CARTA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PRESIDENTE DEL GOBIERNO ITALIANO, SILVIO BERLUSCONI,
CON VISTAS AL G8 DE LOS JEFES DE ESTADO Y DE GOBIERNO
(L'AQUILA 8-10 DE JULIO DE 2009)*
Honorable señor presidente:
Con vistas al próximo G8 de los jefes de Estado y de Gobierno del grupo de los países más industrializados, que tendrá lugar en L'Aquila del 8 al 10 de julio bajo la presidencia italiana, me complace enviarle un cordial saludo a usted y a todos los participantes. Aprovecho de buen grado la ocasión para ofrecer una contribución a la reflexión sobre los temas del encuentro, como he hecho en el pasado. Mis colaboradores me han informado del empeño con el cual el Gobierno que usted tiene el honor de presidir se está preparando para esta importante cita y conozco la atención que ha reservado a las reflexiones que, sobre los temas de la inminente cumbre, han formulado la Santa Sede, la Iglesia católica en Italia y el mundo católico en general, así como representantes de otras religiones.
La participación de jefes de Estado o de Gobierno, no sólo del G8, sino de muchas otras naciones, permitirá que las decisiones que se adopten para hallar vías de solución compartidas sobre los principales problemas que inciden en la economía, la paz y la seguridad internacional, reflejen con mayor fidelidad los puntos de vista y las expectativas de las poblaciones de todos los continentes. Esta participación ampliada a las conversaciones de la próxima cumbre se presenta, por tanto, muy oportuna, teniendo en cuenta los múltiples problemas del mundo actual, altamente interconectado e interdependiente. Mi refiero, en particular, a los desafíos de la actual crisis económico-financiera, así como a los preocupantes datos del fenómeno del cambio climático, que no pueden dejar de impulsar a un prudente discernimiento y a nuevos proyectos para ""convertir" el modelo de desarrollo global" (cf. Benedicto XVI, Ángelus del 12 de noviembre de 2006), haciéndolo capaz de promover, de manera eficaz, un desarrollo humano integral, inspirado en los valores de la solidaridad humana y de la caridad en la verdad. Algunos de estos temas se afrontan en mi tercera encíclica, Caritas in veritate, que se presentará a la prensa precisamente en los próximos días.
En la preparación del gran jubileo del año 2000, por impulso de Juan Pablo II, la Santa Sede prestó gran atención a los trabajos del G8. De hecho, mi venerado predecesor estaba convencido de que la liberación de la carga de la deuda a los países pobres y, más en general, la erradicación de las causas de la pobreza extrema en el mundo dependían de la plena asunción de las responsabilidades solidarias que tienen los Gobiernos y los Estados económicamente más avanzados con respecto a toda la humanidad. Responsabilidades que no han disminuido; es más, hoy se han hecho todavía más apremiantes. En el pasado reciente, en parte gracias al impulso que dio el gran jubileo del año 2000 a la búsqueda de soluciones adecuadas a los problemas relativos a la deuda y a la vulnerabilidad económica de África y de otros países pobres, en parte gracias a los notables cambios en el escenario económico y político mundial, la mayoría de los países menos desarrollados ha podido disfrutar de un período de extraordinario crecimiento que a muchos de ellos les ha permitido esperar en la consecución del objetivo fijado por la comunidad internacional en el umbral del tercer milenio, esto es, derrotar la pobreza extrema a más tardar en 2015.
Lamentablemente, la crisis financiera y económica que afecta a todo el planeta desde inicios de 2008 ha cambiado el panorama, de forma que es real el riesgo no sólo de que se apaguen las esperanzas de salir de la pobreza extrema, sino incluso de que caigan en la miseria también poblaciones que hasta ahora gozaban de un mínimo de bienestar material.
Además la actual crisis económica mundial comporta la amenaza de la cancelación o de la drástica reducción de los planes de ayuda internacional, especialmente a favor de África y de los demás países económicamente menos desarrollados. Por eso, con la misma fuerza con la que Juan Pablo II pidió la condonación de la deuda exterior, también yo deseo hacer un llamamiento a los países miembros del G8, a los demás Estados representados y a los Gobiernos del mundo entero para que la ayuda al desarrollo, sobre todo la que se dirige a "valorar" el "recurso humano", se mantenga y se potencie, no sólo a pesar de la crisis, sino precisamente porque es una de sus principales vías de solución. ¿Acaso no es invirtiendo sobre el hombre, sobre todos los hombres y las mujeres de la Tierra, como se podrá lograr alejar de modo eficaz las preocupantes perspectivas de recesión mundial? ¿No es de verdad este el camino para obtener, en la medida de lo posible, una marcha de la economía en beneficio de los habitantes de todo país, rico y pobre, grande y pequeño?
