VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)
CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS OBISPOS DE LA IMBISA
(ASAMBLEA INTERREGIONAL DE OBISPOS DE ÁFRICA DEL SUR)
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Explanada de Cimangola, Luanda
Domingo 22 de marzo de 2009
Señores Cardenales,
Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16). Estas palabras nos colman de gozo y esperanza, pues anhelamos el cumplimiento de las promesas de Dios. Para mí es hoy un motivo de alegría celebrar como Sucesor del Apóstol Pedro esta Misa con vosotros, mis hermanos y hermanas en Cristo, que venís de diversas regiones de Angola, Santo Tomé y Príncipe y de muchos otros Países. Saludo con gran afecto en el Señor a las comunidades católicas de Luanda, Bengo, Cabinda, Benguela, Huambo, Huíla, Kuando Kubango, Kunene, Kwanza Norte, Kwanza Sul, Lunda Norte, Lunda Sul, Malanje, Namibe, Moxico, Uíje y Zaire.
Saludo especialmente a mis Hermanos Obispos, los miembros de la Asociación Interregional de los Obispos del África Austral, reunidos alrededor de este altar del sacrificio del Señor. Agradezco al Presidente de la C.E.A.S.T., Arzobispo Damião Franklin, por sus amables palabras de bienvenida y, en la persona de sus Pastores, saludo a todos los fieles de las naciones de Botswana, Lesotho, Mozambique, Namibia, Sudáfrica, Suazilandia y Zimbabue.
La primera lectura de hoy tiene una resonancia particular para el Pueblo de Dios en Angola. Es un mensaje de esperanza para el Pueblo elegido en la lejanía de su destierro, una invitación a volver a Jerusalén para reconstruir el Templo del Señor. La descripción vibrante de la destrucción y la ruina causada por la guerra refleja la experiencia personal de muchos en este País durante las terribles devastaciones de la guerra civil. Qué verdad es el que la guerra puede destruir «todo lo que tiene valor» (cf. 2 Cr 36,19): familias, comunidades enteras, el fruto de la fatiga de los hombres, las esperanzas que guían y alientan sus vidas y su trabajo. Esta experiencia es demasiado familiar en el conjunto de África: el poder destructivo de la guerra civil, el caer en el torbellino del odio y la venganza, el despilfarro de los esfuerzos de generaciones de gente de bien. Cuando se descuida la Palabra del Señor –una Palabra que tiende a la edificación de las personas, de las comunidades y de toda la familia humana–, y la Ley de Dios es objeto de «burla, desprecio y escarnio» (cf. ibíd., v. 16), el resultado sólo puede ser destrucción e injusticia, deshonra de nuestra común humanidad y traición de nuestra vocación a ser hijos e hijas del Padre misericordioso, hermanos y hermanas de su Hijo predilecto.
Nos confortan, pues, las palabras consoladoras que hemos escuchado en la primera lectura. La llamada a volver y a reconstruir el Templo de Dios tiene un significado particular para todos nosotros. San Pablo, de cuyo nacimiento celebramos este año el bimilenario, nos dice que «somos santuario del Dios vivo» (2 Co 6,16). Como sabemos, Dios habita en el corazón de los que ponen su confianza en Cristo, han renacido en el Bautismo y se han convertido en templo del Espíritu Santo. También ahora, en la unidad del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, Dios nos llama a reconocer en nosotros la fuerza de su presencia, a acoger de nuevo el don de su amor y su perdón, y a convertirnos en mensajeros de este amor misericordioso en nuestras familias y comunidades, en la escuela, el trabajo y en cada sector de la vida social y política.
