VISITA PASTORAL A SANTA MARÍA DE LEUCA Y BRINDISI
MISA EN EL SANTUARIO DE SANTA MARÍA "DE FINIBUS TERRAE"
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Santa María de Leuca
Sábado 14 de junio de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Mi visita a Puglia —la segunda, después del Congreso eucarístico de Bari— comienza como peregrinación mariana, en este borde extremo de Italia y de Europa, en el santuario de Santa María de finibus terrae. Con gran alegría os saludo afectuosamente a todos. Doy gracias con afecto al obispo, mons. Vito De Grisantis, por haberme invitado y por la cordial acogida. Saludo a los demás obispos de la región, en particular al arzobispo metropolitano de Lecce, mons. Cosmo Francesco Ruppi, así como a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas y a todos los fieles. También saludo con gratitud al ministro Raffaele Fitto, en representación del Gobierno italiano, y a las diversas autoridades civiles y militares presentes.
En este lugar de tanta importancia histórica para el culto de la santísima Virgen María, he querido que la liturgia estuviera dedicada a ella, Estrella del mar y Estrella de esperanza. "Ave maris stella, Dei Mater alma, atque semper virgo, felix caeli porta!". Las palabras de este antiguo himno son un saludo que recuerda de algún modo el del ángel en Nazaret. Todos los títulos marianos son como joyas y flores que han brotado del primer nombre con el que el mensajero celestial se dirigió a la Virgen: "Alégrate, llena de gracia" (Lc 1, 28).
Lo hemos escuchado en el evangelio según san Lucas, muy apropiado porque este santuario —como lo atestigua la lápida situada sobre la puerta central del atrio— está dedicado a la Virgen santísima de la Anunciación. Cuando Dios llamó a María "llena de gracia", se encendió para el género humano la esperanza de salvación: una hija de nuestro pueblo encontró gracia a los ojos del Señor, que la escogió para ser Madre del Redentor. En la sencillez de la casa de María, en una pobre aldea de Galilea, comenzó a realizarse la solemne profecía de la salvación: "Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras tú acechas su calcañar" (Gn 3, 15).
Por eso, el pueblo cristiano ha hecho suyo el cántico de alabanza que los judíos elevaron a Judit y que nosotros acabamos de rezar como salmo responsorial: "¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo, más que todas las mujeres de la tierra!" (Jdt 13, 18). Sin violencia, pero con la dócil valentía de su "sí", la Virgen nos ha librado no de un enemigo terreno, sino del antiguo adversario, dando un cuerpo humano a Aquel que le aplastaría la cabeza una vez para siempre.
Precisamente por eso, en el mar de la vida y de la historia, María resplandece como Estrella de esperanza. No brilla con luz propia, sino que refleja la de Cristo, Sol que apareció en el horizonte de la humanidad; de este modo, siguiendo la Estrella de María, podemos orientarnos durante el viaje y mantener la ruta hacia Cristo, especialmente en los momentos oscuros y tempestuosos.
El apóstol Pedro conoció bien esta experiencia, pues la vivió personalmente. Una noche, mientras con los demás discípulos estaba atravesando el lago de Galilea, se vio sorprendido por una tempestad. Su barca, a merced de las olas, ya no lograba avanzar. Jesús se acercó en ese momento caminando sobre las aguas, e invitó a Pedro a bajar de la barca y a caminar hacia él. Pedro dio algunos pasos entre las olas, pero luego comenzó a hundirse y entonces gritó: "Señor, ¡sálvame!" (cf. Mt 14, 24-33).
Este episodio fue un signo de la prueba que Pedro debía afrontar en el momento de la pasión de Jesús. Cuando el Señor fue arrestado, tuvo miedo y lo negó tres veces. Fue vencido por la tempestad. Pero cuando su mirada se cruzó con la de Cristo, la misericordia de Dios lo volvió a asir y, haciéndole derramar lágrimas, lo levantó de su caída.
He querido evocar la historia de san Pedro, porque sé que este lugar y toda vuestra Iglesia están particularmente vinculados al Príncipe de los Apóstoles. Como recordó al inicio el obispo, según la tradición, a él se remonta el primer anuncio del Evangelio en esta tierra. El Pescador, "pescado" por Jesús, echó las redes también aquí, y nosotros hoy damos gracias por haber sido objeto de esta "pesca milagrosa", que dura ya dos mil años, una pesca que, como escribe precisamente san Pedro, "nos ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (de Dios)" (1 P 2, 9).
Para convertirse en pescadores con Cristo es necesario antes ser "pescados" por él. San Pedro es testigo de esta realidad, al igual que san Pablo, gran convertido, de cuyo nacimiento dentro de pocos días inauguraremos el bimilenario. Como Sucesor de san Pedro y obispo de la Iglesia fundada sobre la sangre de estos dos eminentes Apóstoles, he venido a confirmaros en la fe en Jesucristo, único Salvador del hombre y del mundo.
La fe de san Pedro y la fe de María se unen en este santuario. Aquí se puede constatar el doble principio de la experiencia cristiana: el mariano y el petrino. Ambos, juntos, os ayudarán, queridos hermanos y hermanas, a "recomenzar desde Cristo", a renovar vuestra fe, para que responda a las exigencias de nuestro tiempo. María os enseña a permanecer siempre a la escucha del Señor en el silencio de la oración, a acoger con disponibilidad generosa su palabra con el profundo deseo de entregaros vosotros mismos a Dios, de entregarle vuestra vida concreta, para que su Verbo eterno, con la fuerza del Espíritu Santo, pueda "encarnarse" también hoy en nuestra historia.
