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  DISCURSO DEL DECANO
DEL CUERPO DIPLOMÁTICO ANTE LA SANTA SEDE,
SR.
LUIS AMADO BLANCO, EMBAJADOR DE CUBA*

Sabado 12 de enero de 1974

 

Santidad:

Todo ser consciente al despertar cada mañana, con los ojos aún húmedos de sueño, se pregunta con una mordiente inquietud lo mismo en el pensamiento que en el corazón: Quo vadis? ¿Adonde vas?

Cada despertar del hombre es un enfrentamiento con el ayer, dejado la víspera debajo de la almohada, y con el inmediato presente que se dibuja ante nosotros como una incógnita inaplazable.

La realidad de cada día, como la vida misma, está construida de nuestro pasado en conjunción con nuestro presente y así, mientras enhebramos el uno con el otro en el inicio de la nueva marcha, nos hacemos inquietos aquella pregunta que Pedro le hizo a su Maestro a la salida de Roma; cuestión sicológica que cada persona lleva consigo palpitándole inquieta en la proyección de sus pensamientos tumultuosos: Quo vadis?

Sin duda esta mañana la agudeza de la pregunta no resultaba tan hiriente. Cada uno de nosotros, Embajadores ante la Santa Sede, sabia que se preparaba para encontrarse nada menos que con Su Santidad en esta reunión siempre memorable, dentro del ámbito solemne de este salón histórico y, por lo tanto, presentía el alto simbolismo de esta ceremonia.

Cada año, Santidad, lo vemos batallar sin descanso por una paz justa, por el reinado de una amorosa cordialidad entre todos los humanos, sean los que fueren, llámense como se llamen, vengan de donde vengan, y por eso el encuentro de esta mañana singular es menos inquietante, menos dramático, mucho más placentero. Hombres incluso de diversas creencias, sentimos todos a la par y por encima de esta circunstancia que formamos parte de un propósito superior que nos une como si fuéramos todos los semejantes.

Es decir, la vida, y las obras de Su Santidad, la heredad maravillosa que le sostiene y le circunda, nos unifican en el valor de su ejemplaridad, en la fortaleza de sus largas y profundas luchas. Le sentimos sufrir y gozar en el fragor de la constante batalla, en favor de los pueblos, y como sin querer, de tanto quererlo, nos confundimos con los altos intereses que representáis en esta, hora del mundo.

Aquel quo vadis, homo? ya no es en este mismo minuto una pregunta, cerrada, sino una pregunta abierta, puerta de un camino qué nos place recorrer guiados por tan altos designios.

En todos los sectores en que se ha desenvuelto egregiamente la labor de Su Santidad, su acción ha estado sobre los intereses particulares predicando una constante solución pacífica: el planteamiento de una posición justa en espera de una aurora de paz; la salutación reconfortante y esperanzadora de los diálogos iniciales; la demanda grave y austera de que estos encuentros arriben a acuerdos estables que sean productos de la fuerza, sino de la justicia y de la fraternidad.

Este tema de la paz en la justicia ha sido subrayado con vigor por Vuestra Santidad en su Carta, el 10 de diciembre último, en ocasión del XXV aniversario de la Declaración de los Derechos del Hombre, y en patético Mensaje, invitando a la declaración de la Jornada de la Paz 1974. Sin descanso ha lanzado la misma apelación optimista y exigente: «La paz es posible, ella depende de ustedes».

El mundo entero sabe ya casi desde el inicio de su pontificado que uno de los elementos definidores de su caracterología es la tenacidad, la perseverancia, el infatigable persistir sobre los sacrosantos designios que os animan, y así, después del anuncio del próximo Año Santo que nos espera, cada miércoles, desde la Sala de las Audiencias generales, su voz, Santidad, se expande por la tierra entera para explicar, ampliar, precisar lo que debe ser esa asamblea singularísima que es posible definir como una política estructural para la encrucijada de nuestro tiempo. 1974 no será aún el año de la gran asamblea de los peregrinos en la Ciudad Santa, pero si una acción dirigida en cada Iglesia local, y por lo tanto en la diócesis del Papa, es decir, en Roma.

Cuando en el mes de febrero del año de gracia de 1300 el Papa Bonifacio VIII se decidió a proclamar el primer Año Santo de la historia, el mundo resultaba una vasta superficie ancha y ajena, plena de incógnitas misteriosas. América era aún una hipótesis científica, y la humanidad sentía algo así como el pánico sicológico del nacimiento de un nuevo siglo. Como Su Santidad ha expresado con profundidad impresionante, el Año Santo «debe ser fundamentalmente la social rectificación del destino de las gentes»; «una dinámica de la reconciliación»; «una búsqueda urgente de la justicia». Es decir: en este exigente proyecto que supone el Año Santo, en esta, vastísima proyección humana que integran sus anhelos máximos y mínimos, nosotros, los Embajadores ante la Santa Sede, que tenemos el gran honor de vivir cerca de sus titánicos esfuerzos, debemos considerar el Año Santo no como una deferencia a sus ceremonias y manifestaciones oficiales, sino en toda su amplitud de grandeza y servidumbre, fieles a sus dilatados alcances.

Será incluso un formidable sosiego no tener que escuchar cada mañana la voz que nos interroga sobre la inmediatez de nuestro destino en la bruma de nuestro despertar. Quo vadis, homo? ¿A dónde vas?

Será un salir victorioso de nuestro egoísmo, para dejar espacio a nuestros hermanos. Será un encuentro con el «nosotros» en vez de con el «yo» de nuestro individualismo. Que así sea.


*L' Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n°3 p.2.

 

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