El que intente leer y comprender en su significado auténtico la Carta Apostólica sobre “La dignidad de la mujer”, ha de tener muy presente su carácter literario específico, así como lo que se ha intentado decir en ella. Con este documento el Papa hace referencia a una sugerencia del Sínodo de los Obispos de 1987: en él, a propósito de la discusión sobre las cuestiones concretas acerca del puesto de la mujer en la Iglesia, había ido madurando más claramente la convicción de que no habrían sido suficientes soluciones de tipo meramente pragmático. Si se quieren afrontar de modo correcto las cuestiones particulares, es necesario sondear más profundamente los fundamentos antropológicos y teológicos del problema. Y precisamente ésta es la intención del Papa en la presente Carta. Para todas las normas jurídicas particulares. remite al documento postsinodal sobre los laicos. cuya publicación se espera dentro de poco. Aquí. en cambio, su finalidad es buscar, a partir de la fe, lo que significa el que Dios haya creado al ser humano como hombre y mujer y cuál es la misión específica que ha confiado así a la mujer en su camino. El Papa lo hace con la modalidad, que tanto le gusta, de una meditación bíblica, y, por tanto, no en forma de un texto magisterial dotado de un carácter sistemático, sino más bien como una reflexión llena de amor acerca de la profundidad de la Palabra de Dios, sobre todo de los inagotables tres primeros capítulos del libro del Génesis. Las afirmaciones del Papa se colocan, pues, en un doble contexto de la vida de la Iglesia: él prosigue —como ya se ha hecho notar— la discusión sinodal de sus hermanos en el ministerio episcopal; en la Carta Apostólica dialoga con ellos, escucha sus preguntas, sus preocupaciones, sus sugerencias y las lleva adelante, colocándolas en el amplio contexto de la fe bíblica y de la tradición teológica. A ello se añade el contexto del Año Mariano, que es ante todo expresión del recuerdo que la Iglesia ha vivido pensando en sus orígenes de hace dos mil años; pero al evocar los comienzas aparece ante nosotros la imagen bíblica de la mujer y nos vemos obligados a confrontar con este modelo nuestras cuestiones prácticas.
Todo esto deberá ser considerado si se quiere evaluar correctamente la Carta del Papa. Quien espera de ella decisiones prácticas fácilmente comprensibles, quedará desilusionado. El que la lea de prisa, no sacará de ella ningún provecho. El texto exige una escucha reflexiva, una disponibilidad a la meditación, que busca algo diverso de los títulos en letras grandes. El texto conduce a lo que está en lo profundo y que, justo por esto, puede ser fructuoso en una perspectiva más amplia.
¿Qué nos enseña, pues, esta Carta desde el punto de vista del contenido? Ya desde el título es claro que el tema fundamental de indagación es la dignidad de la mujer. En la búsqueda de la respuesta el Papa define ante todo en qué consiste precisamente la dignidad del ser humano: “La dignidad de cada hombre y su vocación correspondiente encuentran su realización definitiva en la unión con Dios” (11, 5). Esta afirmación fundamental, que define al ser humano a partir de Dios y le confiere de este modo su inviolable dignidad, se concretiza sucesivamente en una doble dirección, a través de la interpretación del relato bíblico de la creación:
1) El Papa comienza considerando la idea bíblica de que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Gén 1, 26 s.). Esta es para él la base irrenunciable de cualquier antropología cristiana. A partir de esto, se delinea luego el contenido de la naturaleza humana, que permanece no obstante todos los cambios históricos. El Papa ve esta semejanza con Dios esencialmente anclada en el ser persona, pero ser persona significa racionalidad: se comprende la naturaleza de la persona en la orientación a la “comunión”; precisamente así remite al Dios trinitario La reciprocidad del hombre y de la mujer pertenece, en este sentido, al núcleo más íntimo de la forma del ser humano, en cuanto creatura; ésta tiene que ver con su semejanza con Dios, en la medida en que es una expresión esencial del carácter racional de la existencia humana. “Humanidad significa llamada a la comunión interpersonal”: afirma el Papa en este contexto (III, 7). Y, a partir de esto, desarrolla tres elementos fundamentales de la existencia humana. El ser humano es la única criatura de Dios querida por sí misma, no medio, sino “fin por sí mismo” diría Kant; esto no es solamente un dato de hecho. sino debe más bien caminar hacia la realización de su ser (“yo”): precisamente en esto consiste su tarea; sin embargo esta “autorrealización” se lleva a cabo sólo cuando el hombre no se busca únicamente a sí mismo, sino que se da a los otros, “mediante una entrega sincera de sí mismo” (III, 7). Este entregarse, este donarse (a los demás) es la forma en la que él se encuentra y es la categoría fundamental de la imagen del hombre propuesta por la Carta Apostólica.
