional deseaban dirigir sus trabajos al campo de la Cristología, dialogar sobre ellos, y en cuanto las circunstancias lo permitieran, coordinarlos. No pretendían, ciertamente, redactar una síntesis completa, pero sí al menos prepararla por medio del estudio de cuestiones selectas, considerando su actualidad y dificultades. Era evidente que no se podía evitar el recurso a métodos de diverso tipo. El relator debía ponerse en el campo histórico-crítico, para examinar las cuestiones suscitadas por la escuela de ese nombre. El exegeta, el historiador y el dogmático conducían sus estudios en los propios campos de la teología, es decir, de la fe que busca entender. Otros, finalmente, escuchando las objeciones y dificultades propuestas actualmente con mucha frecuencia, intentaban mostrar cómo el dogma cristológico se puede presentar en una perspectiva moderna, sin perjuicio alguno de su significación original. El eminentísimo señor cardenal Franjo Šeper, presidente de la Comisión, reunió en una subcomisión a los miembros que debían realizar este trabajo: los profesores H.U. von Balthasar, R. Cantalamessa, Y. Congar, E. Dhanis, O. González de Cardedal, M.J. Le Guillou, K. Lehmann, G. Martelet, J. Ratzinger, H. Schürmann, O. Semmelroth y J. Walgrave. Durante el transcurso del trabajo preparatorio fallecieron dos de los miembros, los reverendos padres Dhanis y Semmelroth. Descansen en paz. Séame permitido expresar nuestro piadoso recuerdo y alabanza a estos amigos nuestros difuntos, por su incansable celo hasta el extremo de sus fuerzas. La presidencia de la subcomisión estuvo encomendada en un primer tiempo al profesor Ratzinger (el cual fue nombrado cardenal arzobispo de Munich y Freising); luego al padre Semmelroth y, finalmente, al profesor Lehmann, quien ya más de una vez, en años anteriores, había asumido esta responsabilidad en el seno de la Comisión. Por varios capítulos difiere la vasta documentación preparatoria, que consta de cerca de diez Relaciones, de las conclusiones de una semana (del 21 al 27 de octubre de 1979), deducidas de un diálogo vívido aunque fraternal. Aparecen nuevas cuestiones y también nuevas y mejores expresiones. Aquí se publican solamente las conclusiones de los trabajos de la Comisión teológica internacional que fueron aprobadas como tales, en forma específica, por la mayor parte de los miembros de la Comisión. La Comisión publica, pues, esta relación conclusiva como su posición colectiva. Roma, 20 de octubre de 1980. * * *
2. Texto de las Conclusiones aprobadas «in forma specifica» Introducción En nuestros días el problema de Jesucristo se ha planteado con renovada agudeza, tanto en el plano de la piedad como en el de la teología. El estudio de la Sagrada Escritura y las investigaciones históricas sobre los grandes concilios cristológicos han aportado numerosos elementos nuevos. Los hombres y mujeres de hoy plantean, con renovada insistencia, las preguntas de otrora: «¿Quién es, pues, este hombre?...» (cf. Lc 7, 49). «¿De dónde le vienen estos dones? ¿Qué sabiduría es ésta, que le ha sido concedida? ¿Qué significan los milagros que realizan sus manos?» (Mc 6, 2). Es claro que no basta, para ciertos ambientes, una respuesta que se quede a nivel del estudio general de la ciencia de las religiones. Durante el curso de estos recientes trabajos se han manifestado aperturas interesantes, pero han aparecido también tensiones, no sólo entre los especialistas de la teología, sino también entre algunos de ellos y el Magisterio de la Iglesia. Esta situación impulsó a la Comisión teológica internacional a tomar parte en este vasto intercambio de ideas, y espera poder aportar algunas precisiones oportunas. Como se verá, la Comisión teológica internacional no ha concebido el ambicioso proyecto de exponer íntegramente la Cristología, sino que ha creído más urgente volcar su atención sobre algunos puntos que son de especial importancia, o cuya dificultad ha sido puesta de relieve por las discusiones actuales. I. Cómo acceder al conocimiento de la Persona y de la obra de Jesucristo A) Las investigaciones históricas 1. Jesucristo, que es el objeto de la fe de la Iglesia, no es ni un mito ni una idea abstracta cualquiera. Es un hombre que vivió en un contexto concreto y que murió después de haber llevado su propia existencia dentro de la evolución de la historia. La investigación histórica sobre él es, pues, una exigencia de la fe cristiana. Esta investigación no carece de dificultades, como lo demuestran los avatares que ella ha conocido en el transcurso del tiempo. 1.1. El Nuevo Testamento no tiene por finalidad la de presentar una información puramente histórica sobre Jesús. Pretende, ante todo, transmitir el testimonio de la fe eclesial sobre Jesús y presentarlo en su plena significación de «Cristo» (Mesías) y «Señor» (Kyrios, Dios). Este testimonio es expresión de la fe y busca, a la vez, suscitar la fe. No puede, pues, componerse una «biografía» de Jesús, en el sentido moderno de la expresión, entendiéndose por tal un relato preciso y detallado, cosa que sucede igualmente con numerosos personajes de la antigüedad y de la Edad Media. Sin embargo, no deberían sacarse de esto conclusiones de un exagerado pesimismo acerca de la posibilidad de conocer la vida histórica de Jesús, como bien lo demuestra la exégesis actual. 1.2. Durante los últimos siglos, la investigación histórica sobre Jesús ha sido dirigida más de una vez contra el dogma cristológico. Esta actitud antidogmática no es en sí misma, sin embargo, un postulado necesario del buen uso del método histórico-crítico. Dentro de los límites de la investigación exegética es ciertamente legítimo reconstruir una imagen puramente histórica de Jesús o bien —para decirlo en forma más realista— poner en evidencia y verificar los hechos que se refieren a la existencia histórica de Jesús. Algunos, por el contrario, han querido presentar imágenes de Jesús eliminando los testimonios de los comunidades primitivas, testimonios de los cuales proceden los evangelios. Creían, de este modo, adoptar una visión histórica completa y estricta. Pero dichos investigadores se basan, explícita o implícitamente, en prejuicios filosóficos, más o menos extendidos, acerca de lo que en la actualidad se espera del hombre ideal. Otros se dejan llevar por sospechas psicológicas con respecto a la conciencia de Jesús. 