MISA DE FUNERAL DE MONS. LUIGI GIUSSANI
HOMILÍA DEL CARD. JOSEPH RATZINGER
Catedral de Milán
Jueves 24 de febrero de 2005
Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:
"Los discípulos se alegraron al ver a Jesús". Estas palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos señalan el centro de la personalidad y de la vida de nuestro querido don Giussani.
Don Giussani creció en una casa -como dijo él mismo- pobre en pan, pero rica en música. Así, desde el inicio, se sintió tocado, más aún, herido por el deseo de la belleza; no se contentaba con una belleza cualquiera, con una belleza trivial. Buscaba la Belleza misma, la Belleza infinita. Así encontró a Cristo, y en Cristo la verdadera belleza, el camino de la vida, la auténtica alegría.
Ya durante su juventud creó, junto con otros jóvenes, una comunidad que se llamaba Studium Christi. Su programa era: no hablar sino de Cristo, porque todo lo demás resultaba una pérdida de tiempo. Naturalmente, supo luego superar la unilateralidad, pero conservó siempre lo fundamental. Sólo Cristo da sentido a todo en nuestra vida. Don Giussani siempre tuvo la mirada de su vida y de su corazón dirigida hacia Cristo. Así, comprendió que el cristianismo no es un sistema intelectual, un conjunto de dogmas, un moralismo; que el cristianismo es un encuentro, una historia de amor, un acontecimiento.
Sin embargo, este enamorarse de Cristo, esta historia de amor, que fue toda su vida, estaba lejos de todo entusiasmo ligero, de todo romanticismo vago. Al ver a Cristo, realmente descubrió que encontrarse con él significa seguirlo. Este encuentro es una senda, un camino; un camino que, como hemos escuchado en el salmo, pasa también por un "valle oscuro". El evangelio nos ha recordado precisamente la última oscuridad del sufrimiento de Cristo, la aparente ausencia de Dios, el eclipse del Sol del mundo. Sabía que seguir es pasar por un "valle oscuro", ir por la senda de la cruz y, sin embargo, vivir en la auténtica alegría.
¿Por qué esto es así? El Señor mismo tradujo este misterio de la cruz, que en realidad es el misterio del amor, con una fórmula en la que se expresa toda la realidad de nuestra vida. Dice el Señor: "El que busca su vida la perderá, y el que pierde su vida la encontrará".
Don Giussani realmente no buscaba para sí la vida, sino que dio su vida; precisamente de este modo encontró la vida, no sólo para sí, sino también para muchos otros. Realizó lo que hemos escuchado en el evangelio: no quería ser un señor, quería servir, era un fiel "servidor del Evangelio", repartió toda la riqueza de su corazón, repartió la riqueza divina del Evangelio, de la que estaba penetrado y, sirviendo así, dando la vida, su vida produjo abundante fruto, como vemos en este momento: se convirtió realmente en padre de muchos y, guiando a las personas no hacia sí, sino hacia Cristo, se ganó los corazones, ayudó a mejorar el mundo, a abrir las puertas del mundo para el cielo.
Esta centralidad de Cristo en su vida le dio también el don del discernimiento, de escrutar con acierto los signos de los tiempos en una época difícil, llena de tentaciones y errores, como sabemos.
Pienso en el año 1968 y los siguientes: un primer grupo de los suyos había ido a Brasil y allí se encontró con la pobreza extrema, con la miseria. ¿Qué se podía hacer? ¿Cómo afrontarla? Y fue grande la tentación de decir: ahora, por el momento, debemos prescindir de Cristo, prescindir de Dios, porque hay necesidades más apremiantes; antes debemos esforzarnos por cambiar las estructuras, las cosas externas; primero debemos mejorar la tierra, luego podremos pensar también en el cielo. Era grande en aquel momento la tentación de transformar el cristianismo en un moralismo, el moralismo en política, de sustituir el creer con el hacer. Porque, ¿qué implica el creer? Se puede decir: en este momento debemos hacer algo. Y, sin embargo, de esta manera, sustituyendo la fe con el moralismo, el creer con el hacer, se cae en particularismos, sobre todo se pierden los criterios y las orientaciones, y al final no se construye, se divide.