2) Esta perspectiva ontológica, en la cual se habla de lo que es permanente e inmutable en la existencia humana, se completa a través de un análisis de su condición histórica. En efecto, el hombre, tal como nosotros lo conocemos, no es sólo lo que él debería ser. La situación histórica de conflicto entre ser y deber ser se describe desde la fe con el término “pecado original”. Se ha dicho antes que la dignidad del ser humano se cimienta en la unidad del hombre con Dios. Sin embargo, la situación histórica del hombre es que él rompió su relación con Dios. Esta fractura en el núcleo mismo de su existencia trae como consecuencia una triple ruptura ulterior: efectivamente, se deriva de ella una ruptura en su mismo yo; una ruptura en la relación entre hombre y mujer, y, finalmente, una ruptura entre ser humano y creación (IV, 9). En lugar de la entrega sincera de sí, mismo entra la voluntad de dominio: la relación entre hombre y mujer, que a partir de la semejanza con Dios hubiera debido ser una relación constituida por un recíproco don de sí llega a ser ahora una relación de dominio, como dice Génesis 3, 16. En vez de entregarse, el hombre intenta dominar a la mujer. En lugar de la comunión se tiene una opresión, que al mismo tiempo destruye la estabilidad de la relación (IV, 10). La mujer, que originariamente tendría que haber sido co-sujeto del hombre en su existencia en el mundo, es reducida por él a objeto de placer y de explotación (V, 14). El verificarse de una relación de dominio del hombre sobre la mujer, en vez de una comunión en la entrega recíproca de sí querida por el Creador. es la expresión más evidente de esa perversión de las relaciones humanas fundamentales que tuvo lugar con el pecado.
La superación del pecado —la redención— debe por tanto manifestarse también en la superación de esta perversión en el restablecimiento de un orden conforme a la creación, en el retorno del “objetor al “co-sujeto” (IV, 10). En relación con esto, el Papa, en su Carta, ilustra insistentemente cómo la acción redentora de Cristo comporta también el restablecimiento de los derechos y de la dignidad de la mujer. Esto lo hace esencialmente desarrollando tres líneas de pensamiento:
a) El Santo Padre describe ampliamente la actitud abierta y sin prejuicios de Jesús hacia las mujeres a lo largo de toda su trayectoria terrena, antes y después de la resurrección. Muestra que tanto en su enseñanza como en su comportamiento “no se encuentra nada que refleje la habitual discriminación de la mujer...; por el contrario, sus palabras y sus obras expresan siempre el respeto y el honor debido a la mujer” (V, 13). Esto no es de hecho una apertura superficial y sin importancia en la acción de Jesús, sino que más bien su actitud “es el reflejo del designio eterno de Dios” (V, 53).
b) Cristo ha abolido el derecho concedido al hombre, en la ley de Moisés, de repudiar a su mujer. A esta tradición jurídica de carácter humano él contrapone el orden de la creación: los dos, hombre y mujer, deben ser según la voluntad de Dios una sola carne, ligados recíprocamente en una humanidad indisoluble (V, 2).