Aquí en Angola, este domingo ha sido declarado como día de oración y sacrificio por la reconciliación nacional. El Evangelio nos enseña que la reconciliación –una verdadera reconciliación– sólo puede ser fruto de una conversión, de una transformación del corazón, de un nuevo modo de pensar. Nos enseña que sólo la fuerza del amor de Dios puede cambiar nuestros corazones y hacernos triunfar sobre el poder del pecado y la división. Cuando estábamos «muertos por nuestros pecados» (cf. Ef 2,5), su amor y su misericordia nos han ofrecido la reconciliación y la vida nueva en Cristo. Éste es el núcleo de la enseñanza del apóstol Pablo, y es importante para nosotros volver a traer a la memoria que sólo la gracia de Dios puede crear en nosotros un corazón nuevo. Sólo su amor puede cambiar nuestro «corazón de piedra» (Ez 11,19) y hacernos capaces de construir, en lugar de demoler. Sólo Dios puede hacer nuevas todas las cosas.
He venido a África precisamente para predicar este mensaje de perdón, de esperanza y de una vida nueva en Cristo. Hace tres días, en Yaundé, he tenido la alegría de hacer público el Instrumentum laboris de la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, que estará dedicada al tema: La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz. Hoy os pido que recéis, junto con nuestros hermanos y hermanas de toda África, por esta intención: que todo cristiano en este gran Continente sienta el toque saludable del amor misericordioso de Dios, y que la Iglesia en África sea «gracias al testimonio ofrecido por sus hijos e hijas, lugar de auténtica reconciliación» (Ecclesia in Africa, 79).
Queridos amigos, éste es el mensaje que el Papa os dirige a vosotros y a vuestros hijos. Habéis recibido del Espíritu Santo la fuerza de ser los constructores de un porvenir mejor para vuestro querido País. En el Bautismo se os ha dado el Espíritu para ser heraldos del Reino de Dios, reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz (cf. Misal Romano, Jesucristo, Rey del universo, Prefacio). El día de vuestro Bautismo habéis recibido la luz de Cristo. Sed fieles a este don, con la certeza de que el Evangelio puede confirmar, purificar y ennoblecer los profundos valores humanos que hay en vuestra cultura nativa y en vuestras tradiciones: familias unidas, profundo sentido religioso, alegre celebración del don de la vida, estima por la sabiduría de los ancianos y por las aspiraciones de los jóvenes. Y agradeced también la luz de Cristo. Mostrad vuestro reconocimiento a quienes os la han traído: generaciones y generaciones de misioneros que tanto han contribuido y siguen contribuyendo al desarrollo humano y espiritual de este País. Agradeced el testimonio de tantos padres y maestros cristianos, catequistas, sacerdotes, religiosas y religiosos, que han sacrificado su propia vida para transmitiros este precioso tesoro. Asumid el reto que representa este gran patrimonio. Tened presente que la Iglesia en Angola y en toda África, tiene la tarea de ser ante el mundo un signo de esa unidad a la que, a través de la fe en Cristo redentor, está llamada toda la familia humana.
En el Evangelio de hoy hay palabras de Jesús que suscitan una cierta impresión: Él nos dice que ya se ha dictado la sentencia de Dios sobre el mundo (cf. Jn 3,19ss). La luz ha venido al mundo. Pero los hombres han preferido las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Cuántas tinieblas hay en tantas partes del mundo. Las nubes del mal han oscurecido trágicamente también África, incluida esta amada Nación de Angola. Pensemos en el drama de la guerra, en las feroces consecuencias del tribalismo y las rivalidades étnicas, en la codicia que corrompe el corazón del hombre, esclaviza a los pobres y priva a las generaciones futuras de los recursos que necesitan para crear una sociedad más solidaria y más justa, una sociedad real y auténticamente africana en su genio y en sus valores. Y ¿qué decir de ese insidioso espíritu de egoísmo que encierra a las personas en sí mismas, divide las familias y, suplantando los grandes ideales de generosidad y abnegación, lleva inevitablemente al hedonismo, a la evasión en falsas utopías mediante el uso de la droga, a la irresponsabilidad sexual, al debilitamiento de la unión matrimonial, a la destrucción de las familias y la eliminación de vidas humanas inocentes por el aborto?