Monseñor Giussani, con su fe impertérrita e inquebrantable, supo que, incluso en esa situación, Cristo y el encuentro con él sigue siendo lo fundamental, porque quien no da a Dios, no da casi nada; quien no da a Dios, quien no ayuda a encontrar a Dios en el rostro de Cristo, no construye, sino que destruye, porque hace que la acción humana se pierda en dogmatismos ideológicos y falsos. Don Giussani conservó la centralidad de Cristo y precisamente así ayudó con las obras sociales, con el servicio necesario a la humanidad en este mundo difícil, donde es grandísima y urgente la responsabilidad de los cristianos con respecto a los pobres del mundo.
El que cree debe pasar también por un "valle oscuro", el valle oscuro del discernimiento, al igual que los valles oscuros de la adversidad, la oposición, las contrariedades ideológicas, que llegaban incluso a las amenazas de eliminar a los suyos físicamente para librarse de esta otra voz que no se contentaba con hacer, sino que llevaba un mensaje superior, una luz mayor.
Monseñor Giussani, con la fuerza de la fe, pasó impertérrito por esos valles oscuros y, naturalmente, dada la novedad que llevaba consigo, le resultaba también difícil encontrar su lugar dentro de la Iglesia. El Espíritu Santo, de acuerdo con las necesidades de los tiempos, siempre suscita novedades, que en realidad no son más que la vuelta a los orígenes; por eso, resulta difícil orientarse y encontrar la armonización de todo en la gran comunión de la Iglesia universal. El amor de don Giussani a Cristo era también amor a la Iglesia; así, siempre permaneció como fiel servidor, fiel al Santo Padre, fiel a sus obispos.
Con sus fundaciones también interpretó de nuevo el misterio de la Iglesia.
Comunión y Liberación nos hizo pensar inmediatamente en este descubrimiento propio de la era moderna: la libertad; y nos hace pensar también en las palabras de san Ambrosio: "Ubi fides est libertas". El cardenal Biffi nos hizo caer en la cuenta de la coincidencia de estas palabras de san Ambrosio con la fundación de Comunión y Liberación. Al poner así de relieve la libertad como don propio de la fe, también nos dijo que la libertad, para ser una verdadera libertad humana, una libertad en la verdad, necesita la comunión. Una libertad aislada, una libertad sólo para el yo, sería una mentira y destruiría la comunión humana. La libertad, para ser verdadera, y por tanto para ser también eficiente, necesita la comunión, pero no cualquier comunión, sino en definitiva la comunión con la verdad misma, con el amor mismo, con Cristo, con Dios uno y trino. Así se construye una comunidad que crea libertad y da alegría.
La otra fundación, los Memores Domini, nos hace pensar de nuevo en el segundo evangelio de hoy: la memoria que el Señor nos dejó en la sagrada Eucaristía, una memoria que no es sólo recuerdo del pasado, sino memoria que crea presente, memoria en la que él mismo se da a nuestras manos y a nuestros corazones, y así nos hace vivir.
En la última etapa de su vida, don Giussani tuvo que pasar por el valle oscuro de la enfermedad, del dolor, del sufrimiento, pero también en esa situación su mirada se encontraba fija en Jesús. Durante todo ese tiempo de sufrimiento veía a Jesús, y podía gozar, pues estaba presente en él la alegría del Resucitado; también durante la pasión está presente el Resucitado y nos da la verdadera luz y alegría. Sabía que, como dice el salmo, aunque pase por un valle oscuro, "nada temo, porque tú vas conmigo y habitaré en la casa del Señor". Esta era su gran fuerza: saber que "Tú vas conmigo".
Queridos fieles; sobre todo, queridos jóvenes: acojamos con amor este mensaje; no perdamos de vida a Cristo y no olvidemos que sin Dios no se construye nada bueno y que Dios seguirá siendo un enigma si no se le reconoce en el rostro de Cristo.
Ahora, vuestro querido amigo don Giussani ha llegado a la orilla de la Vida y estamos convencidos de que ha encontrado abierta la puerta de la casa del Padre. Estamos convencidos de que ahora se cumplen plenamente estas palabras: "Los discípulos se alegraron al ver a Jesús". Don Giussani se alegra con una alegría que nadie le podrá arrebatar. En este momento queremos dar gracias al Señor por el gran don de este sacerdote, de este fiel servidor del Evangelio, de este padre.
Encomendemos su alma a la bondad de su Señor, nuestro Señor.
Oremos también ahora en particular por la salud de nuestro Santo Padre, internado de nuevo en el hospital. Que el Señor lo acompañe, le dé fuerza y salud.
Y oremos para que el Señor nos ilumine, nos dé la fe que construye el mundo, la fe que nos hace encontrar el camino de la vida, la verdadera alegría.
Amén.