1.3. Las cristologías actuales deben evitar caer en tales errores, si es que quieren ser valederas. El peligro es particularmente grande para las así llamadas «cristologías desde abajo», en la medida en que pretenden apoyarse en investigaciones puramente históricas. Es ciertamente legítimo tener en cuenta los investigaciones exegéticas más recientes, pero es preciso velar del mismo modo a fin de no volver a caer en los prejuicios de los que hemos hablado anteriormente. B) La unidad entre el Jesús terrenal y el Cristo glorificado 2. Las investigaciones científicas sobre el Jesús de la historia tienen, ciertamente, un gran valor. Esto es particularmente verdadero para la teología fundamental, así como para los contactos con los no-creyentes. Pero un conocimiento verdaderamente cristiano de Jesús no puede encerrarse dentro de estas perspectivas limitadas. No se accede plenamente a la persona y a la obra de Jesús si no se evita disociar el Jesús de la historia del Cristo tal como ha sido objeto de la predicación. Un conocimiento pleno de Jesucristo no puede obtenerse a menos de tenerse en cuenta la fe viva de la comunidad cristiana que sostiene esta visión de los hechos. Esto vale tanto para el conocimiento histórico de Jesús y para la génesis del Nuevo Testamento, como para la reflexión cristológica de hoy. 2.1. Los textos del Nuevo Testamento tienen como finalidad el conocimiento cada vez más profundo de la fe, y su aceptación. No consideran, pues, a Jesucristo en la perspectiva del género literario de la pura historia o de la biografía en un marco, por así decirlo, retrospectivo. La significación universal y escatológica del mensaje y de la persona de Jesucristo exige que se sobrepasen tanto la pura evocación histórica, como las evocaciones puramente funcionales. La noción moderna de la historia, avanzada por algunos como en oposición con la fe, y considerada como desnuda presentación objetiva de una realidad pasada, difiere, por lo demás, de la historia tal como la concebían los antiguos. 2.2. La identidad sustancial y radical de Jesús en su realidad terrenal con el Cristo glorioso, pertenece a la esencia misma del mensaje evangélico. Una investigación cristológica que pretendiera limitarse al solo «Jesús de la historia», sería incompatible con la esencia y la estructura del Nuevo Testamento, incluso antes de ser objeto de rechazo por parte de una autoridad religiosa magisterial. 2.3. La teología sólo puede captar el sentido y el alcance de la resurrección de Jesús a la luz del acontecimiento de su muerte. Del mismo modo, ella no puede comprender el sentido de esa muerte, sino a la luz de la vida de Jesús, de su acción y de su mensaje. La totalidad y la unidad del acontecimiento de la salvación, que es Jesucristo, implican su vida, su muerte y su resurrección. 2.4. La síntesis original y primitiva del Jesús terrenal y del Cristo resucitado, se encuentra en diversas fórmulas de «confesión de fe» y de «homologías» que hacen hincapié al mismo tiempo y con especial insistencia en su muerte y en su resurrección. Con Rom 1, 3ss, citemos, entre otros, el texto de 1 Cor 15, 3-4: «Os he transmitido en primer lugar lo que yo mismo he recibido: que Cristo ha muerto por nuestros pecados, según los Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras». Estos textos establecen una conexión auténtica entre una historia individual y la significación por siempre duradera de Jesús. Presentan en un nudo la «historia de la esencia» de Jesucristo. Esta síntesis constituye ejemplo y modelo para toda auténtica cristología. 2.5. Esta síntesis cristológica no supone solamente la confesión de fe de la comunidad cristiana como elemento de la historia, sino que muestra también que la Iglesia, presente en las diversas épocas, permanece siendo el lugar en que se da el verdadero conocimiento de la persona y de la obra de Jesucristo. Sin la mediación de la ayuda de la fe eclesial, el conocimiento de Cristo no es más posible hoy que en la época del Nuevo Testamento. No hay «palanca de Arquímedes» fuera del contexto eclesial, aunque ontológicamente Nuestro Señor conserve siempre la prioridad y primacía sobre la Iglesia. 2.6. Hoy en día es fructífero y necesario, en el campo de la teología dogmática, un retorno hacia el Jesús terrenal, dentro del marco más amplio que queda indicado. Es sumamente importante poner en evidencia las innumerables riquezas de la humanidad de Jesucristo, y más de lo que lo hicieron los cristologías del pasado. Jesucristo ilustra e ilumina en el más alto grado la dimensión última y la esencia concreta del hombre, como lo dice el Papa Juan Pablo II en su primera Encíclica[1]. Puestas en esta perspectiva, la fraternidad y la solidaridad de Jesús con nosotros, no ensombrecen en modo alguno su divinidad. Como se verá más adelante, el dogma cristológico, tomado en su sentido auténtico, prohíbe toda falsa oposición entre la humanidad y la divinidad de Jesús. 2.7. El Espíritu Santo, que ha revelado a Jesús como Cristo, comunica a los fieles la vida mismo del Dios trinitario. Suscita y vivifica la fe en Jesús como Hijo de Dios exaltado en la gloria y presente, a la vez, en la historia humana. Ésta es la fe católica. Ésta es también la fe de todos los cristianos, en la medida en que, además del Nuevo Testamento, conservan fielmente los dogmas cristológicos de los Padres de la Iglesia, los predican, los enseñan y dan testimonio de ellos con la autenticidad de sus vidas. II. La fe cristológica de los primeros concilios A) Del Nuevo Testamento al concilio de Nicea 1. Los teólogos que hoy en día ponen en duda la divinidad de Cristo recurren a menudo a la siguiente argumentación: tal dogma no puede provenir de la revelación bíblica auténtica; su origen está en el helenismo. Pero las investigaciones históricas más rigurosas demuestran, al contrario, que la manera de pensar de los griegos es totalmente extraña a este dogma y que lo rechaza con todas sus fuerzas. El helenismo opuso a la fe de los cristianos, que proclamaban la divinidad de Cristo, su dogma de la trascendencia divina, dogma que el helenismo consideraba inconciliable con la contingencia y la existencia en la historia humana de Jesús de Nazaret. Para los filósofos griegos era particularmente difícil aceptar la idea de una encarnación divina. Los platónicos la tenían por impensable en virtud de su doctrina sobre la divinidad; los estoicos, por su parte, no podían hacerla coincidir con lo que ellos enseñaban sobre el cosmos. 2. Para responder a estas dificultades, varios teólogos cristianos han tomado en préstamo del helenismo, en forma más o menos ostensible, la idea de un «dios secundario» (δεύτερος θεός), o intermediario, e incluso la de un demiurgo. Esto era, obviamente, abrir los puertas al peligro del subordinacionismo, peligro latente en ciertos apologetas y en Orígenes. Arrio hizo de él una herejía formal al enseñar que el Hijo ocupa un lugar intermedio entre el Padre y las creaturas. La herejía arriana muestra bien cómo se presentaría el dogma de la divinidad de Cristo si él tuviera su origen en el helenismo filosófico y no en la Revelación divina. En el concilio de Nicea, el año 325, la Iglesia definió que el Hijo es consubstancial (όμοούσιος) con el Padre, rechazando así el compromiso arriano con el helenismo, y modificando profundamente, al mismo tiempo, el esquema metafísico griego, sobre todo el de los platónicos y neoplatónicos. En efecto, la Iglesia desmitificó en cierto modo al helenismo, y realizó una κάθαρσις (purificación) de él, reconociendo solamente dos modos de ser: el del ser increado (no-hecho) y el del ser creado, puesto que rechazó la idea de un ser intermedio. El término όμοούσιος, utilizado por el concilio de Nicea, es, ciertamente, filosófico y no bíblico. Sin embargo, la intención última de los padres del concilio fue solamente, y ello consta, expresar el sentido auténtico de los afirmaciones del Nuevo Testamento sobre Cristo, en forma unívoca y sin ambigüedad alguna. Al definir de este modo la divinidad de Cristo, la Iglesia se apoyó también sobre la experiencia de la salvación y sobre la divinización del hombre en Cristo. Por otra parte, la definición dogmática determinó y subrayó la experiencia de la salvación. Se puede, pues, reconocer una interacción profunda entre la experiencia vital y el proceso de clarificación teológica. 