BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 19 de mayo de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy deseo recorrer junto con vosotros las varias etapas del viaje apostólico a Portugal que realicé en los días pasados, movido especialmente por un sentimiento de agradecimiento hacia la Virgen María, que en Fátima ha transmitido a sus videntes y a los peregrinos un intenso amor al Sucesor de Pedro. Doy gracias a Dios que me ha dado la posibilidad de rendir homenaje a ese pueblo, a su larga y gloriosa historia de fe y de testimonio cristiano. Por tanto, como os había pedido que acompañarais con la oración mi visita pastoral, ahora os pido que os unáis a mí para dar gracias al Señor por su feliz desarrollo y su conclusión. A él confío los frutos que ha dado y dará a la comunidad eclesial portuguesa y a toda la población. Renuevo la expresión de mi vivo agradecimiento al presidente de la República, Aníbal Cavaco Silva, y a las demás autoridades del Estado, que me acogieron con tanta amabilidad y predispusieron cada detalle para que todo pudiera realizarse del mejor modo posible. Con intenso afecto recuerdo a los hermanos obispos de las diócesis portuguesas, que tuve la alegría de abrazar en su tierra y les agradezco fraternalmente todo lo que hicieron para la preparación espiritual y organizativa de mi visita, y por el notable compromiso que supuso su realización. Dirijo un saludo especial al patriarca de Lisboa, el cardenal José da Cruz Policarpo, a los obispos de Leiría-Fátima, monseñor Antonio Augusto dos Santos Marto, y de Oporto, monseñor Manuel Macario do Nascimento Clemente, y a los respectivos colaboradores, así como a los diversos organismos de la Conferencia episcopal encabezada por el obispo monseñor Jorge Ortiga.
A lo largo de todo el viaje, realizado con ocasión del décimo aniversario de la beatificación de los pastorcillos Jacinta y Francisco, me sentí espiritualmente sostenido por mi amado predecesor, el venerable Juan Pablo II, que visitó Fátima tres veces, agradeciendo la «mano invisible» que lo libró de la muerte en el atentado del 13 de mayo, aquí en esta plaza de San Pedro. La noche de mi llegada celebré la santa misa en Lisboa, en el escenario encantador del Terreiro do Paço, ante el río Tajo. Fue una asamblea litúrgica de fiesta y de esperanza, animada por la participación jovial de numerosísimos fieles. En la capital, desde donde partieron tantos misioneros a lo largo de los siglos para llevar el Evangelio a varios continentes, alenté a los distintos componentes de la Iglesia local a una vigorosa acción evangelizadora en los diferentes ámbitos de la sociedad, para ser sembradores de esperanza en un mundo marcado con frecuencia por la desconfianza. En particular, exhorté a los creyentes a hacerse anunciadores de la muerte y resurrección de Cristo, corazón del cristianismo, eje y soporte de nuestra fe y motivo de nuestra alegría. También manifesté estos sentimientos durante el encuentro con los representantes del mundo de la cultura, que tuvo lugar en el Centro cultural de Belém. En esa circunstancia puse de relieve el patrimonio de valores con los que el cristianismo ha enriquecido la cultura, el arte y la tradición del pueblo portugués. En esta noble tierra, como en cualquier otro país marcado profundamente por el cristianismo, es posible construir un futuro de entendimiento fraterno y de colaboración con las demás instancias culturales, abriéndose recíprocamente a un diálogo sincero y respetuoso.
Después me dirigí a Fátima, pequeña ciudad caracterizada por un clima de real misticismo, en la que se nota de manera casi palpable la presencia de la Virgen. Me hice peregrino con los peregrinos en aquel admirable santuario, corazón espiritual de Portugal y meta de una multitud de personas procedentes de los lugares más diversos de la tierra. Después de haberme detenido en orante y conmovido recogimiento en la pequeña capilla de las Apariciones en la Cova da Iria, presentando al Corazón de la Virgen santísima las alegrías y los anhelos, así como los problemas y los sufrimientos del mundo entero, en la iglesia de la Santísima Trinidad tuve la alegría de presidir la celebración de las Vísperas de la Bienaventurada Virgen María. Dentro de este templo, grande y moderno, manifesté mi vivo aprecio a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los diáconos y a los seminaristas que acudieron de todas las partes de Portugal, agradeciéndoles su testimonio a menudo silencioso y no siempre fácil, y su fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. En este Año sacerdotal, que se acerca a su fin, he alentado a los sacerdotes a dar prioridad a la escucha religiosa de la Palabra de Dios, al conocimiento íntimo de Cristo, a la intensa celebración de la Eucaristía, mirando el luminoso ejemplo del santo cura de Ars. Encomendé y consagré a los sacerdotes de todo el mundo al Corazón Inmaculado de María, verdadero modelo de discípula del Señor.
Por la noche, con miles de personas que se dieron cita en la gran explanada delante del santuario, participé en la sugestiva procesión de las antorchas. Fue una estupenda manifestación de fe en Dios y de devoción a su Madre, nuestra Madre, expresadas con el rezo del santo rosario. Esta oración, tan arraigada en el pueblo cristiano, encontró en Fátima un centro propulsor para toda la Iglesia y el mundo. La «Blanca Señora», en la aparición del 13 de junio, dijo a los tres pastorcillos: «Quiero que recéis el rosario todos los días». Podríamos decir que Fátima y el rosario son casi un sinónimo.
