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Entrevista al nuevo prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe,
el arzobispo Gerhard Ludwig Müller

El factor decisivo

Para que resplandezca lo que nos ha sido confiado
superando los choques ideológicos en la Iglesia

 

«La fe se caracteriza por la máxima apertura. Es una relación personal con Dios, que lleva en sí todos los tesoros de la sabiduría. Por esto nuestra razón finita está siempre en movimiento hacia el Dios infinito. Podemos aprender siempre algo nuevo y comprender con profundidad cada vez mayor la riqueza de la Revelación. Jamás podremos agotarla». Así lo afirma el nuevo prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, el arzobispo Gerhard Ludwig Müller, en un largo coloquio con quien escribe y con el director de nuestro periódico. Durante el encuentro en el antiguo palacio del Santo Oficio monseñor Müller ha hablado también de su llegada al dicasterio de la Curia romana, de su determinación de ser sacerdote, del tiempo pasado como profesor de teología y como obispo, de sus repetidas estancias en América Latina. Y ha explicado que aprendió a conocer y apreciar a Joseph Ratzinger desde su Introducción al cristianismo, que ya en 1968 fue un best-seller.

Cuéntenos sus primeras impresiones en el cargo, recién asumido, de prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, en un ambiente que ya conocía bien como miembro durante años de diversos organismos de la Curia romana.

Durante cinco años, como miembro de la Congregación para la doctrina de la fe, he podido participar en las reuniones de los cardenales y de los obispos, admirando el modo de trabajar concienzudo y colegial. Así que las tareas de este dicasterio no me son desconocidas. Por muchos años he formado parte también de la Comisión teológica internacional y he podido colaborar igualmente con otros dicasterios. En conjunto, sin embargo, muchas cosas son para mí nuevas e insólitas. Se requerirá un poco de tiempo antes de que logre orientarme en la compleja estructura de la Curia. Naturalmente para mí es nuevo sobre todo la función de prefecto. Como miembro he profundizado en los documentos preparados por la Congregación y he participado en las consultas. Ahora, en cambio, es necesario desarrollar y guiar la labor de cada día con quien trabaja en el dicasterio, preparando y realizando de manera correcta las decisiones. Estoy agradecido al Santo Padre por haberme otorgado confianza y haberme encomendado esta tarea. Los problemas que se presentan son muy grandes si contemplamos la Iglesia universal, con los muchos desafíos que es necesario afrontar y ante un cierto desaliento que se está difundiendo en algunos ambientes, pero que debemos superar. Tenemos también el problema de grupos —de derecha o de izquierda, como se suele decir— que ocupan mucho de nuestro tiempo y atención. Aquí nace fácilmente el peligro de perder un poco de vista nuestra tarea principal, que es la de anunciar el Evangelio y exponer en modo concreto la doctrina de la Iglesia. Estamos convencidos de que no existe alternativa a la revelación de Dios en Jesucristo. La Revelación responde a los grandes interrogantes de los hombres de todo tiempo. ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Cómo puedo afrontar el sufrimiento? ¿Existe una esperanza que va más allá de la muerte, visto que la vida es breve y difícil? Estamos fundamentalmente convencidos de que la visión secular e inmanentista no basta. No podemos hallar nosotros una respuesta convincente. Por esto la Revelación es un alivio, ya que no tenemos que buscar a toda costa las respuestas. Pero nuestras capacidades son tan grandes que hacen al ser humano capax infiniti. En Cristo el Dios infinito se ha manifestado a nosotros. Cristo es la respuesta a nuestros interrogantes más profundos. Por esto queremos afrontar el futuro con alegría y con fuerza.

Se ha escrito mucho del nuevo prefecto. ¿Desea contar algo de usted, de su familia, de sus estudios, de la decisión de ser sacerdote, de la experiencia de estudioso y profesor de teología, de ser obispo?