3. Las reflexiones teológicas de los Padres de la Iglesia no permanecieron extrañas al problema particular de la preexistencia divina de Cristo. Hay que recordar especialmente a Hipólito de Roma, a Marcelo de Ancira y a Fotino. Sus ensayos tenían por objeto presentar la preexistencia de Cristo no en el plano de la realidad ontológica, sino solamente a nivel de la intencionalidad. Cristo habría preexistido en la medida en que había sido previsto (κατά πρόγνωσιν). La Iglesia católica ha considerado insuficientes estas presentaciones de la preexistencia de Cristo, y las condenó, expresando así su propia fe en una preexistencia ontológica de Cristo. La Iglesia se fundaba en la generación eterna del Verbo a partir del Padre. Se refería también a lo que el Nuevo Testamento afirma tan netamente sobre el papel activo del Verbo en la creación del mundo. Esto es lógico, pues aquel que todavía no existe, o quien existe sólo en la intencionalidad, no puede ejercer una acción real. B) El concilio de Calcedonia 4. El conjunto de la teología cristológica patrística se ocupa de la identidad metafísica y salvífica de Cristo, y desea responder a estas preguntas. «¿Qué es Jesús?», «¿Quién es Jesús?» y «¿Cómo nos salva Jesús?». Esa teología puede ser considerada como una comprensión progresiva y como una formulación teológica dinámica del misterio de la perfecta trascendencia y de la inmanencia de Dios en Cristo, Esta búsqueda de sentido está, en efecto, condicionada por la convergencia de ambos datos. Por una parte, la fe del Antiguo Testamento proclama una absoluta trascendencia de Dios. Por otra parte, existe «el acontecimiento Jesucristo», el que es considerado como una intervención personal y escatológica de Dios mismo en el mundo. Se trata de una inmanencia superior, de calidad totalmente diversa que aquella de la habitación del Espíritu de Dios en los profetas. No se puede transigir en la afirmación de la trascendencia, la que es postulada por la afirmación de la plena y auténtica divinidad de Cristo, y que es necesaria para sobrepasar las cristologías que se denominan «reductoras»: el ebionismo, el adopcionismo y el arrianismo. Permite también refutar la tesis de inspiración monofisita sobre la mezcla de Dios y del hombre en Jesús, tesis que desemboca en la abolición de la inmutabilidad e impasibilidad de Dios. Por otra parte, la idea de la inmanencia, que está ligada a la fe en la encarnación del Verbo, permite afirmar la real y auténtica humanidad de Cristo, contra el docetismo de los gnósticos. 5. Durante el curso de las controversias entre la escuela de Antioquía y la de Alejandría, no se veía cómo conciliar la trascendencia, es decir, la distinción entre las naturalezas, con la inmanencia, es decir, la unión hipostática. El concilio de Calcedonia, celebrado el año 451[2], quiso mostrar que una síntesis de ambos puntos de vista era posible, recurriendo al mismo tiempo a dos expresiones: «sin confusión» (άσυγχύτως), «sin división» (άδιαιρέτως); se puede ver en ellas el equivalente apofático de la fórmula que afirma «las dos naturalezas y la única hipóstasis» de Cristo. «Sin confusión» se refiere evidentemente a los dos naturalezas y afirma la humanidad auténtica de Cristo. La fórmula atestigua, al mismo tiempo, la trascendencia de Dios según el deseo de los antiarrianos, puesto que se afirma que Dios permanece Dios, en tanto que el hombre permanece hombre. Esta fórmula excluye cualquier estado intermediario entre la divinidad y la humanidad. «Sin división» proclama la unión profundísima e irreversible entre Dios y el hombre Jesús en la persona del Verbo, y se afirma también la plena inmanencia de Dios en el mundo, inmanencia que es el fundamento de la salvación cristiana y de la divinización del hombre. Por medio de estas afirmaciones, los padres de Calcedonia alcanzaron un nuevo nivel en la percepción de la trascendencia, la cual no es sólo «teológica», sino «cristológica». Ya no se trata de afirmar solamente la infinita trascendencia de Dios frente al hombre; se trata, ahora, de la infinita trascendencia de Cristo, Dios y hombre, con respecto a la universalidad de los hombres y de la historia. Según los padres conciliares, el carácter absoluto y universal de la fe cristiana reside en este segundo aspecto de la trascendencia, que es al mismo tiempo escatológica y ontológica. 6. ¿Qué representa, pues, el concilio de Calcedonia en la historia de la cristología? La definición dogmática de Calcedonia no pretende dar una respuesta exhaustiva a la pregunta: «¿Cómo pueden coexistir Dios y el hombre en Cristo?». En eso consiste el misterio de la encarnación. Ninguna definición puede agotar sus riquezas por medio de fórmulas afirmativas. Conviene, más bien, proceder por la vía de la negación, y trazar un espacio del cual no es lícito alejarse. En el interior de este espacio de verdad, el concilio ha situado «lo uno» y «lo otro» que parecieran excluirse: la trascendencia y la inmanencia, Dios y el hombre. Ambos aspectos deben afirmarse sin restricción, pero excluyéndose todo lo que sea yuxtaposición o mezcla. Así, la trascendencia y la inmanencia están perfectamente unidas en Cristo. Si se consideran los categorías mentales y los métodos utilizados, se puede pensar en una cierta «helenización» de la fe del Nuevo Testamento. Pero, por otra parte y bajo otro aspecto, la definición de Calcedonia transciende radicalmente el pensamiento griego. En efecto, ella hace coexistir dos puntos de vista que la filosofía griega había considerado siempre como inconciliables: la trascendencia divina, que constituye el alma misma del sistema de los platónicos, y la inmanencia divina, que es la médula de la teoría estoica. C) III Concilio de Constantinopla 7. Si se quiere establecer una doctrina cristológica correcta es preciso no limitarse a tomar en cuenta la evolución de las ideas que desembocaron en el Concilio de Calcedonia, sino que es necesario prestar también atención a los últimos concilios cristológicos, y especialmente al III concilio de Constantinopla (año 681)[3]. Mediante la definición de este concilio, la Iglesia demostró que podía iluminar el problema cristológico mejor todavía de lo que lo había hecho en el Concilio de Calcedonia. La Iglesia se mostraba dispuesta, de