c) En el momento en que se suprime el derecho del hombre a repudiar a su mujer, es necesario establecer entre los dos una relación nueva desde sus bases. Estas consecuencias están delineadas en la Carta a los Efesios (5, 21-33) donde el texto de la creación sobre el matrimonio ha de ser releído e interpretado a partir de Cristo. Con los más recientes exegetas, el Papa considera el versículo 21 del capítulo quinto como título de todo el párrafo: “Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo”. En esta sumisión recíproca, que se opone a la precedente dominación, el Santo Padre descubre la “novedad evangélica”, la fundamental superación de la discriminación de la mujer provocada por el pecado. Este nuevo y decisivo paso hacia adelante no se cancela en absoluto por el hecho de que a continuación en el texto bíblico el hombre es designado como cabeza de la mujer, De hecho esta formulación recibe su significado auténtico mediante su referencia cristológica: ser cabeza significa, a partir de Cristo, entregarse a sí mismo por la mujer (Ef 5, 25; VII, 24). Por lo demás, si lo antiguo aparece todavía en el lenguaje, esta novedad, que deriva justamente de Cristo, “ha de abrirse camino gradualmente en los corazones... en las costumbres. Se trata de un llamamiento que, desde entonces no cesa de apremiar...” (Ef 5, 25; VII, 24).
3) Sin embargo la unidad y la igualdad de hombre y mujer en la vocación a la autorrealización a través de la entrega de sí no cancela de hecho la diversidad (V, 16). Por tanto el Papa trata de decir, con gran cautela, algo del genio específico de la mujer diferenciándolo de la vocación del hombre. A este propósito él comienza con la mujer por excelencia, la Madre del Señor. Examina, pues, según este carácter específico las dos formas fundamentales de la existencia femenina, maternidad y virginidad. También aquí hay que considerar ante todo lo que es común: se trata cada vez en última instancia, de la tarea fundamental de la existencia humana, la superación de sí mismo en la donación de sí. En el matrimonio la autodonación de los esposos se abre, por su naturaleza, al don de una vida nueva. Hombre y mujer participan así del gran misterio del eterno generar (VI, 8). Aunque este generar pertenezca al mismo tiempo al hombre y a la mujer, sin embargo es también verdad que “el hecho de ser padres... es una realidad más profunda en la mujer... la mujer es ‘la que paga’ directamente por ese común engendrar, que absorbe literalmente las energías de su cuerpo y de su alma” (VI, 18). El Papa deduce de esto que existe una deuda especial del hombre con la mujer y prosigue: “Ningún programa de “igualdad de derechos” del hombre y de la mujer es válido si no se tiene en cuenta esto” (VI, 18). Esta idea todavía se profundiza más a través de la afirmación de que el hombre frente al proceso de gestación y del nacimiento se descubre siempre “fuera”. De este modo él, en múltiples aspectos, debe aprender de la madre el ser padre (VI, 18).
4) Estas perspectivas se amplían finalmente a las nuevas dimensiones sobrenaturales de la existencia humana, abiertas al acontecimiento redentor de Cristo y a la nueva comunidad de la Iglesia. De las múltiples reflexiones del texto quisiera deducir tres afirmaciones:
a) El carácter específico del Nuevo Testamento consiste en que debe ser realizado en la carne y en la sangre del Hijo de Dios hecho hombre. Y estando así las cosas, comienza también en la carne —en la mujer— que, a través de su sí, se ofrece como su madre. Gracias a Ella, a su virginal y materno sí, el Hijo puede decir al Padre: “Me has formado un cuerpo. He aquí que vengo, Padre, para hacer tu voluntad” (cf. Heb 10, 5. 7) (VI, 19). Así se puede decir que el más grande acontecimiento de la historia humana sobre la tierra —el que Dios se haga hombre— se ha realizado en una mujer y a través de una mujer, María (IX, 31).