Mi padre fue durante casi cuarenta años un sencillo operario de Opel en Rüsselsheim. Nosotros vivíamos cerca, en Mainz-Finthen, una pequeña localidad fundada por los romanos y donde hasta la fecha hay restos de un acueducto construido por ellos. Desde este punto de vista nuestra impronta fundamental es romana. En Maguncia (Mainz) aún se es muy consciente de esta herencia, y estamos orgullosos de ello. Tener un horizonte romano en el corazón de Alemania ha dejado huella. Y cuando se es católico las dos realidades se conectan automáticamente. Mi madre era ama de casa. Estoy agradecido a mis padres por habernos educado de forma normal desde el punto de vista humano, sin exagerar en una u otra dirección. Así, hemos crecido en la fe católica y en su práctica, en el justo equilibrio entre libertad y vínculos, con principios claros. Todavía hoy concuerdo plenamente con mis padres. Después realicé los estudios teológicos gracias a los cuales obtuve una dimensión más profunda de la fe. Para mi decisión de ser sacerdote fue importante haber seguido encontrando sacerdotes que llevaban una vida espiritual ejemplar, con una exigencia intelectual. Desde este punto de vista, para mí nunca hubo contradicciones entre el ser sacerdote y el estudio. Siempre he estado convencido de que la fe católica corresponde a las exigencias intelectuales más elevadas y de que no debemos escondernos. La Iglesia puede enorgullecerse de muchas grandes figuras de la historia de la cultura. Por ello podemos responder con seguridad a los grandes desafíos de las ciencias naturales, de la historia, de la sociología y de la política. La fe se caracteriza por la máxima apertura. Es una relación personal con Dios, que lleva en sí todos los tesoros de la sabiduría. Por ello nuestra razón finita está siempre en movimiento hacia el Dios infinito. Podemos aprender siempre algo nuevo y comprender con profundidad cada vez mayor la riqueza de la Revelación. Jamás podremos agotarla. Como obispo he continuado subrayando a los seminaristas que la identidad de la vocación al sacerdocio tiene necesidad del encuentro con sacerdotes auténticos. La fe inicia con los encuentros personales, a partir de los padres, de los sacerdotes, de los amigos, en la parroquia, en la diócesis, en esa gran familia que es la Iglesia universal. Nunca debe temer la confrontación intelectual; no tenemos una fe ciega, pero la fe no puede ser reducida de modo racionalista. Deseo a todos que tengan una experiencia semejante a la mía: la de identificarse de forma sencilla y sin problemas con la fe católica y practicarla. Es bellísimo.

El Papa Benedicto le ha encomendado el cuidado de sus «Gesammelte Schriften». Dejándole también su apartamento romano, donde el cardenal Ratzinger vivió hasta el cónclave de 2005 y donde se encuentran aún muchos de sus libros. ¿Cómo conoció a Joseph Ratzinger?

Siendo joven estudiante leí su libro Introducción al cristianismo. Se publicó en 1968 y prácticamente lo absorbimos como esponjas. En aquellos años, en efecto, en los seminarios había incertidumbre. En el libro la profesión de fe de la Iglesia se expone de modo convincente, analizada con la ayuda de la razón y explicada con maestría. Se trata de un tema importante que caracteriza toda la obra teológica de Joseph Ratzinger: fides et ratio, fe y razón. Después conocí y aprendí a apreciar a Ratzinger también en persona. En mi empeño como profesor y como obispo fue para mí un apoyo y un punto de referencia claro. Le definiría un amigo paterno, al ser una generación mayor que la mía. Y considero que el motivo de mi llegada a Roma no es ciertamente gravarle con las distintas cuestiones. Mi tarea es aliviarle de parte del trabajo y no presentarle problemas que pueden resolverse ya en nuestro nivel. El Santo Padre tiene la importante misión de anunciar el Evangelio y de confirmar a los hermanos y a las hermanas en la fe. A nosotros nos corresponde tratar los asuntos menos agradables, a fin de que no se le cargue de demasiadas cosas, si bien teniéndole siempre informado, naturalmente, de los hechos esenciales.

Poco antes de la conclusión del Concilio, Pablo VI transformó el Santo Oficio en Congregación para la doctrina de la fe. ¿Qué piensa de este cambio y del papel actual del dicasterio?

La Iglesia es ante todo una comunidad de fe y por lo tanto la fe revelada es el bien más importante, que debemos transmitir, anunciar y custodiar. Jesús confió a Pedro y a sus sucesores el magisterio universal, y es a lo que el dicasterio debe servir. Así que la Congregación para la doctrina de la fe tiene la responsabilidad de aquello que interesa a toda la Iglesia en profundidad: la fe que nos conduce a la salvación y a la comunión con Dios y entre nosotros. Pienso que el aspecto más importante de la transformación del dicasterio no se refirió a la relación con las demás instituciones de la Santa Sede, sino a la orientación principal de su trabajo. El Papa Pablo VI quería que ahí estuviera en primer plano el aspecto positivo: la Congregación debe, ante todo, promover y hacer comprensible la fe, y es éste el factor decisivo. A ello se añade después el hecho de que la fe debe ser defendida contra errores y desvalorizaciones. Justamente en el tiempo presente tenemos necesidad de esperanza y de señales para recomenzar. Si miramos al mundo, sobre todo a nuestros países europeos, que naturalmente son los que conozco mejor, vemos a muchos políticos y economistas que hacen cosas extraordinarias; pero no son los primeros a quienes mirar cuando se trata de transmitir esperanza y confianza. Es aquí donde veo una de las grandes tareas de la Congregación y de la Iglesia en general: debemos redescubrir y hacer que resplandezca de nuevo la fe como potencia positiva, como fuerza de la esperanza y como potencial para superar conflictos y tensiones, y continuar encontrándonos en la profesión común del Dios uno y trino.