este modo, a examinar nuevamente las cuestiones cristológicas, en razón de las nuevas dificultades que aparecían. Quería profundizar más aún el conocimiento que había adquirido a través de lo que se dice de Jesucristo en la Sagrada Escritura. El concilio celebrado en Letrán el año 649[4], había condenado el monotelismo y había preparado, de ese modo, el Concilio Ecuménico III de Constantinopla. En efecto, el año 649 la Iglesia —gracias en buena parte a San Máximo, el Confesor— había puesto en evidencia la parte esencial que tuvo la libertad humana de Cristo en la obra de nuestra salvación, y subrayaba así, por el mismo hecho, la relación que había existido entre esa libre voluntad humana y la hipóstasis del Verbo. En este concilio, en efecto, la Iglesia declara que nuestra salvación fue querida humanamente por una persona divina. Interpretado así, a la luz del Concilio de Letrán, la definición de Constantinopla III hunde sus raíces profundas en la doctrina de los padres y en el Concilio de Calcedonia. Pero, por otra parte, nos ayuda, en forma muy especial, a responder a las exigencias de nuestro tiempo en materia de cristología, exigencias que tienden efectivamente a mostrar mejor el papel que la humanidad de Cristo y los diversos «misterios» de su vida terrenal —como el bautismo, las tentaciones y la «agonía» de Getsemaní— tuvieron en la salvación de los hombres. III. El sentido actual del dogma cristológico A) Cristología y antropología en las perspectivas de la cultura moderna 1. La cristología debe asumir e integrar, en cierto sentido, la visión que el hombre de hoy adquiere sobre sí mismo y sobre la historia, en la relectura que la Iglesia procura al creyente. Se pueden corregir, de este modo, los defectos que provienen, en cristología, de un uso demasiado estricto de lo que se llama «naturaleza». Se puede referir también al Cristo recapitulador (Ef 1, 10) lo que la cultura de hoy aporta legítimamente a una percepción más nítida de la condición humana. 2. Esta confrontación de la cristología con la cultura actual contribuye al nuevo y más profundo conocimiento que el hombre adquiere de sí mismo hoy día. Pero, por otra parte, el hombre la verifica y la pone a prueba y la somete a su propio criterio cuando esto es necesario, por ejemplo, en los campos de la política y de la religión, lo que vale sobre todo para esta última. En efecto, la religión o bien es negada y totalmente rechazada por el ateísmo, o bien es interpretada como un medio para llegar a los profundidades últimas de la universalidad de las cosas, excluyendo explícitamente un Dios trascendente y personal. A partir de ahí, la religión corre el riesgo de aparecer como una pura «alienación» de la humanidad, mientras que Cristo pierde su identidad y su unicidad. En ambos casos se llega, lógicamente, a estos resultados: se esfuma la dignidad de la condición humana, y Cristo pierde su primacía y su grandeza. El remedio a tal situación no puede venir sino de uno renovación de la antropología a la luz del misterio de Cristo. 3. La doctrina paulina de los dos Adán (ver 1 Cor 15, 21ss; Rom 5, 12-19) será el principio cristológico que conducirá e iluminará la confrontación con la cultura humana, y será también el criterio para juzgar las investigaciones actuales en el campo de la antropología. Gracias a este paralelismo, Cristo, que es el segundo y último Adán, no puede ser comprendido sin tener en cuenta al primer Adán, es decir, nuestra condición humana. El primer Adán, por su parte, sólo es percibido en su verdadera y plena humanidad a condición de que se abra a Cristo que nos salva y nos diviniza por su vida, su muerte y su resurrección. B) El auténtico sentido de las dificultades actuales 4. Muchos de nuestros contemporáneos encuentran dificultades cuando se les presenta el dogma del Concilio de Calcedonia. Palabras como «naturaleza» y «persona», utilizados por los padres conciliares, tienen ciertamente todavía el mismo sentido en el lenguaje corriente, pero las realidades que significan son designadas por conceptos muy diferentes en los diversos vocabularios filosóficos. Para muchos la expresión «naturaleza humana» no significa ya una esencia común e inmutable, sino que alude a un esquema o a un resumen de los fenómenos que de hecho se encuentran en los hombres en la mayoría de los casos. Muy a menudo la noción de persona se define en términos psicológicos, prescindiendo de su aspecto ontológico. Son numerosos quienes, hoy en día, formulan dificultades mayores aún cuando se trata de los aspectos soteriológicos de los dogmas cristológicos. Rechazan toda idea de salvación que implique una heteronomía con respecto al proyecto de vida. Critican lo que estiman ser la característica puramente individual de la salvación cristiana. La promesa de una bienaventuranza futura les parece una utopía que aparta a los hombres de sus verdaderos deberes, que son, a su juicio, únicamente terrenales. Preguntan de qué han debido ser rescatados los hombres, y a quién habría sido preciso pagar el precio de la salvación. Se indignan ante la idea de que Dios haya podido exigir la sangre de un inocente, y ven en esta concepción una sospecha de sadismo. Argumentan contra lo que se ha llamado la «satisfacción vicaria» (es decir, por un mediador), diciendo que tal satisfacción es moralmente imposible: cada conciencia es autónoma —es su argumento— y ella no puede ser liberada por otro. En fin, algunos de nuestros contemporáneos se quejan de no encontrar en la vida de la Iglesia y de los fieles la expresión viviente del misterio de liberación que proclaman. C) Significación permanente de la fe cristológica en sus orientaciones y contenido 5. A pesar de todas estas dificultades, la enseñanza cristológica de la Iglesia, y en forma muy especial el dogma definido en el Concilio de Calcedonia, conservan su valor definitivo. Está permitido y es tal vez oportuno tratar de profundizar en ella, pero no es lícito rechazarla. A nivel histórico, es falso decir que los padres conciliares de Calcedonia han inclinado el dogma cristiano en el sentido de los conceptos helenísticos. Las dificultades actuales, que hemos recordado, muestran, por otra parte, que algunos de nuestros contemporáneos padecen de una profunda ignorancia en lo que se refiere al sentido auténtico del dogma cristológico, y tampoco tienen siempre una visión correcta acerca de la verdad de Dios creador del mundo visible e invisible. Para llegar a la fe en Cristo y en la salvación que él nos trae, es preciso admitir un cierto número de verdades que la explican. Dios vivo es amor (1 Jn 4, 8), y por amor creó todas las cosas. Este Dios vivo —Padre, Verbo, Espíritu santificador— creó al hombre a su imagen en el comienzo del tiempo, y le dio la dignidad de persona dotada de razón en medio del cosmos. Cuando llegó la plenitud de los tiempos, el Dios trinitario completó su obra en Jesucristo, constituyéndolo como mediador de la paz y de la alianza que ofrecía al mundo entero, para