Sin embargo, la palabra de Dios es una palabra de esperanza sin límites. En efecto, «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único... para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17). Dios nunca nos considera desahuciados. Él sigue invitándonos a levantar los ojos hacia un futuro de esperanza y nos promete la fuerza para conseguirlo. Como dice San Pablo en la segunda lectura de hoy, Dios nos ha creado en Cristo Jesús para vivir una vida justa, una vida en que hagamos buenas obras según su voluntad (cf. Ef 2,10). Nos ha dado sus mandamientos, no como una rémora, sino como un manantial de libertad: libertad para ser hombres y mujeres llenos de sabiduría, maestros de justicia y paz, gente que tiene confianza en los otros y busca su auténtico bien. Dios nos ha creado para vivir en la luz y para ser luz del mundo que nos rodea. Esto es lo que Jesús nos dice en el Evangelio de hoy: «El que realiza la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3,21).
«Vivid, pues, conforme a la verdad». Irradiad la luz de la fe, la esperanza y el amor en vuestras familias y comunidades. Sed testigos de la santa verdad que hace libres a los hombres y las mujeres. Sabéis por una amarga experiencia que, tras la repentina furia destructora del mal, el trabajo de reconstrucción es penosamente lento y duro. Requiere tiempo, esfuerzo y perseverancia: debe comenzar en nuestros corazones, en los pequeños sacrificios cotidianos necesarios para ser fieles a la ley de Dios, en los pequeños gestos mediante los cuales demostramos amar a nuestros prójimos –todos ellos, sin distinción de raza, etnia o lengua– con la disponibilidad de colaborar con ellos para construir juntos sobre fundamentos duraderos. Haced que vuestras parroquias se conviertan en comunidades donde la luz de la verdad de Dios y el poder del amor reconciliador de Cristo no solamente se celebren, sino que también se manifiesten en obras concretas de caridad. No tengáis miedo. Aunque esto signifique ser un «signo de contradicción» (Lc 2,34) frente a actitudes duras y una mentalidad que considera a los otros como instrumentos para usar, en vez de como hermanos y hermanas a los que amar, respetar y ayudar a lo largo del camino de la libertad, la vida y la esperanza.
Permitidme concluir con una palabra dirigida particularmente a los jóvenes de Angola y a todos los jóvenes de África. Queridos jóvenes amigos, vosotros sois la esperanza del futuro de vuestro País, la promesa de un mañana mejor. Comenzad a crecer desde hoy en vuestra amistad con Jesús, que es «el camino, y la verdad, y la vida» (Jn 14,6): una amistad alimentada y profundizada por la oración humilde y perseverante. Buscad su voluntad sobre vosotros, escuchando cotidianamente su palabra y dejando que su ley modele vuestra vida y vuestras relaciones. De este modo os convertiréis en profetas sabios y generosos del amor salvador de Dios; llegaréis a ser evangelizadores de vuestros propios compañeros, llevándolos con vuestro ejemplo personal a que aprecien la belleza y la verdad del Evangelio, y a encaminarse por la esperanza de un futuro plasmado por los valores del Reino de Dios. La Iglesia necesita vuestro testimonio. No tengáis miedo de responder generosamente a la llamada de Dios para servirlo, bien como sacerdotes, religiosas o religiosos, bien como padres cristianos o en tantas otras formas de servicio que la Iglesia os propone.
Queridos hermanos y hermanas, al final de la primera lectura de hoy, Ciro, rey de Persia, inspirado por Dios, ordena al Pueblo elegido que vuelva a su querida Patria y reconstruya el Templo del Señor. Que estas palabras del Señor sean una llamada para todo el Pueblo de Dios en Angola y en toda África del Sur: Levantaos, poneos en camino (cf. 2 Cr 36,23). Mirad al futuro con esperanza, confiad en las promesas de Dios y vivid en su verdad. De este modo construiréis algo destinado a permanecer, y dejaréis a las generaciones futuras una herencia duradera de reconciliación, de justicia y de paz. Amén.
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