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SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

DECLARACIÓN
PARA SALVAGUARDAR LA FE
DE ALGUNOS ERRORES RECIENTES
SOBRE LOS MISTERIOS DE LA ENCARNACIÓN Y LA TRINIDAD

 

1. Es necesario que el misterio del Hijo de Dios hecho hombre y el misterio de la Santísima Trinidad, que forman parte de las verdades principales de la Revelación, iluminen con su verdad íntegra la vida de los fieles. Dado que recientes errores perturban estos misterios, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe ha decidido recordar y salvaguardar la fe transmitida en ellos.

2. La fe católica en el Hijo de Dios hecho hombre. Jesucristo, durante su vida terrena, en diversas formas, con las palabras y con las obras, manifestó el adorable misterio de su persona. Tras «hacerse obediente hasta la muerte»[1] fue exaltado por Dios en la gloriosa Resurrección, tal como convenía al Hijo «mediante el cual todo»[2] ha sido creado por el Padre. De Él afirmó solemnemente San Juan: «En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios... y el Verbo se hizo carne»[3].

La Iglesia ha conservado siempre santamente el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, y lo ha propuesto para ser creído «a lo largo de los años y de los siglos»[4], con un lenguaje cada vez más desarrollado. En el Símbolo Constantinopolitano, que hasta hoy se recita durante la celebración eucarística, profesa la fe en «Jesucristo, Unigénito Hijo de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos... Dios verdadero de Dios verdadero... de la misma naturaleza del Padre... que por nosotros los hombres y por nuestra salvación... se hizo hombre»[5]. El Concilio de Calcedonia ordenó profesar que el Hijo de Dios ha sido engendrado por el Padre según su divinidad antes de todos los siglos, y ha nacido en el tiempo de María Virgen según su humanidad[6]. Además, este mismo Concilio llamó al único y mismo Cristo, Hijo de Dios, persona o hipóstasis, y empleó, en cambio, el término naturaleza para designar su divinidad y su humanidad; con estos nombres ha enseñado que en la única persona de nuestro Redentor se unen las dos naturalezas, divina y humana, sin confusión, sin cambio, sin división y sin separación[7]. Del mismo modo, el Concilio Lateranense IV ha enseñado a creer y a profesar que el Unigénito Hijo de Dios, coeterno con el Padre, se hizo verdadero hombre y es una sola persona en dos naturalezas[8]. Esta es la fe católica que recientemente el Concilio Vaticano II, siguiendo la constante tradición de toda la Iglesia, ha expresado claramente en muchos lugares[9].

3. Recientes errores sobre la fe en el Hijo de Dios hecho hombre. Son claramente opuestas a esta fe las opiniones según las cuales no nos habría sido revelado y manifestado que el Hijo de Dios subsiste desde la eternidad en el misterio de Dios, distinto del Padre y del Espíritu Santo; e igualmente, las opiniones según las cuales debería abandonarse la noción de la única persona de Jesucristo, nacida antes de todos los siglos del Padre, según la naturaleza divina, y en el tiempo de María Virgen, según la naturaleza humana; y, finalmente, la afirmación según la cual la humanidad de Jesucristo existiría, no como asumida en la persona eterna del Hijo de Dios, sino, más bien, en sí misma como persona humana, y, en consecuencia, el misterio de Jesucristo consistiría en el hecho de que Dios, al revelarse, estaría en grado sumo presente en la persona humana de Jesús.

Los que piensan de semejante modo permanecen alejados de la verdadera fe de Jesucristo, incluso cuando afirman que la presencia única de Dios en Jesús hace que Él sea la expresión suprema y definitiva de la Revelación divina; y no recobran la verdadera fe en la unidad de Cristo, cuando afirman que Jesús puede ser llamado Dios por el hecho de que, en la que dicen su persona humana, Dios está sumamente presente.

4. La fe católica en la Santísima Trinidad y especialmente en el Espíritu Santo. Cuando se abandona el misterio de la persona divina y eterna de Cristo, Hijo de Dios, se destruye también la verdad de la Santísima Trinidad, y con ella, la verdad del Espíritu Santo, que, desde la eternidad, procede del Padre y del Hijo, o dicho con otras palabras, del Padre por medio del Hijo[10]. Por esto, teniendo en cuenta recientes errores, hay que recordar algunas verdades de fe sobre la Santísima Trinidad y particularmente sobre el Espíritu Santo.