todos los hombres y para todos los siglos. Jesucristo es el hombre perfecto. En efecto, él vive totalmente de y para Dios Padre. Al mismo tiempo, vive totalmente con los hombres y para su salvación, es decir, para su realización plena, por lo que es el ejemplo y el sacramento de la nueva humanidad. La vida de Cristo nos proporciona una nueva comprensión tanto de Dios como del hombre. Del mismo modo que «el Dios de los cristianos» es nuevo y específico, así también «el hombre de los cristianos» es nuevo y original con respecto a todas las demás concepciones acerca del hombre. La condescendencia de Dios (Tit 3, 4) y, si se puede emplear el término, su «humildad» lo hace solidario de los hombres por medio de la Encarnación, obra de amor. Así se hace posible un hombre nuevo que encuentra su gloria en el servicio y no en la dominación. La existencia de Cristo es para los hombres (pro-existencia); para ellos tomó forma de siervo (cf. Flp 2, 7); para ellos muere y resucita de entre los muertos a la verdadera vida (cf. Rom 4, 24). La vida de Cristo, orientado hacia los demás, nos hace ver que la verdadera autonomía del hombre no consiste ni en una superioridad ni en una oposición. Por el espíritu de superioridad (supra-existencia) el hombre trata de imponerse y dominar a los otros. En la oposición (contra-existencia) trata a los hombres con injusticia y se esfuerza por manipularlos. En un primer momento, la concepción de la vida humana que se deduce de la de Cristo no puede sino chocar. Y por eso es por lo que reclama una conversión total del hombre, no sólo en sus principios, sino en todo su continuidad y, por la perseverancia, hasta el fin. Tal conversión sólo puede nacer de la libertad que ha sido remodelada por el amor. D) Necesidad de actualizar la doctrina y la predicación cristológica 6. Durante el curso de la historia y en medio de la variedad de las culturas, las enseñanzas de los Concilios de Calcedonia y III de Constantinopla deben ser siempre reactualizadas en la conciencia y en la predicación de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo. Esta necesaria actualización se impone tanto a los teólogos como a la solicitud apostólica de los pastores y de los fieles. 6.1. La tarea de los teólogos es, ante todo, construir una síntesis que subraye todos los aspectos y todos los valores del misterio de Cristo. Deberán asumir en dicha síntesis los resultados auténticos de la exégesis bíblica y de las investigaciones sobre la historia de la salvación. Tendrán también en cuenta la manera como las religiones de los diversos pueblos muestran la inquietud por la salvación y cómo los hombres en general hacen esfuerzos para obtener una auténtica liberación. Y serán igualmente atentos a las enseñanzas de los santos y de los doctores de la Iglesia. Una síntesis semejante no puede sino enriquecer la fórmula de Calcedonia por medio de perspectivas más soteriológicas que den todo su sentido a la fórmula: Cristo ha muerto por nosotros. Los teólogos prestarán también la mayor atención a los problemas que permanecen siendo difíciles, entre los cuales pueden citarse los de la conciencia y la ciencia de Cristo, el modo de concebir el valor absoluto y universal de la Redención realizada por Cristo en favor de todos y de una vez por todas. 6.2. Vengamos al conjunto de la Iglesia, que es el pueblo mesiánico de Dios. A esta Iglesia incumbe la tarea de hacer participar a todos los hombres y a todos los pueblos en el misterio de Cristo. Ciertamente, este misterio es el mismo para todos; pero debe ser, sin embargo, presentado de tal modo que cada cual pueda asimilarlo y celebrarlo en su propia vida y en su propia cultura, lo que es tanto más urgente cuanto que la Iglesia de hoy toma más y más conciencia acerca de la originalidad y valor de las diversas culturas. En ellas, en efecto, los pueblos expresan su propio sentido de la vida con símbolos, gestos, nociones y lenguajes específicos, lo que entraña ciertas consecuencias. El misterio fue revelado a los santos varones que Dios escogió, y ha sido creído, profesado y celebrado por los cristianos, lo que constituye un hecho no repetible en la historia. Pero este misterio se abre a nuevas expresiones que deben descubrirse. De este modo, en cada pueblo y época, los discípulos darán su fe a Cristo el Señor y se incorporarán a él. El Cuerpo Místico de Cristo está formado por una gran diversidad de miembros, y les da la misma paz en la unidad sin menospreciar por ello sus rasgos particulares. El Espíritu «mantiene todo en la unidad y conoce toda palabra»[5]. De este Espíritu todos los pueblos y todos los hombres han recibido sus propias riquezas y carismas. Por ellos se ha enriquecido la familia universal de Dios, puesto que, con una misma voz y con un mismo corazón, y también en sus diversas lenguas, los hijos de Dios invocan a su Padre de los cielos por Cristo Jesús. IV. Cristología y soteriología A) «Por nuestra salvación» 1. Dios Padre «no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32). Nuestro Señor se hizo hombre «por nosotros y por nuestra salvación». «Tanto amó Dios al mundo, que dio su Hijo, su unigénito para que todo hombre que crea en Él, no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16). Así pues, la persona de Jesucristo no puede ser separada de la obra redentora; los beneficios de la salvación no son separables de la divinidad de Jesucristo. Sólo el Hijo de Dios puede realizar una auténtica redención del pecado del mundo, de la muerte eterna y de la servidumbre de la ley, según la voluntad del Padre y con la cooperación del Espíritu Santo. Ciertas especulaciones teológicas no han conservado suficientemente el vínculo íntimo entre la cristología y la soteriología. Hoy día sigue siendo necesario investigar el modo de expresar mejor la reciprocidad mutua que liga estos dos aspectos del acontecimiento de la salvación, en sí mismo único. En este estudio queremos considerar solamente dos problemas. Una primera investigación es de índole histórica y se sitúa en el nivel del período de la existencia terrenal de Jesús. Su centro es la pregunta: «¿Qué pensó Jesús de su muerte?». A causa del valor que queremos dar a la respuesta, el problema debe ser considerado al nivel de la investigación histórica y de todas sus exigencias críticas (ver nº 2). Pero, como es evidente, esa respuesta debe ser completada por la visión pascual de la redención (nº 3). Una vez más, y es preciso repetirlo, la Comisión Teológica Internacional no pretende ni exponer, ni explicar una cristología completa. Deja de lado, precisamente, el problema de la conciencia humana de Cristo. Trata solamente de exponer aquí el fundamento del misterio de Cristo, tanto según la vida terrenal de Cristo, como según su Resurrección. Una segunda investigación se situará a otro nivel (nº 4), y mostrará cómo la multiplicidad de la terminología neotestamentaria acerca de la obra de la redención, es rica en enseñanzas sobre la soteriología. Se tratará de sistematizarlas y de percibir todo su sentido teológico. Y se someterá, naturalmente, esta investigación, a la confrontación con los textos mismos de la Sagrada Escritura. B) Jesús se orientó durante su existencia terrenal hacia la salvación de los hombres 2.1. Jesús tuvo perfecta conciencia, en sus palabras y acciones, y en su existencia y su persona, de que el reino y el reinado de Dios eran al mismo tiempo una realización presente, una esperanza y una aproximación (cf. Lc 10, 23ss; 11, 20). No sólo se presentó como el Salvador escatológico, sino que también explicó su misión en forma directa, si bien lo más frecuentemente implícita. Traía la salvación escatológica, puesto que llegaba después del último de los profetas, Juan Bautista. Hacía presente a Dios y su reinado, y conducía a su cumplimiento el tiempo de la promesa (Lc 16, 16; cf. Mc 1, l5a). 