Mi visita a ese lugar tan especial alcanzó su culmen en la celebración eucarística del 13 de mayo, aniversario de la primera aparición de la Virgen a Francisco, Jacinta y Lucía. Evocando las palabras del profeta Isaías, invité a esa inmensa asamblea reunida con gran amor y devoción a los pies de la Virgen a alegrarse plenamente en el Señor (cf. Is 61, 10) porque su amor misericordioso, que acompaña nuestra peregrinación en esta tierra, es la fuente de nuestra gran esperanza. Y precisamente de esperanza está cargado el mensaje comprometedor y al mismo tiempo consolador que la Virgen dejó en Fátima. Es un mensaje centrado en la oración, en la penitencia y en la conversión, que se proyecta más allá de las amenazas, los peligros y los horrores de la historia, para invitar al hombre a tener confianza en la acción de Dios, a cultivar la gran Esperanza, a experimentar la gracia del Señor para enamorarse de él, fuente del amor y de la paz.
En esta perspectiva, fue significativa la importante cita con las organizaciones de la pastoral social, a las que indiqué el estilo del buen samaritano para salir al encuentro de las necesidades de los hermanos más necesitados y para servir a Cristo, promoviendo el bien común. Muchos jóvenes aprenden la importancia de la gratuidad precisamente en Fátima, que es una escuela de fe y de esperanza, porque es también escuela de caridad y de servicio a los hermanos. En este contexto de fe y de oración tuvo lugar el importante y fraterno encuentro con el Episcopado portugués, como conclusión de mi visita a Fátima: fue un momento de intensa comunión espiritual, en el que juntos agradecimos al Señor la fidelidad de la Iglesia que está en Portugal y encomendamos a la Virgen los anhelos y las preocupaciones pastorales comunes. De esas esperanzas y perspectivas pastorales hice mención también durante la santa misa celebrada en la histórica y simbólica ciudad de Oporto, la «Ciudad de la Virgen», última etapa de mi peregrinación a la tierra lusitana. A la gran multitud de fieles reunida en la Avenida dos Aliados recordé el compromiso de testimoniar el Evangelio en todos los ambientes, ofreciendo al mundo a Cristo resucitado, a fin de que cada situación de dificultad, de sufrimiento o de miedo se transforme, mediante el Espíritu Santo, en ocasión de crecimiento y de vida.
Queridos hermanos y hermanas, la peregrinación a Portugal fue para mí una experiencia conmovedora y llena de numerosos dones espirituales. En mi mente y en mi corazón han quedado grabadas las imágenes de este viaje inolvidable, la acogida calurosa y espontánea, el entusiasmo de la gente; y alabo al Señor porque María, al aparecerse a los tres pastorcillos, abrió en el mundo un espacio privilegiado para encontrar la misericordia divina que cura y salva. En Fátima, la Virgen santísima invita a todos a considerar la tierra como lugar de nuestra peregrinación hacia la patria definitiva, que es el cielo. En realidad, todos somos peregrinos, necesitamos a la Madre que nos guía. «Contigo caminamos en la esperanza. Sabiduría y misión» es el lema de mi viaje apostólico a Portugal, y en Fátima la santísima Virgen María nos invita a caminar con gran esperanza, dejándonos guiar por la «sabiduría de lo alto», que se manifestó en Jesús, la sabiduría del amor, para llevar al mundo la luz y la alegría de Cristo. Por tanto, os invito a uniros a mi oración, pidiendo al Señor que bendiga los esfuerzos de cuantos, en esa amada nación, se dedican al servicio del Evangelio y a la búsqueda del verdadero bien del hombre, de todo hombre. Roguemos también para que, por intercesión de María santísima, el Espíritu Santo haga fecundo este viaje apostólico, y anime en todo el mundo la misión de la Iglesia, instituida por Cristo para anunciar a todos los pueblos el Evangelio de la verdad, de la paz y del amor.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo de militares españoles, peregrinos del camino de Santiago, acompañados por el arzobispo castrense, monseñor Juan del Río, así como a los demás grupos venidos de España, Chile, México y otros países latinoamericanos. Queridos todos, acojamos la invitación de Nuestra Señora a dejarnos guiar por la sabiduría divina, manifestada en Jesús. Muchas gracias.
(A los jóvenes, los enfermos y los recién casados)
Estamos en la novena de Pentecostés y os invito, queridos jóvenes, a ser dóciles a la acción del Espíritu Santo, donado a los creyentes en los sacramentos del Bautismo y la Confirmación. Os exhorto, queridos enfermos, a acoger el Espíritu Consolador, para que os asista en las dificultades y os ayude a transformar el sufrimiento en ofrenda grata a Dios por el bien de los hermanos. Y a vosotros, queridos recién casados, os deseo que el fuego del Espíritu, que es el amor mismo de Dios, alimente siempre la vida de vuestra familia.
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