Martes 28 de septiembre de 2004
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia nos ofrece en la oración colecta y en la oración para después de la comunión una interpretación del ministerio petrino, que aparece también como perfil espiritual de los Papas Pablo VI y Juan Pablo I, en conmemoración de los cuales celebramos esta misa. La colecta dice que los Papas, "en el amor a Cristo, (...) han presidido tu Iglesia"; y la oración después de la comunión pide al Señor que conceda a los Sumos Pontífices, sus siervos, "entrar... en la plena posesión de la verdad, en la que, con valentía apostólica, confirmaron a sus hermanos". El amor y la verdad aparecen así como los dos polos de la misión confiada a los Sucesores de Pedro.
Presidir la Iglesia en el amor a Cristo: ¿cómo no pensar, en el contexto de estas palabras, en la carta de san Ignacio a la Iglesia de Roma, a la que el santo mártir, que vino de Antioquía, primera sede de san Pedro, reconoce la "presidencia en el amor"? Su carta sigue diciendo que la Iglesia de Roma "está en la ley de Cristo"; aquí alude a las palabras de san Pablo en la carta a los Gálatas: "Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo" (Ga 6, 2). Presidir en la caridad es ante todo preceder "en el amor de Cristo". Ahora bien, recordemos que el momento en el que a Pedro se le confiere definitivamente el primado después de la resurrección está relacionado con la pregunta repetida tres veces por el Señor: "Simón de Juan, ¿me amas más que estos?" (Jn 21, 15 ss). Apacentar la grey de Cristo y amar al Señor es la misma cosa. Es el amor de Cristo el que guía a las ovejas por el recto camino y construye la Iglesia. No podemos dejar de pensar en el gran discurso con el que Pablo VI inauguró la segunda sesión del concilio Vaticano II. "Te, Christe, solum novimus", fueron las palabras determinantes de ese sermón. El Papa habló del mosaico de San Pablo extramuros, con la grandiosa figura del Pantocrátor y, postrado a sus pies, el Papa Honorio III, pequeño de estatura y casi insignificante ante la grandeza de Cristo. El Papa continuó: Esta escena se repite con plena realidad aquí, en nuestra asamblea. Esta fue su visión del Concilio, también su visión del primado: todos nosotros a los pies de Cristo, para ser siervos de Cristo, para servir al Evangelio: la esencia del cristianismo es Cristo, no una doctrina, sino una persona, y evangelizar es guiar a la amistad con Cristo, a la comunión de amor con el Señor, que es la verdadera luz de nuestra vida.
Presidir en la caridad significa -repitámoslo- preceder en el amor a Cristo. Pero el amor a Cristo implica el conocimiento de Cristo, la fe, e implica también la participación en el amor de Cristo: ayudarse mutuamente a llevar las cargas, como dice san Pablo. En su esencia íntima el primado no es un ejercicio de poder, sino "llevar las cargas de los demás", es responsabilidad del amor. El amor es precisamente lo contrario de la indiferencia hacia el otro, no puede admitir que en el otro se extinga el amor a Cristo, que se atenúen la amistad y el conocimiento del Señor, que "las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahoguen la Palabra" (Mt 13, 22). Finalmente, el amor a Cristo es amor a los pobres, a los que sufren. Sabemos bien cómo nuestros Papas estaban comprometidos con decisión contra la injusticia, en favor de los derechos de los oprimidos, de aquellos sin poder: el amor a Cristo no es algo individualista, sólo espiritual; concierne a la carne, concierne al mundo y debe transformar el mundo.
Por último, presidir en la caridad concierne a la Eucaristía, que es la presencia real del amor encarnado, presencia del cuerpo de Cristo ofrecido por nosotros. La Eucaristía crea la Iglesia, crea esta gran red de comunión que es el Cuerpo de Cristo, y así crea la caridad. Con este espíritu celebramos unidos a los vivos y a los difuntos la santa misa, el sacrificio de Cristo, del que brota el don de la caridad.
El amor sería ciego sin la verdad. Por eso, quien debe preceder en el amor recibe la promesa del Señor: "Simón, Simón, he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca" (Lc 22, 32). El Señor ve que Satanás trata de "cribaros como trigo" (Lc 22, 31). Mientras que esta prueba atañe a todos los discípulos, Cristo ruega de modo especial "por ti", por la fe de Pedro, y en esta oración se basa la misión "confirma a tus hermanos". La fe de Pedro no viene de sus propias fuerzas; la indefectibilidad de la fe de Pedro está cimentada en la oración de Jesús, el Hijo de Dios: "He rogado por ti, para que tu fe no desfallezca". Esta oración de Jesús es el fundamento seguro de la misión de Pedro por todos los siglos, y la oración después de la comunión puede decir acertamente que los Sumos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo I confirmaron "con valentía apostólica" a sus hermanos. En un tiempo en que vemos cómo Satanás "criba como trigo" a los discípulos de Cristo, la fe imperturbable de los Papas fue visiblemente la roca sobre la cual se apoya la Iglesia.
"Yo sé que está vivo mi Redentor", dice el texto de Job en la primera lectura de esta liturgia, lo dice en un momento de gran prueba; lo dice mientras Dios se esconde y parece ser su adversario. Cubierto por el velo del sufrimiento, sin conocer su nombre y su rostro, Job "sabe" que su Redentor vive, y esta certeza es su gran consuelo en medio de las tinieblas de la prueba. Jesucristo ha quitado el velo que cubría a Job el rostro de Dios. Sí, nuestro Redentor vive, y "todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen", dice san Pablo (2 Co 3, 18). Nuestro Redentor vive; tiene un rostro y un nombre: Jesucristo. Nuestros "ojos lo contemplarán". Los Papas difuntos nos dan esta certeza, y así nos guían "hacia la plena posesión de la verdad", confirmándonos en la fe en nuestro Redentor.
Amén.