2.2. Si Cristo hubiera desesperado de Dios y de su propia misión, su muerte no podría entenderse como el acto definitivo de la economía de la salvación. Una muerte sufrida de modo puramente pasivo no sería un acontecimiento de salvación «cristológica». Su muerte debía ser, por el contrario, la consecuencia libremente querida de la obediencia y del amor con que Jesús se ofrecía con «activa pasividad» (cf. Gál 1, 4). Es legítimo concluir del ideal moral de la vida de Jesús, que él estaba dispuesto a sufrir la muerte y que realizó en sí mismo todo lo que requería de sus discípulos (cf. Lc 14, 27; Mc 8, 34. 35; Mt 10, 29. 31). 2.3. Al morir, Jesús expresa su voluntad de servir (cf. Mc 10, 45), lo que es el resultado y la continuación de toda su vida (cf. Lc 22, 27). Lo uno y lo otro proceden de una actitud fundamental que tiende a vivir y a morir por Dios y por los hombres, lo que algunos llaman «pro-existencia» (= existir para los otros). En razón de esta disposición, Jesús estaba orientado, por su «esencia» misma, a ser el salvador escatológico que procura «nuestra» salvación (cf. 1 Cor 15, 3; Lc 22, 19. 20b), la salvación de «Israel» (Jn 11, 30) y de los «gentiles» (Jn 11, 51ss), de «muchos» (Mc 14, 24; 10, 45), de «todos» (2 Cor 5, 14ss; 1 Tim 2, 6), y del «mundo» (Jn 6, 51c). 2.4. Por esta actitud fundamental de «pro-existencia», es decir, de entregarse, darse y ofrecerse (cf. infra 3.5) hasta la muerte, Jesús se revela, en su existencia terrenal, como abierto y lúcidamente conforme con la voluntad del Padre. La sucesión histórica de los acontecimientos hizo esta actitud cada día más vívida y concreta. De este modo, Jesús, mediador escatológico de la salvación y pregonero del señorío de Dios, esperó hasta el fin, con esperanza y confianza, el reino venidero (cf. Mc 14, 25 y paral.). Aunque abierto a la voluntad del Padre, Jesús pudo, sin embargo, considerar diversas preguntas. ¿Concedería el Padre éxito a la predicación del reino, o sería un fracaso la salvación escatológica de Israel? ¿Sería necesario recibir el «bautismo» de la muerte (cf. Mc 10, 38ss) y beber el «cáliz» de la pasión (cf. Mc 14, 36)? ¿Querría el Padre promover su reino, aunque Jesús fracasara en virtud de su muerte, aunque fuera ella un martirio? ¿Haría el Padre eficaz para la salvación lo que Jesús sufriera «muriendo por los demás»? Jesús obtenía respuestas positivas a estas preguntas, puesto que tenía la conciencia de ser el mediador escatológico de la salvación y el realizador del señorío de Dios. Así podía esperarlo con confianza; y ésta hay que entenderla, de modo que se juzgue que Jesús tenía por cierta su resurrección y exaltación (Mc 14, 25), y estaba dispuesto, según las palabras y acciones de la último cena (Lc 22, 19 y paral.), a sufrir la muerte, promesa y realización de la salvación escatológica. 2.5. Pero no era necesario que Jesús concibiera y expresara su actitud fundamental de pro-existencia o el modo de servir proexistencialmente hasta la muerte, según las categorías y esquemas procedentes de la tradición del culto israelita, como, por ejemplo, la «muerte expiatoria y vicaria del mártir por los demás» o el modo propio de la pasión del «Ebed Yahweh» (cf. Is 53), como si Jesús las hubiera hecho personalmente propias. En realidad, Jesús podía entender y vivir más profundamente esos conceptos en virtud de su actitud pro-existencial (cf. infra 3.4). Pero no es lícito, bajo ningún aspecto, concebir la actitud pro-existencial de Jesús como algo ambiguo; puesto que esa actitud incluye el afecto y el conocimiento prontos en el sujeto que se entrega (cf. infra 3.3). C) El Redentor escatológico 3.1. Por la resurrección y exaltación, Dios confirmó que Jesús es para los creyentes el Salvador definitivo, Señor y Cristo (Hech 2, 36), el Hijo del hombre que viene como juez del mundo (cf. Mc 14, 62), y lo manifestó estableciéndolo como «Hijo de Dios con potestad» (Rom 1, 4). La resurrección y exaltación de Cristo demostraron a los fieles, cada día con mayor claridad, que su muerte en la cruz es eficaz para la salvación de los hombres; antes de la Pascua los fieles no pudieron expresar estas realidades en forma apropiada. 3.2. De lo dicho fluye que hay que considerar ante todo dos cosas: a) Jesús sabía que Él era el salvador escatológico (cf. 2.1), que anunciaba el reino de Dios y lo «re-presentaba» o sea, lo hacía presente (cf. 2.2 y 2.3); b) Por la resurrección y exaltación de Jesús su muerte se manifestó como elemento constitutivo de la salvación que él traía (cf. Lc 22, 20 y paral.; 1 Cor 11, 24), mediante la realización de la «Nueva Alianza» escatológica. De esto puede deducirse que la muerte de Jesús es eficaz para la salvación. 3.3. Pero esta acción divina, por medio de la cual se realiza la salvación a través de la obra del Salvador y su muerte y resurrección, que lo constituyen en forma definitiva e irrevocable como tal, apenas puede denominarse, en sentido estricto y en el orden puramente nocional, una «sustitución expiatoria» o una «expiación vicaria», a no ser que se consideren la muerte y las acciones de Jesús como sostenidos por su actitud existencial y fundamental que incluya alguna ciencia y voluntad subjetivas (cf. supra 2.5) de sufrir a título vicario la pena del género humano (cf. Gál 3, 13) y su «pecado» (cf. Jn 1, 29; 2 Cor 5, 21). 3.4. Jesús sólo pudo ejercer, por un don gratuito, el efecto de tal expiación vicaria, porque aceptó «ser dado por el Padre» y porque él mismo se entregó al Padre, que lo aceptó en la resurrección. Éste era el ministerio «pro-existencial» que había de cumplir en su muerte el Hijo preexistente (Gál 1, 4; 2, 20). Por este motivo, al emplear el modo de hablar y de concebir que presentó el misterio de la salvación bajo el aspecto de «expiación vicaria», hay que tener presente una doble analogía. En primer lugar, que la «ofrenda» voluntaria por el martirio y la oblación misma del «Ebed Yahwe» (Is 53) difieren muchísimo de la inmolación de animales, que no son más que «sombras e imágenes» (cf. Heb 10, l). Hay que distinguir más todavía la «ofrenda» (llamada así analógicamente) del Hijo eterno que «al entrar en el mundo» vino a cumplir «la voluntad [de Dios]» (cf. Heb 10, 7), y que se «ofreció a sí mismo, inmaculado, a Dios por el Espíritu eterno» (Heb 9, 14). (Esta oblación se llama apropiadamente «sacrificio», p. e., en el Concilio Tridentino[6], siempre que el término se entienda en su sentido genuino). 