La segunda Carta a los Corintios termina con esta fórmula admirable: «La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, la caridad de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros»[11]. En el mandato de bautizar, según el Evangelio de san Mateo, se nombran el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo como los tres que pertenecen al misterio de Dios y en cuyo nombre deben ser regenerados los nuevos fieles [12]. Finalmente, en el Evangelio de san Juan, Jesús habla de la venida del Espíritu Santo: «Cuando venga el Paráclito, que os enviaré del Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, El dará testimonio de Mí»[13].

Basándose en datos de la divina Revelación, el Magisterio de la Iglesia, solamente al cual está confiado «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida por la Tradición»[14], en el Símbolo Constantinopolitano ha profesado su fe «en el Espíritu Santo, que es Señor y dador de vida..., y con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado»[15]. Igualmente, el Concilio Lateranense IV ha enseñado a creer y a profesar «que uno sólo es el verdadero Dios..., Padre e Hijo y Espíritu Santo: tres personas, pero una sola esencia...: el Padre que no procede de ninguno, el Hijo que procede solamente del Padre y el Espíritu Santo, que procede de los dos juntos, siempre sin principio y fin»[16].

5. Recientes errores sobre la Santísima Trinidad, y particularmente sobre el Espíritu Santo. Se aparta de la fe la opinión según la cual la Revelación nos dejaría inciertos sobre la eternidad de la Trinidad, y particularmente sobre la eterna existencia del Espíritu Santo como persona distinta, en Dios, del Padre y del Hijo. Es verdad que el misterio de la Santísima Trinidad nos ha sido revelado en la economía de la salvación, principalmente en Cristo, que ha sido enviado al mundo por el Padre y que, juntamente con el Padre, envía al pueblo de Dios el Espíritu vivificador. Pero con esta revelación ha sido dado a los creyentes también un cierto conocimiento de la vida íntima de Dios, en la cual «el Padre que engendra, el Hijo que es engendrado y el Espíritu Santo que procede» son «de la misma naturaleza, iguales, omnipotentes y eternos»[17].

6. Los misterios de la Encarnación y de la Trinidad deben ser fielmente conservados y expuestos. Lo que se ha expresado en los documentos conciliares arriba mencionados sobre el único y mismo Cristo Hijo de Dios, engendrado antes de todos los siglos, según la naturaleza divina, y en el tiempo según la naturaleza humana, así como sobre las personas eternas de la Santísima Trinidad, pertenece a las verdades inmutables de la fe católica.

Esto, ciertamente, no impide que la Iglesia considere su deber, teniendo también en cuenta los nuevos modos de pensar de los hombres, no omitir esfuerzos para que los misterios arriba citados se estudien más profundamente mediante la contemplación de la fe y el estudio de los teólogos y que sean más explicados y de forma apropiada. Pero mientras se cumple el necesario deber de investigar, es preciso estar atentos para que aquellos arcanos misterios jamás sean deformados respecto al sentido en que «la Iglesia los ha entendido y entiende»[18].

La verdad incorrupta de estos misterios es de suma importancia para toda la Revelación de Cristo, porque hasta tal punto forman parte de su núcleo, que, si se alteran, queda falsificado también el resto del tesoro de la Revelación. La verdad de estos mismos misterios no es menos importante para la vida cristiana, bien porque nada manifiesta mejor la caridad de Dios, a la que toda la vida del cristiano debe ser una respuesta, que la Encarnación del Hijo de Dios, Redentor nuestro[19], bien porque «los hombres por medio de Cristo, Verbo hecho carne, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se han hecho partícipes de la naturaleza divina»[20].

7. Por lo tanto, sobre las verdades que la presente declaración defiende, es deber de los Pastores de la Iglesia exigir la unidad en la profesión de fe de su pueblo y, sobre todo, de aquellos que, en virtud del mandato recibido del Magisterio, enseñan las ciencias sagradas o predican la palabra de Dios. Este deber de los Obispos forma parte del oficio a ellos confiado por Dios de «conservar puro e íntegro el depósito de la fe», en comunión con el sucesor de Pedro, y de «anunciar incesantemente el Evangelio»[21]; por este mismo oficio están obligados a no permitir en modo alguno que los ministros de la palabra de Dios se aparten de la sana doctrina y la transmitan corrompida o incompleta[22]; el pueblo, en efecto, que está confiado a los cuidados de los Obispos y «del cual» ellos «son responsables ante Dios»[23], goza del «derecho imprescriptible y sagrado» de «recibir la palabra de Dios, toda la palabra de Dios, de la que la Iglesia jamás ha cesado de adquirir un conocimiento cada vez más profundo»[24].