Es conocida la preocupación del Papa por el anuncio de la fe. Esta se expresa también en la institución del Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización y en la convocatoria de un «Año de la fe». ¿Cuáles son los proyectos de su dicasterio?

La fe se realiza en la santa misa, en la vida cristiana, en las familias. En realidad no podemos hacer otra cosa que dar un apoyo. Existen ya muchos textos válidos para niños, jóvenes y adultos, además de estudios teológicos y documentos del Magisterio. El próximo Sínodo de los obispos debe dar a los participantes y a toda la Iglesia nuevo impulso a la transmisión de la fe. Considero mi tarea personal alentar a los obispos y a los teólogos en tal sentido. Debemos reforzarnos unos a otros. El Señor mismo dijo a Pedro: confirma a tus hermanos y a tus hermanas. Esto vale en particular para el Papa, pero no sólo. Precisamente para aquellos que anuncian es importante estar en el terreno de la fe, beber en sus fuentes, en la Sagrada Escritura, en los padres de la Iglesia, en los documentos de los concilios y de los Pontífices, en los grandes teólogos y en los escritores espirituales. Donde esto no sucede, todo se queda árido y baldío. En cambio cuando la fe se acepta con alegría y determinación, nace la vida. La Escritura nos propone algunas bellas imágenes: la luz en el candelabro, la sal que da sabor a todo, el Evangelio como levadura en el mundo. Como obispo de una diócesis, como sacerdote que atiende almas, se mira el rostro de las personas. Se ve concretamente su situación de vida. No se les puede anunciar el Evangelio si no se las ama y si no se ve que cada una de ellas es un misterio, imagen y semejanza de Dios. Es necesario seguir repitiéndose que Cristo murió en la cruz por todos nosotros. Somos conscientes de que nuestra vocación es la de ser amigos de Dios y descubrir de tal modo a qué esperanza estamos en realidad destinados. Ello hace desaparecer las dudas del corazón. También los ateos o los enemigos de la Iglesia tal vez deberían preguntarse con espíritu de autocrítica si ellos mismos tienen medios de salvación que ofrecer a los hombres de hoy.

Usted tiene muchos contactos con América Latina. ¿Cómo nació esta relación?

He ido con mucha frecuencia a América Latina, a Perú y a otros países. En 1988 fui invitado a participar en un seminario con Gustavo Gutiérrez. Acudí con algunas reservas como teólogo alemán, también porque conocía bien las dos declaraciones de la Congregación para la doctrina de la fe sobre la teología de la liberación, publicadas en 1984 y 1986. Pero pude constatar que hay que distinguir entre una teología de la liberación equivocada y una correcta. Considero que toda buena teología está relacionada con la libertad y la gloria de los hijos de Dios. Ciertamente, en cambio, hay que rechazar una mezcolanza de la doctrina de una auto-redención marxista con la salvación dada por Dios. Por otra parte debemos preguntarnos sinceramente: ¿cómo podemos hablar del amor y de la misericordia de Dios ante los sufrimientos de tantas personas que no tienen alimento, agua ni asistencia sanitaria, que no saben cómo dar un futuro a sus hijos, donde falta verdaderamente la dignidad humana, donde los derechos humanos son ignorados por los poderosos? En último análisis esto es posible sólo si se está también dispuesto a estar con las personas, a aceptarlas como hermanos y hermanas, sin paternalismo desde lo alto. Si nosotros mismos nos consideramos como familia de Dios, entonces podemos contribuir a que estas situaciones indignas del hombre se modifiquen y mejoren. En Europa, tras la segunda guerra mundial y las dictaduras, hemos construido una nueva sociedad democrática también gracias a la doctrina social católica. Como cristianos tenemos que subrayar que es por el cristianismo que los valores de justicia, solidaridad y dignidad de la persona se han introducido en nuestras Constituciones. Yo mismo vengo de Maguncia. Allí, a principios del siglo XIX hubo un gran obispo, el barón Wilhelm Emmanuel von Ketteler, que se sitúa en el comienzo de la doctrina y de las encíclicas sociales. Un niño católico de Maguncia tiene la pasión social en la sangre, y yo estoy orgulloso de ello. Ciertamente este ha sido el horizonte desde el que llegué a los países de América Latina. Durante quince años siempre he pasado allí dos o tres meses al año, viviendo en condiciones muy sencillas. Al principio, para un ciudadano de Europa central, esto implica un gran esfuerzo. Pero cuando se aprende a conocer a la gente en persona y se ve cómo vive, entonces se puede aceptar. Fui también a Sudáfrica con nuestros Domspatzen, el famoso coro que el hermano del Papa dirigió treinta años. Pude pronunciar conferencias en diversos seminarios y universidades, no sólo en América Latina, sino también en Europa y en América del norte. Y lo que he podido experimentar es que estás en casa en todo lugar; donde hay un altar, Cristo está presente; dondequiera que estés, formas parte de la gran familia de Dios.