3.5. La muerte de Jesús fue «expiación vicaria» definitivamente eficaz, porque en la perfecta caridad de «Cristo entregado», que se «daba» y «entregaba» a sí mismo (cf. también Ef 5, 2. 25; cf. 1 Tim 2, 6; Tit 2, 14), se representaba en forma real y ejemplar la acción del Padre que «daba» y «entregaba» al Hijo (Rom 4, 25; 8, 32; cf. Jn 3, 16; 1 Jn 4, 9). Lo que en el uso tradicional se llama «expiación vicaria» debe ser entendido y subrayado como un evento trinitario. D) La unidad y pluralidad del pensamiento soteriológico en la Iglesia 4. El origen y núcleo de toda la soteriología estriba en la persuasión, nacida de las palabras y acciones del mismo Jesús, de la Iglesia primitiva (prepaulina), de que Cristo sufrió, resucitó y vivió incluso toda su existencia «por nosotros» y «por nuestros pecados». Pueden enumerarse cinco elementos principales: Por la donación de sí mismo (1) y tomando nuestro lugar (2) nos libró «de la ira venidera» y del poder del maligno (3) según la voluntad salvífica del Padre (4) para introducirnos, por la participación en la gracia del Espíritu Santo, en la vida trinitaria (5). La teología posterior muestra cómo son coherentes entre sí los varios aspectos de un mismo misterio. A los cinco aspectos enumerados por Santo Tomás: a modo de mérito, de satisfacción, de redención, de sacrificio y de causa eficiente, hay que agregar otros. Tanto en el Nuevo Testamento como en las varias épocas históricas, se han subrayado unos u otros; pero hay que reducirlos a una síntesis, dando a cada cual su lugar y orden, como aproximaciones al misterio. 5. En la época de los Padres de la Iglesia, tanto de la oriental como de la occidental, prevaleció la idea del «comercio» (= intercambio) realizado entre la naturaleza divina y la humana, por medio de la encarnación y pasión, en general; más precisamente el estado de pecado es cambiado por el de la filiación divina. Sin embargo, los Padres, por reverencia hacia la eminente dignidad de Cristo, pusieron límites al concepto de intercambio: Cristo asumió ciertamente las «pasiones» (πάθη) de la naturaleza caída, pero en forma en cierto modo exterior (σχετικως), y no se hizo «pecado» (2 Cor 5, 21), sino en la medido en que se hizo «sacrificio por el pecado». 6. Según san Anselmo (cuya doctrina ha prevalecido hasta nuestro siglo), el Redentor no ocupó propiamente el lugar del pecador, sino que realizó una obra singular (por su muerte, a la que no estaba sometido, y por el valor infinito de la unión hipostática) que supera en la presencia del Padre el reato de las culpas. En esta obra del Hijo se realiza el designio salvífico de toda la Trinidad. En este sistema, la fórmula «por nosotros» significa principalmente «en favor nuestro» y no «en lugar nuestro». Santo Tomás, recibiendo la sustancia de la doctrina anselmiana y uniéndola con la teología de los Padres, insiste en la noción de la «gracia capital», la que redunda en los miembros en virtud de la interrelación orgánica del Cuerpo místico. 7. Los teólogos más recientes tratan de recuperar la idea del «comercio» (nublada en san Anselmo) por dos caminos: a) Por el concepto de «solidaridad», el cual se entiende diversamente: sea (en forma adecuada) como la experiencia de la alienación de Dios en que cae el pecador y que el Hijo asumió al padecer; sea (en forma inadecuada) como la sola voluntad con la que el Hijo quería manifestar, en la vida y en la muerte, el perdón incondicionalmente ofrecido por el Padre. b) Por el concepto de «sustitución», por el cual Cristo asumió realmente la condición del hombre pecador, pero no (como muchos han dicho, sobre todo entre los protestantes) como si Dios lo hubiera «castigado» o «condenado», sino en cuanto Jesús habría sufrido, cargando con nuestros pecados, la «maldición de la ley» (cf. Gál 3, 13), o sea la aversión de Dios, la así llamada «ira» de Dios contra los pecados. En efecto, la ira manifiesta, como contradicción, el celo del amor hacia aquella alianza realizado con el pueblo elegido. 8. El concepto de sustitución puede justificarse tanto exegética como dogmáticamente, y no contiene repugnancia intrínseca, como se ha dicho por algunos. Pues la libertad creada no es tan autónoma que no requiera siempre la ayuda de Dios: una vez que se ha apartado de Dios, no puede volver a él por sus propias fuerzas. Además, el hombre ha sido creado para integrarse en Cristo y por lo mismo en la vida trinitaria, y su alienación de Dios, aunque grande, no puede ser tan grande como lo es la distancia entre el Padre y el Hijo en su anonadamiento kenótico (Flp 2, 7) y en el estado en que fue «abandonado» por el Padre (Mt 27, 46). Se trata aquí del aspecto económico de la relación entre las divinas personas, cuya distinción (en la identidad de naturaleza y del amor infinito) es máxima. 9. La expiación objetiva del pecado y la participación gratuita de la vida divina (que el hombre debe recibir con su propia libertad liberada) son aspectos inseparables de la única obra de salvación. Esta obra supone, según el testimonio de la tradición de la Iglesia, fundado en la Escritura, para que se realice eficazmente, la verdadera divinidad del Hijo y su plena solidaridad con nosotros, por la total asunción de la naturaleza humana. 10. En el contexto universal de la redención, no puede omitirse la «cooperación especial» de la Bienaventurada Virgen María al sacrificio de Cristo. El consentimiento de la Virgen permanece sin cambio desde el primer momento de la encarnación y manifiesta la supereminente fidelidad de la Antigua Alianza[7]. Ni debe pasar inadvertida la íntima conexión entre la Cruz y la Eucaristía, porque la asunción del pecado humano en la carne de Cristo y la entrega de la propia carne a los hombres, no son sino aspectos complementarios de un mismo acontecimiento. En la celebración eucarística se asocia necesariamente al sacrificio de Cristo la ofrenda que la Iglesia hace de sí misma, la cual se asocia a la oblación con que el Hijo se ofrece al Padre, y se perfecciona por el Espíritu Santo. V. Dimensiones de la Cristología que deben recuperarse 1. Algunos aspectos de gran importancia en la cristología bíblica y clásica no reciben hoy día, por diversas causas, la debida consideración. Aquí se anotarán brevemente, a modo de corolario, dos de esos elementos, a saber las dimensiones pneumatológica y cósmica de la cristología. Ambos aspectos ofrecen una visión esencial que se ilustra con nueva claridad por medio de lo dicho hasta ahora. Por lo que se refiere a la pneumatología, sólo se ofrecerá una consideración bíblica, que da materia para descubrir profundísimas riquezas por medio de ulteriores explicaciones. De la dimensión cósmica, por otra parte, aparece