FUNERAL DEL CARDENAL PIO LAGHI
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Altar de la Cátedra de la basílica de San Pedro
Martes 13 de enero de 2009
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
Recogidos en oración en torno al altar del Señor para la celebración eucarística, a la luz de la fe damos el último saludo terreno al querido cardenal Pio Laghi, a quien el Señor ha llamado junto a sí, al final de días marcados por una grave enfermedad. En su testamento espiritual, redactado el 14 de noviembre del año pasado, había escrito: "Ofrezco mi vida de nuevo a Dios por la Iglesia, por el Santo Padre y por la santificación de mis hermanos en el sacerdocio. Acepto desde ahora la muerte que la divina Providencia me ha reservado: sólo pido que los días de mi sufrimiento, a ser posible, sean breves, sobre todo para no causar demasiadas molestias a quienes me tengan que asistir". Y el Señor, a cuyo servicio se dedicó totalmente, ahora le ha abierto sus brazos de Padre bueno y misericordioso. A la luz de esta esperanza, dirijo mi profundo pésame a cuantos lloran su dolorosa partida: a los familiares, a los amigos y a los que han apreciado sus cualidades humanas y sacerdotales. Me uno especialmente a vuestra oración, queridos hermanos y hermanas que habéis participado en el rito de exequias presidido por el señor cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio cardenalicio.
En el evangelio proclamado durante esta celebración se ha escuchado una vez más el mensaje de las Bienaventuranzas. Lo mismo que un día en aquel monte de Galilea, también hoy el Señor Jesús sigue adoctrinando a sus discípulos con estas enseñanzas siempre válidas, que constituyen como la Magna charta de una vida cristiana auténtica. ¡Ciertamente cuántas veces el querido cardenal Pio Laghi se detuvo a meditar en estas palabras evangélicas y cuántas veces las explicó a los fieles! Con su fuerte carga escatológica sostienen nuestra esperanza en el reino de los cielos, prometido a cuantos se esfuerzan por seguir fielmente el camino del Maestro, asumiendo sus enseñanzas. Dios nos ha creado para él y en él hallamos la felicidad. Conformándonos a su Palabra, nos es posible transformar en fuente de paz y en manantial de gozo incluso las pruebas y sufrimientos que inevitablemente forman parte de nuestra peregrinación terrena. Pidamos al Señor que a este hermano nuestro le haga participe de la bienaventuranza eterna, cuyas primicias pudo pregustar ya aquí en la tierra en la comunión eclesial, y en la construcción de vínculos de paz y concordia entre los pueblos y las naciones, a las que fue enviado como representante pontificio.
Podemos decir que toda la misión sacerdotal del cardenal Pio Laghi se consumó al servicio directo de la Santa Sede; y se inspiró siempre en las palabras que san Pedro dirigió a Jesús, con ocasión de la pesca milagrosa: "Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra echaré las redes. In verbo tuo laxabo rete" (Lc 5, 5). Escogió estas palabras como lema de su ministerio de obispo —como explicó posteriormente— porque cuando el 22 de junio de 1969 recibió la ordenación episcopal, precisamente la liturgia de aquel domingo preveía el relato evangélico de la pesca milagrosa. Su escudo representaba, entre otras cosas, un lago sobre el que se extiende el cielo y se ve un brazo con una red. Era el escudo de su familia, en la que recibió una sólida formación humana y cristiana, y que en su testamento espiritual definió "cristiana, católica, trabajadora y honrada". En ella cultivó el germen de la vocación sacerdotal. Después de los estudios primarios y secundarios en Faenza, en el instituto salesiano de la ciudad, entró en el seminario diocesano para realizar los estudios filosóficos, que prosiguió luego, para los cursos de teología, en Roma, como alumno del Pontificio seminario mayor, hasta ser ordenado sacerdote el 20 de abril de 1946.
Luego fue llamado al servicio de la Santa Sede y, en marzo de 1952, después de haber conseguido los doctorados en teología y en derecho canónico en la Pontificia Universidad Lateranense, comenzó su largo itinerario diplomático y pastoral en las nunciaturas de diversas naciones: de Nicaragua a Washington en Estados Unidos, Delhi en India, volviendo luego durante cinco años a la Secretaría de Estado. Después de haberlo elegido arzobispo titular de Mauriana en mayo de 1969, el Papa lo designó delegado suyo en Jerusalén y en Palestina con el encargo también de pro-nuncio en Chipre y visitador apostólico para Grecia. En abril de 1974 pasó a ser nuncio apostólico en Argentina, donde permaneció hasta diciembre de 1980 cuando fue llamado a asumir la misión de delegado apostólico en Estados Unidos. Fue precisamente durante estos años cuando se establecieron relaciones oficiales entre la Santa Sede y el Gobierno de Washington.
La larga experiencia y conocimiento de la Iglesia impulsó a mi amado predecesor Juan Pablo II a elegirlo como prefecto de la Congregación para la educación católica y a crearlo cardenal en el Consistorio del 28 de junio de 1991, asignándole también desde mayo de 1993, la alta función de patrono de la Soberana Orden de Malta. Es así mismo un deber de gratitud recordar las misiones especiales que le fueron encomendadas a este llorado purpurado: en mayo de 2001 ante Israel y ante la Autoridad Palestina, para entregar un mensaje pontificio autógrafo a fin de animar a las partes a un alto el fuego inmediato y a reanudar el diálogo; dos años más tarde, el 1 de marzo de 2003, fue encargado de ir como enviado especial a Washington para llevar al presidente de Estados Unidos un mensaje pontificio y para ilustrar la postura de la Santa Sede y sus iniciativas emprendidas para contribuir al desarme y a la paz en Oriente Próximo. Misiones delicadas que él trató de cumplir, como siempre, con entrega fiel a Cristo y a su Iglesia. En su testamento espiritual escribió: "He tratado de amar a Cristo y servirlo toda mi vida, si bien a menudo mi fragilidad humana me ha impedido manifestarle siempre de modo edificante, como habría querido, mi amor, fidelidad y total entrega a su voluntad".
Demos gracias a Dios por el don de este hermano y amigo nuestro, y por todo el bien que él, con la ayuda de la gracia divina, realizó en los diferentes ámbitos en los que estuvo llamado a desarrollar su valiosa actividad pastoral y diplomática. Una mención especial merece el celo que puso en la promoción de las vocaciones y en la formación de los sacerdotes. Confiamos que ahora pueda contemplar cara a cara a aquel Jesús que tanto trató de amar y servir en los hermanos (cf. 1 Jn 3, 2). En el momento en que nos despedimos de él, nuestro corazón se anima con la firme esperanza de que, como nos ha recordado la liturgia de hoy, "queda llena de inmortalidad" (cf. Sb 3, 4), la esperanza que iluminó la vida sacerdotal y apostólica del cardenal Pio Laghi y que ahora halla la realización plena y definitiva en la llamada divina a participar en el convite del cielo. Al concluir su testamento espiritual, manifiesta este deseo: "Confío exhalar mi último suspiro con el dulce nombre de María en los labios y el adorable nombre de Jesús, su divino Hijo". Lo acompañamos con afecto fraterno en el paso del tiempo a la eternidad, uniéndonos a él en una oración que le gustaba repetir especialmente: "Jesu, filii Dei et Mariae, miserere mei: Mater mea, Fiducia mea, ora pro me in hora mortis meae. Amen".
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