ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE ALEMANIA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Domingo 21 de agosto de 2005
Venerables y queridos hermanos en el episcopado:
Ante todo deseo expresar mi gran alegría por tener una vez más la posibilidad de vernos, de estar juntos después de unas jornadas hermosas, aunque duras y, en consecuencia, por tener el gozo de encontrarnos. Aunque yo, de hecho, sea sólo un ex miembro de la Conferencia episcopal alemana, me siento todavía vinculado a todos vosotros en una unión fraterna que no puede desaparecer.
Deseo dar las gracias al cardenal Lehmann por sus palabras cordiales, y confirmarlas con el espíritu de lo que yo mismo dije hoy al final de la celebración eucarística; es decir, expresar una vez más la profunda gratitud que todos sentimos en nuestro corazón. Todos sabemos que el gran trabajo de preparación, las grandes obras que se han realizado, no bastan para hacer posible todo esto, y que, por tanto, debe ser necesariamente un don. Dado que nadie puede crear el entusiasmo de los jóvenes, nadie puede crear durante días esta unión en la fe y en la alegría de la fe. Y hasta el tiempo atmosférico ha sido realmente un don por el que damos gracias al Señor y que interpretamos también como un deber de hacer lo que esté de nuestra parte para que este entusiasmo prosiga y se transforme en una fuerza para la vida de la Iglesia en nuestro país.
Quisiera dar de nuevo las gracias al cardenal Meisner y a sus colaboradores por el gran trabajo de preparación que han llevado a cabo. Deseo, asimismo, agradecer al cardenal Lehmann, a sus colaboradores y a todos vosotros, porque todas las diócesis han cooperado en la realización de este acontecimiento. Toda Alemania ha acogido a los huéspedes, se ha puesto en camino con la Virgen y la cruz, y así ha podido recibir este don. Doy vivamente las gracias por esta estatua que aún necesita un poco de tiempo para alcanzar, por decirlo así, su forma definitiva. Sin embargo, creo que es muy hermoso el hecho de que ahora san Bonifacio estará también en mi casa y así me expresará visiblemente a mí lo que tanto le interesaba, es decir, la unión entre la Iglesia en Alemania y Roma. Como orientó a la Iglesia en Alemania hacia la unidad con el Sucesor de Pedro, también me orienta a mí a la comunión fraterna duradera con los obispos de Alemania, con la Iglesia que está en Alemania.
El Santo Padre Juan Pablo II, genial iniciador de las Jornadas mundiales de la juventud, ―una intuición que considero una inspiración― mostró que ambas partes dan y reciben. No sólo nosotros hemos hecho lo que estaba de nuestra parte del mejor modo posible, sino también los jóvenes, con sus preguntas, con su esperanza, con su alegría en la fe, con su entusiasmo al renovar la Iglesia, nos han dado algo. Damos gracias por esta reciprocidad y esperamos que perdure, es decir, que los jóvenes, con sus preguntas, con su fe y con su alegría en la fe, sigan siendo para nosotros un estímulo a vencer la pusilanimidad y el cansancio, y nos impulsen a indicarles el camino, con la experiencia de la fe que se nos da, con la experiencia del ministerio pastoral, con la gracia del sacramento en que nos encontramos, de forma que su entusiasmo encuentre también un justo orden. Como una fuente debe canalizarse para que pueda aprovecharse su agua, así también este entusiasmo debe ser orientado siempre de nuevo en su forma eclesial.
Aquí en Alemania, y yo en particular como profesor, estamos acostumbrados a ver sobre todo problemas. Sin embargo, creo que deberíamos admitir que todo eso ha sido posible porque en Alemania, a pesar de todos los problemas de la Iglesia, a pesar de todas las cosas discutibles que pueda haber, existe realmente una Iglesia viva, una Iglesia que posee muchos aspectos positivos, en la que tantas personas están dispuestas a comprometerse por su fe y a emplear su tiempo libre, a dar incluso su dinero y algo de sus bienes, sencillamente para contribuir con su propia vida.
Creo que se nos ha hecho patente de nuevo que muchas personas en Alemania, a pesar de todas las dificultades que lamentamos, siguen siendo creyentes, constituyen una Iglesia viva y así hacen posible que un acontecimiento como la Jornada mundial de la juventud tenga su propio contexto, su humus, en el cual crecer y asumir su propia forma.
Creo que deberíamos acordarnos de los numerosos sacerdotes, religiosos y laicos que cumplen fielmente su servicio en situaciones pastorales a menudo difíciles. Y no hace falta que yo subraye la generosidad de los católicos alemanes, conocida realmente en todo el mundo, una generosidad que no es sólo material, pues existen muchos sacerdotes alemanes "Fidei donum".
Lo constato en las visitas "ad limina": incluso en Papúa Nueva Guinea, en las islas Salomón y en zonas en las que no se podría imaginar, trabajan apostólicamente sacerdotes alemanes, que esparcen la semilla de la Palabra, se identifican con las personas y, en este mundo amenazado al que llegan también tantos elementos negativos desde Occidente, infunden así la gran fuerza de la fe y con ella los elementos positivos de lo que se nos da.
Es notable la labor desarrollada por las numerosas organizaciones caritativas: desde Misereor, Adveniat, Missio, o Renovabis hasta las Cáritas diocesanas y parroquiales. También es vasta la acción educativa de las escuelas católicas y de otras instituciones y organizaciones católicas en favor de la juventud. No quisiera dar la impresión de que con estas instituciones se agota lo que se puede decir de positivo; sólo quería aludir a ellas para que no se olviden estos aspectos y nos infundan siempre valentía y alegría.