la significación última de la cristología, que no toca solamente a todas y cada una de las creaturas celestiales, terrenales e infernales, sino también todo el mundo y su historia (cf. Flp 2, 10). Naturalmente no es este el lugar para desarrollar una exposición sistemática. A) La unción de Cristo por el Espíritu Santo 2. La obra de Cristo Salvador se cumplió con la ininterrumpida cooperación del Espíritu Santo, que cubrió con su sombra a la Virgen María, de modo que quien nacería de ella fuera llamado Santo e Hijo de Dios (Lc 1, 35). Luego, al ser bautizado Jesús en el Jordán (cf. Lc 3, 22), fue ungido por el Espíritu para cumplir su misión mesiánica (Hech 10, 38; Lc 4, 18), mientras la voz del cielo lo declara como el Hijo en quien el Padre se complació (Mc 1, 10 y paral.). En seguida, Cristo, conducido por el Espíritu (Lc 4, 1), inició y completó el ministerio de Servidor expulsando los demonios con el dedo de Dios (Lc 11, 20), y anunciando la proximidad del reino de Dios (Mc 1, 15), que se perfecciona por el Espíritu Santo. Cristo siguió el camino del Servidor, obedeciendo al Padre hasta la muerte, que aceptó libremente «cooperando el Espíritu Santo»[8]. Finalmente, el Padre resucitó a Jesús y colmó su humanidad con el propio Espíritu, de tal modo que esa mismo humanidad, después de haber tomado la forma de siervo, se revistiera de la forma del Hijo de Dios glorioso (cf. Rom 1, 3-4; Hech 13, 32-33) y estuviera dotada de la potestad de comunicar el Espíritu a los hombres (Hech 2, 32ss). De este modo el nuevo y escatológico Adán es llamado, y con razón, «Espíritu vivificador» (1 Cor 15, 45; cf. 2 Cor 3, 17). En realidad, el Cuerpo místico de Cristo está perpetuamente animado por su Espíritu. B) El principado cósmico de Cristo 3.1. En los escritos paulinos Cristo resucitado es designado como aquel a quien el Padre «sometió todos las cosas bajo sus pies». Este señorío, aplicado de varios modos, se lee explícitamente en 1 Cor 15, 27; Ef 1, 22; Heb 2, 8 y expresado con otras palabras se encuentra también en Ef 3, 10ss, Col 1, 18; Flp 3, 21. 3.2. Sea cual fuere el origen de esta expresión (Gén 1, 26, mediante Sal 8, 7), ella pertenece en primer lugar a la humanidad glorificada de Cristo, y no a su sola divinidad. Pertenece, en efecto, al Hijo encarnado «tener todo bajo sus pies», porque sólo él destruyó la potestad que tenían el pecado y la muerte para reducir a los hombres a servidumbre. Cristo, al superar con su resurrección la corruptibilidad que afectaba al primer Adán, y hecho en grado supremo «cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 44) en su propia carne, abrió paso al reino de la incorruptibilidad, por lo cual es el «segundo y último Adán» (1 Cor 15, 45. 49), a quien «todo está sujeto» (1 Cor 15, 27) y que puede «también sujetar todo a sí» (Flp 3, 21). 3.3. Esta abolición del imperio de la muerte consiste, en cuanto se refiere a los hombres y a todo el mundo, en una y la misma renovación que tendrá lugar al fin de los tiempos con muy manifiestos efectos. Mateo la llama παλιγγενεσία (19, 28); Pablo reconoce en ella lo que es esperado por toda creatura (Rom 8, 19); el Apocalipsis (21, 1), usando los palabras del Antiguo Testamento (Is 65, 17; 66, 22), se atreve a hablar de cielo nuevo y tierra nueva. 3.4. Una antropología demasiado estrecho, que desprecia o, por lo menos, pasa por alto aquel elemento fundamental del hombre que se refiere al mundo, podría impedir que se estimara suficientemente la afirmación del Nuevo Testamento acerca del principado cósmico de Cristo. Pero esta afirmación es de suma importancia en nuestros tiempos. No bien percibida hasta ahora, lo ha sido en forma vívida a partir del progreso de las ciencias naturales, y consiguientemente la importancia del mundo y su influjo en la existencia humana, así como los problemas que de allí nacen. 3.5. Al principado cósmico que compete a Cristo por su resurrección y segundo advenimiento se opone con frecuencia cierta concepción cristológica. Si jamás es permitido confundir la humanidad de Cristo con su divinidad, tampoco es conveniente separar una de otra. Por lo demás, ambos errores vienen a reducirse a lo mismo. Sea que la humanidad de Cristo se absorba en su divinidad, sea que se separe de ella, del mismo modo se impide el reconocimiento de aquel principado cósmico que el Hijo de Dios recibió en su humanidad glorificada. Pues se atribuiría sólo a la divinidad del Verbo lo que, según los textos antes referidos del Nuevo Testamento, pertenece en forma no ambigua a su humanidad, en cuanto que el hombre Jesucristo fue hecho Señor y a él, por tal razón, se le dio «el nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2, 9). 3.6. Además, aquel principado cósmico, por la razón de que pertenece a aquel que es «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), es también el fundamento del principado que nosotros tenemos en él. Ya se realiza en alguna forma la «identidad» espiritual que nos ha sido dada por Cristo (cf. 1 Cor 3, 21. 23). Esta identidad, aunque sólo se manifestará plenamente en la Parusía, hace verdaderamente posible para nosotros, ya en la vida presente, la libertad con respecto a todas las potestades de este mundo (Col 2, 15), de tal modo que, entre las vicisitudes del mundo, sin exceptuar siquiera nuestra propia muerte, podamos amar a Cristo (Rom 8, 38-39; 1 Jn 3, 2; Rom 14, 8-9). 3.7. Es perfectamente coherente con este principado cósmico de Cristo, aquel principado que se ha solido ejercer en la historia y sociedad humana, principalmente por medio de los signos de la justicia, que parecen casi necesarios a la predicación del reino de Dios. Pero este señorío de Cristo sobre la historia humana sólo puede alcanzar su cima en aquel último señorío sobre el mundo cósmico en cuanto tal, pues mientras la historia se encuentre cautiva bajo el poder del mundo y de la muerte, aquel principado admirable de Cristo no puede ejercitarse perfectamente antes de su segunda venida, en beneficio de todo el género humano.
[*] Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis, Documenta (1969-1985) (Città del Vaticano [Libreria Editrice Vaticana] 1988) 254-306. [1] Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 8: AAS 71 (1979) 270-272; ibid., 10: AAS 71 (1979) 274-275). [2] Definición sobre las dos naturalezas en Cristo: DS 301-302. [3] Definición sobre las voluntades y operaciones en Cristo: DS 556-558. [4] Condenación de los errores sobre la Trinidad y sobre Cristo: DS 502-516. [5] Domingo de Pentecostés, Misa del día, Antífona de entrada: Missale Romanum, editio typica (Typis Polyglottis Vaticanis, 1970) 313, según Sab 1,7. [6] Ses. 22ª, Cánones sobre el santísimo sacrificio de la Misa, canon 3: DS 1753. [7] Cf. más ampliamente Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium 61: AAS 57 (1965) 63. [8] Rito de la comunión, 132: Missale Romanum, editio typica (Typis Polyglottis Vaticanis, 1970) 474; cf. Heb 9,14.
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