El tema del acceso a la educación está íntimamente vinculado a la eficacia de la cooperación internacional. Entonces, si es cierto que es preciso "invertir" en los hombres, el objetivo de la educación básica para todos, sin exclusiones, en 2015, no sólo hay que mantenerlo, sino también reforzarlo generosamente. La educación es condición indispensable para el funcionamiento de la democracia, para la lucha contra la corrupción, para el ejercicio de los derechos políticos, económicos y sociales, y para la recuperación efectiva de todos los Estados, pobres y ricos. Y aplicando rectamente el principio de subsidiariedad, la ayuda al desarrollo no puede menos de tener en cuenta la acción educativa capilar que realizan la Iglesia católica y otras confesiones religiosas en las regiones más pobres y abandonadas del mundo.
Asimismo, quiero recordar a los ilustres participantes en el encuentro del G8 que la medida de la eficacia técnica de las disposiciones que haya que adoptar para salir de la crisis coincide con la medida de su valor ético. Por eso, es necesario tener presentes las exigencias concretas humanas y familiares: me refiero, por ejemplo, a la creación efectiva de puestos de trabajo para todos, que permitan a los trabajadores y a las trabajadoras proveer de manera digna a las necesidades de la familia y cumplir la responsabilidad primaria que tienen de educar a los hijos y de ser protagonistas en las comunidades de las que forman parte. "Una sociedad en la que este derecho se niegue sistemáticamente —escribió Juan Pablo II— y las medidas de política económica no permitan a los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social" (Centesimus annus, 43; cf. Laborem exercens, 18).
Precisamente con ese fin, se impone la urgencia de un sistema comercial internacional equitativo, poniendo por obra —y si es necesario yendo más allá— las decisiones adoptadas en Doha en 2001 a favor del desarrollo. Confío en que se empleen todas las energías creativas para cumplir los compromisos asumidos en la Cumbre del milenio de la ONU sobre la eliminación de la pobreza extrema en 2015. Es preciso reformar la arquitectura financiera internacional para asegurar la coordinación eficaz de las políticas nacionales, evitando la especulación crediticia y garantizando una amplia disponibilidad internacional de crédito público y privado al servicio de la producción y del trabajo, especialmente en los países y en las regiones más desfavorecidas.
La legitimación ética de los compromisos políticos del G8 exigirá naturalmente que se confronten con el pensamiento y las necesidades de toda la comunidad internacional. Con este fin, es importante reforzar el multilateralismo, no sólo para las cuestiones económicas, sino también para todo el espectro de los temas relativos a la paz, la seguridad mundial, el desarme, la salud, la conservación del medio ambiente y de los recursos naturales para las generaciones presentes y futuras. La ampliación del G8 a otras regiones constituye sin duda un progreso importante y significativo; sin embargo, en el momento de las negociaciones y de las decisiones concretas y operativas, es necesario tener en atenta consideración todas las instancias, no sólo las de los países más importantes o con un éxito económico más marcado. Sólo esto puede hacer que tales decisiones sean realmente aplicables y sostenibles en el tiempo. Por lo tanto, se debe escuchar la voz de África y de los países económicamente menos desarrollados. Se han de buscar modos eficaces para vincular las decisiones de las diversas agrupaciones de países, incluido el G8, a la Asamblea de las Naciones Unidas, donde cada nación, cualquiera que sea su peso político y económico, puede expresarse legítimamente en una situación de igualdad con las demás.
Por último, deseo añadir que es muy significativa la decisión del Gobierno italiano de acoger el G8 en la ciudad de L'Aquila, decisión aprobada y compartida por los demás Estados miembros e invitados. Todos hemos sido testigos de la generosa solidaridad del pueblo italiano y de otras naciones, de organismos nacionales e internacionales, con las poblaciones de Los Abruzos golpeadas por el terremoto. Esta movilización solidaria podría constituir una invitación para los miembros del G8 y para los gobiernos y pueblos del mundo a afrontar unidos los actuales desafíos que sitúan sin prórroga a la humanidad ante opciones decisivas para el destino mismo del hombre, íntimamente unido al de la creación.
Honorable señor presidente, a la vez que imploro la asistencia de Dios sobre todos los presentes en el próximo G8 de L'Aquila y sobre las iniciativas multilaterales orientadas a resolver la crisis económico-financiera y a garantizar un futuro de paz y de prosperidad para todos los hombres y las mujeres, sin exclusión alguna, aprovecho de buen grado la ocasión para expresarle de nuevo mi estima y, asegurando mi oración, le envío un deferente y cordial saludo.
Vaticano, 1 de julio de 2009
BENEDICTO XVI
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n°28, p.3.
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