Los fieles, por su parte –y sobre todo los teólogos, a causa de su importante oficio y de su necesario servicio en la Iglesia–, deben profesar fielmente los misterios que se recuerdan en esta declaración. Además, mediante la acción y la iluminación del Espíritu Santo, los hijos de la Iglesia deben prestar su adhesión a toda la doctrina de la Iglesia, bajo la guía de sus Pastores y del Pastor de la Iglesia universal[25], «de manera que, al conservar, practicar y profesar la fe transmitida, estén de acuerdo los Obispos y los fieles»[26].

El Sumo Pontífice, por la divina Providencia papa Pablo VI, en Audiencia concedida al infrascrito Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el 21 de febrero de 1972, ratificó, confirmó y ordenó que se divulgase esta Declaración para salvaguardar de algunos errores recientes la fe en los misterios de la Encarnación y de la Santísima Trinidad.

 

Dado en Roma, en la sede de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el 21 de febrero de 1972, en la fiesta de San Pedro Damián.

Franjo Card. Seper
Prefecto

Paul Philippe
Arzobispo titular de Heracleópolis
Secretario

 


[1] Cf. Flp 2,6-8.

[2] 1 Cor 8,6.

[3] Jn 1,1-14 (cf. 1,18).

[4] Cf. Conc. Vaticano I, Const. dog. Dei Filius, cap. 4: DS 3020.

[5] Missale Romanum (Typis Polyglottis Vaticanis, 1970) 389: DS 150. Cf. también Conc. de Nicea I, Símbolo: DS 125s.

[6] Cf. Conc. de Calcedonia, Definición: DS 301.

[7] Cf. ibíd.: DS 302.

[8] Cf. Conc. de Letrán IV, Const. Firmiter credimus: DS 800ss.

[9] Cf. Lumen Gentium 2, 3; Dei Verbum 2, 3; Gaudium et Spes 22; Unitatis redintegratio 12; Christus Dominus 1; Ad Gentes 3. Ver también Pablo VI, Solemne Profesión de Fe, n. 11: AAS 60 (1968) 437.

[10] Cf. Conc. de Florencia, Bula Leatentur caeli: DS 1300s.

[11] 2 Cor 13,13.

[12] Cf. Mt 28,19.

[13] Cf. Jn 15,26.

[14] Dei Verbum 10.

[15] Missale Romanum, l.c.; DS 150.

[16] Cf. Conc. de Letrán IV, Const. Firmiter credimus: DS 800.

[17] Cf. ibíd.

[18] Conc. Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, cap. 4, can. 3: DS 3043. Cf. Juan XXIII, Alocución en la inauguración del Concilio Vaticano II: AAS 54 (1962) 792; Gaudium et Spes 62. Ver también Pablo VI, Solemne Profesión de Fe, n. 4: AAS 60 (1968) 434.

[19]Cf. 1 Jn 4,9s.

[20] Cf. Dei Verbum 2; cf. Ef 2, 18; 2 Pe 1,4.

[21] Cf. Pablo VI, Exhort. apost. Quinque iam anni: ASS 63 (1971) 99.

[22] Cf. 2 Tim 4,1-5. Ver también Pablo VI, ibíd.: 103. Cf. También Sínodo de los Obispos (1967); Relatio Commissionis Synodalis constitutae ad examen ulterius peragendum circa opiniones periculosas et atheismum, II, 3; De pastorali ratione agendi in exercitio Magisterii (Typis Polyglottis Vaticanis, 1967) 10s (L’Osservatore Romano 30/31-10-1967, 3).

[23] Pablo VI, ibíd.: 103.

[24] Ibíd.: 100.

[25] Cf. Lumen Gentium 12, 25;  Sínodo de los Obispos (1967) Relatio Commissionis Synodalis..., II, 4: De theologorum opera et responsabilitate, p. 11 (L’Osservatore Romano, l.c.).

[26] Dei Verbum 10.