María os ayudará a seguir a Jesús con fidelidad, a uniros a él en la ofrenda del sacrificio, a llevar en el corazón la alegría de su resurrección y a vivir con constante docilidad al Espíritu de Pentecostés. De modo complementario, también san Pedro os enseñará a sentir y a creer con la Iglesia, firmes en la fe católica; os llevará a gustar y sentir celo por la unidad, por la comunión; a tener la alegría de caminar juntamente con los pastores; y, al mismo tiempo, os comunicará el anhelo de la misión, de compartir el Evangelio con todos, de hacer que llegue hasta los últimos confines de la tierra.
"De finibus terrae": el nombre de este lugar santo es muy hermoso y sugestivo, porque evoca una de las últimas palabras de Jesús a sus discípulos. Situado entre Europa y el Mediterráneo, entre Occidente y Oriente, nos recuerda que la Iglesia no tiene confines, es universal. Y los confines geográficos, culturales y étnicos, como también los confines religiosos, son para la Iglesia una invitación a la evangelización en la perspectiva de la "comunión de las diversidades".
La Iglesia nació en Pentecostés; nació universal; y su vocación es hablar todas las lenguas del mundo. Según la vocación y misión originaria revelada a Abraham, la Iglesia existe para ser una bendición en beneficio de todos los pueblos de la tierra (cf. Gn 12, 1-3); para ser, como dice el concilio ecuménico Vaticano II, signo e instrumento de unidad para todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1).
La Iglesia que está en Puglia posee una marcada vocación a ser puente entre pueblos y culturas. En efecto, esta tierra y este santuario son una "avanzada" en esa dirección, y me ha alegrado mucho constatar, tanto en la carta de vuestro obispo como también hoy en sus palabras, cuán viva es entre vosotros esta sensibilidad y cómo la sentís de modo positivo, con genuino espíritu evangélico.
Queridos amigos, sabemos bien, porque el Señor Jesús fue muy claro al respecto, que la eficacia del testimonio depende de la intensidad del amor. De nada vale proyectarse hasta los confines de la tierra si antes no nos amamos y ayudamos los unos a los otros en el seno de la comunidad cristiana. Por eso, la exhortación del apóstol san Pablo, que hemos escuchado en la segunda lectura (cf. Col 3, 12-17), es fundamental no sólo para vuestra vida de familia eclesial, sino también para vuestro compromiso de animación de la realidad social.
Efectivamente, en un contexto que tiende a fomentar cada vez más el individualismo, el primer servicio de la Iglesia consiste en educar en el sentido social, en la atención al prójimo, en la solidaridad, impulsando a compartir. La Iglesia, dotada como está por su Señor de una carga espiritual que se renueva continuamente, puede ejercer un influjo positivo también en el ámbito social, porque promueve una humanidad renovada y relaciones abiertas y constructivas, respetando y sirviendo en primer lugar a los últimos y a los más débiles.
Aquí, en Salento, como en todo el sur de Italia, las comunidades eclesiales son lugares donde las generaciones jóvenes pueden aprender la esperanza, no como utopía, sino como confianza tenaz en la fuerza del bien. El bien vence y, aunque a veces puede parecer derrotado por el atropello y la astucia, en realidad sigue actuando en el silencio y en la discreción, dando frutos a largo plazo.
Esta es la renovación social cristiana, basada en la transformación de las conciencias, en la formación moral, en la oración; sí, porque la oración da fuerza para creer y luchar por el bien, incluso cuando humanamente se siente la tentación del desaliento y de dar marcha atrás. Las iniciativas que el obispo citó al inicio —la de las religiosas Marcelinas y la de los padres Trinitarios—, y las demás que estáis llevando a cabo en vuestro territorio, son signos elocuentes de este estilo típicamente eclesial de promoción humana y social.
Al mismo tiempo, aprovechando la ocasión de la presencia de las autoridades civiles, me complace recordar que la comunidad cristiana no puede y no quiere nunca suplantar las legítimas y necesarias competencias de las instituciones; más aún, las estimula y las sostiene en sus tareas, y se propone siempre colaborar con ellas para el bien de todos, comenzando por las situaciones más problemáticas y difíciles.
Por último, mi pensamiento vuelve a la Virgen santísima. Desde este santuario de Santa María de finibus terrae deseo dirigirme en peregrinación espiritual a los diversos santuarios marianos de Salento, auténticas joyas engarzadas en esta península lanzada como un puente sobre el mar. La piedad mariana de las poblaciones se formó bajo el admirable influjo de la devoción basiliana a la Theotókos, una devoción cultivada después por los hijos de san Benito, de santo Domingo, de san Francisco, y expresada en hermosísimas iglesias y sencillas ermitas, que es preciso cuidar y conservar como signo de la rica herencia religiosa y civil de vuestro pueblo.
Así pues, nos dirigimos una vez más a ti, Virgen María, que permaneciste intrépida al pie de la cruz de tu Hijo. Tú eres modelo de fe y de esperanza en la fuerza de la verdad y del bien. Con palabras del antiguo himno, te invocamos: "Rompe los lazos de los oprimidos, devuelve la luz a los ciegos, aleja de nosotros todo mal, pide para nosotros todo bien". Y, ensanchando la mirada al horizonte donde el cielo y el mar se unen, queremos encomendarte a los pueblos que se asoman al Mediterráneo y a los del mundo entero, invocando para todos desarrollo y paz: "Danos días de paz, vela sobre nuestro camino, haz que veamos a tu Hijo, llenos de alegría en el cielo". Amén.
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