b) En el misterio de Cristo se ha insertado esencialmente el simbolismo “esponsal”, el amor trinitario de Dios se hace entrega de sí al ser humano y de esta forma confiere una profundidad inimaginable anteriormente a la reciprocidad esponsal de hombre y mujer. Precisamente este contexto cristológico y esponsal de los sacramentos, y sólo él, explica por qué Cristo llamó como Apóstoles sólo hombres y únicamente a ellos transmitió el mandato de administrar los sacramentos de la Eucaristía y de la Confesión. No se trata en modo alguno de una concesión a presuntos o reales condicionamientos de su tiempo; deriva en cambio de la estructura intrínseca de su mandato. A esta forma cristológica, esponsal fundamental de los sacramentos y por tanto del sacerdocio, la Iglesia está y permanece vinculada. Y es por tanto absurdo unir la cuestión de la dignidad de la mujer al sí o al no al sacerdocio femenino; semejantes tesis descuidan lo que es esencial en el problema. Quien no puede compartir la fe católica en los sacramentos instituidos por Cristo, no debería tampoco querer describir la forma que debería asumir el sacerdocio católico. Resulta por tanto también equivocado reducir la Carta del Papa a la cuestión del sacerdocio de la mujer: el Papa no es en ningún caso un monarca absoluto, cuya voluntad tenga valor de ley Él es la voz de la Tradición; y sólo a partir de ella se funda su autoridad.
c) El sacerdocio es un misterio de servicio con un profundo ligamen simbólico y existencial; su finalidad — más aún la misma “razón de ser” de la Iglesia — es la santidad: su entera estructura jerárquica “está ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo”. En este sentido el Papa alude a una jerarquía en la santidad y vuelve a tomar una idea de Hans Urs von Balthasar, que habla de la dimensión mariana y de la dimensión apostólica-petrina de la Iglesia. Por lo que respecta, sin embargo, a la relación entre estas dos dimensiones, se expresa así la Carta Apostólica citando el Concilio Vaticano II: “En la jerarquía de la santidad precisamente la mujer... es “figura” de la Iglesia” (VII, 27). El Santo Padre concretiza después estas afirmaciones fundamentales a través de una mirada a la posición histórica de la mujer en la Iglesia y a la falange de santas mujeres desde los inicios hasta hoy, las cuales en todo tiempo, con igual derecho e igual honor caminan al lado de los hombres santos y junto con ellos (VII, 27).
Al comienzo he hablado de un doble contexto de la Carta papal: el Año Mariano y el Sínodo de los Obispos. Esta perspectiva esencialmente intereclesial se abre, al final del documento, al panorama de la historia mundial. El Papa se fija en la lucha que hoy se realiza a favor del hombre y su humanidad. Ve descrita en modo arquetípico esta lucha en el Génesis y en el Apocalipsis, en el primero y en el último libro de la Biblia: “...en el paradigma bíblico de la ‘mujer’ se encuadra... la lucha a favor del hombre, de su verdadero bien, de su salvación” (VIII, 30). Concretamente esto significa que en un unilateral progreso material de la humanidad se esconde el peligro de una gradual desaparición de la sensibilidad por el hombre, por lo que es esencialmente humano (VIII, 30). En esta situación necesitamos que aparezca claro el “genio” de la mujer, su sensibilidad por el ser humano, simplemente porque él es hombre (VIII, 30), El Papa fundamenta esta afirmación humanística sobre una base teológica, con la convicción de que Dios ha confiado el ser humano, de un modo específico, a la mujer, ya que su misión particular está en el orden del amor. La mujer guardiana del ser humano, de su humanidad: ésta es la afirmación programática y la apasionada llamada, en la que desemboca este importante documento. A un lector superficial y apresurado la Carta del Papa podría parecer sólo una meditación edificante, bien poco interesante. Quien acepte la fatiga de sumergirse más profundamente en este documento reconocerá en él, además de su riqueza teológica. también un texto de gran calidad humana, portador de un mensaje que nos incumbe a todos.
Card. Joseph RATZINGER.