¿Qué opina de las discusiones con los lefebvrianos y con las religiosas estadounidenses?

Para el futuro de la Iglesia es importante superar los choques ideológicos procedan de donde procedan. Existe una única revelación de Dios en Jesucristo que ha sido confiada a toda la Iglesia. Por esto no hay negociaciones sobre la Palabra de Dios ni se puede creer y al mismo tiempo no creer. No se pueden pronunciar los tres votos religiosos y después no tomárselos en serio. No puedo hacer referencia a la tradición de la Iglesia y después aceptarla sólo en algunas de sus partes. El camino de la Iglesia lleva adelante y todos están invitados a no cerrarse en un modo de pensar auto-referencial, sino a aceptar la vida plena y la fe plena de la Iglesia. Para la Iglesia católica es del todo evidente que el hombre y la mujer tienen el mismo valor: ya lo dice el relato de la creación y lo confirma el orden de la salvación. El ser humano no tiene necesidad de emanciparse, o sea, de crearse o de inventarse por sí mismo. Ya es emancipado y liberado a través de la gracia de Dios. Muchas declaraciones respecto a la admisión de las mujeres al sacramento del Orden ignoran un aspecto importante del ministerio sacerdotal. Ser sacerdote no significa crearse una posición. No se puede considerar el ministerio sacerdotal como una especie de posición de poder terreno y pensar que la emancipación existe sólo cuando todos pueden ocuparla. La fe católica sabe que no somos nosotros quienes dictamos las condiciones para la admisión al ministerio sacerdotal y que detrás de ser sacerdote están siempre la voluntad y la llamada de Cristo. Invito a renunciar a las polémicas y a la ideología y a sumergirse en la doctrina de la Iglesia. Precisamente en América las religiosas y los religiosos han hecho cosas extraordinarias para la Iglesia, para la educación y la formación de los jóvenes. Cristo necesita de jóvenes que prosigan este camino y se identifiquen con la propia elección fundamental. El concilio Vaticano II afirmó cosas maravillosas para la renovación de la vida religiosa, así como sobre la vocación común a la santidad. Es importante reforzar la confianza recíproca más que actuar los unos contra los otros.

Aparte de Merry del Val de 1914 a 1930, el dicasterio siempre lo han guiado italianos. Después de 1968 han sido nombrados prefectos Šeper, Ratzinger, Levada y ahora usted. ¿Qué manifiesta esta nueva tendencia?

Antes no existía la posibilidad de viajes frecuentes, por lo que las personas de la Curia procedían de las cercanías de Roma o de Italia. Hoy los medios técnicos modernos nos ayudan a vivir de forma más concreta la catolicidad de la Iglesia. Pero dado que el primado del Papa está vinculado a la Iglesia de Roma, es obvio que en la Curia haya todavía muchos italianos. La internacionalización tiene que ver, en cualquier caso, con la catolicidad de la Iglesia. Ya en tiempos del Imperio, en Roma había muchos cristianos y hasta Papas originarios de otros lugares, por ejemplo de Oriente. Actualmente, como entonces, en la Iglesia somos miembros de una única familia y debemos, por así decirlo, ser el motor del progreso auténtico de la humanidad. Ninguna otra organización, de hecho, tiene esta dimensión internacional que abraza a la humanidad y se empeña tanto por la unidad de las personas y de los pueblos. En todo lugar donde celebramos la Eucaristía, compartimos la parte más íntima de nuestra convicción y tenemos la misma comunión de vida con Cristo, aunque la cultura y la lengua sean diversas. Sentimos inmediatamente que somos una sola cosa, que somos miembros de un solo cuerpo y que construimos juntos el templo de Dios. Es en cierto modo el proseguimiento de la experiencia de Pentecostés: provenimos de todos los países y podemos alabar a Dios todos juntos, podemos escuchar en nuestra lengua la única Palabra de Dios. El Espíritu Santo nos habla en la lengua del amor, que nos une a todos en Dios, nuestro Padre.

(Astrid Haas)

 

(L’Osservatore Romano, edición en legua española, 29 de julio de 2012, págs. 3. 12)

 

 

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