Además de los aspectos positivos, que es importante no olvidar y por los que es preciso dar gracias siempre, debemos admitir también que, lamentablemente, en el rostro de la Iglesia universal, y también en el de la Iglesia que está en Alemania, no faltan arrugas, sombras que ofuscan su esplendor. Debemos tenerlas también presentes, por amor y con amor, en este momento de fiesta y de agradecimiento. Sabemos que siguen progresando el secularismo y la descristianización, que crece el relativismo. Cada vez es menor el influjo de la ética y la moral católica. Bastantes personas abandonan la Iglesia o, aunque se queden, aceptan sólo una parte de la enseñanza católica, eligiendo sólo algunos aspectos del cristianismo. Sigue siendo preocupante la situación religiosa en el Este, donde, como sabemos, la mayoría de la población está sin bautizar y no tiene contacto alguno con la Iglesia y, a menudo, no conoce en absoluto ni a Cristo ni a la Iglesia. Reconocemos en estas realidades otros tantos desafíos, y vosotros mismos, queridos hermanos en el episcopado, habéis afirmado en vuestra carta pastoral del 21 de septiembre de 2004, con ocasión del 1250° aniversario del martirio de san Bonifacio: "Nos hemos convertido en tierra de misión". Eso vale para grandes partes de Alemania.
Por este motivo, considero que en toda Europa, al igual que en Francia, en España y en otros lugares, deberíamos reflexionar seriamente sobre el modo como podemos realizar hoy una verdadera evangelización, no sólo una nueva evangelización, sino con frecuencia una auténtica primera evangelización. Las personas no conocen a Dios, no conocen a Cristo. Existe un nuevo paganismo y no basta que tratemos de conservar a la comunidad creyente, aunque esto es muy importante; se impone la gran pregunta: ¿qué es realmente la vida? Creo que todos juntos debemos tratar de encontrar modos nuevos de llevar el Evangelio al mundo actual, anunciar de nuevo a Cristo y establecer la fe.
Este panorama que nos presenta la Jornada mundial de la juventud, y que he descrito sólo con breves rasgos, nos invita a proyectar nuestra mirada hacia el futuro. Para la Iglesia, y especialmente para nosotros, los pastores, para los padres y los educadores, los jóvenes son una llamada viviente a la fe. Quisiera decir, una vez más, que me parece una gran inspiración el hecho de que el Papa Juan Pablo II haya elegido para esta Jornada mundial de la juventud el tema: "Hemos venido a adorarlo" (Mt 2, 2). A menudo estamos tan agobiados, comprensiblemente agobiados, por las inmensas necesidades sociales del mundo, por todos los problemas organizativos y estructurales que existen, que podemos dejar de lado la adoración como algo que haremos después.
El padre Delp afirmó una vez que no hay nada más importante que la adoración. Lo dijo en el contexto de su tiempo, cuando era evidente que una adoración destruida destruía al hombre. Con todo, en nuestro nuevo contexto de la adoración perdida, y por tanto del rostro perdido de la dignidad humana, nos corresponde de nuevo a nosotros comprender la prioridad de la adoración y hacer que los jóvenes ―así como nosotros mismos y nuestras comunidades― sean conscientes de que no se trata de un lujo de nuestro tiempo confuso, que tal vez no nos podemos permitir, sino de una prioridad. Donde no hay adoración, donde no se tributa a Dios el honor como primera cosa, incluso las realidades del hombre no pueden progresar.
Por tanto, debemos tratar de hacer visible el rostro de Cristo, el rostro de Dios vivo, de forma que luego nos suceda espontáneamente lo que sucedió a los Magos, que se postraron y adoraron. Ciertamente en los Magos se verificaron dos cosas: primero buscaron, luego encontraron y adoraron. Muchas personas hoy están en búsqueda. También nosotros. En el fondo, con una dialéctica diferente, deben darse siempre ambas cosas. Debemos respetar la búsqueda del hombre, sostenerla, hacerle sentir que la fe no es simplemente un dogmatismo completo en sí mismo, que apaga la búsqueda, la gran sed del hombre, sino que por el contrario proyecta la gran peregrinación hacia el infinito; que nosotros, en cuanto creyentes, al mismo tiempo buscamos y encontramos.
En su comentario a los Salmos, san Agustín interpretó la expresión "Quaerite faciem eius semper", "Buscad siempre su rostro", de un modo tan espléndido que desde que yo era estudiante se me grabaron en el corazón sus palabras. No vale sólo para esta vida, sino también para toda la eternidad. Ese rostro lo debemos redescubrir continuamente. Cuanto más entremos en el esplendor del amor divino, tanto más grandes serán nuestros descubrimientos, tanto más hermoso será avanzar y saber que la búsqueda no tiene fin y que por tanto encontrar no tiene fin, es decir, es eternidad, la alegría de buscar y a la vez de encontrar.
Debemos sostener a las personas en su búsqueda, sabiendo que también nosotros buscamos, y a la vez darles también la certeza de que Dios nos ha encontrado y que por consiguiente nosotros podemos encontrarlo a él. Queremos ser una Iglesia abierta al futuro, y, como tal, rica en promesas para las nuevas generaciones. No se trata de un afán obsesivo por lo juvenil, que en el fondo sería ridículo, sino de una auténtica juventud que fluye de la fuente de la eternidad, que es siempre nueva, que deriva de la transparencia de Cristo en su Iglesia: de este modo él nos da la luz para proseguir.
A esta luz podemos tener la valentía para afrontar con confianza las cuestiones más difíciles que se plantean hoy a la Iglesia que está en Alemania. Como he dicho, por una parte debemos aceptar la provocación de los jóvenes, pero por otra, a nuestra vez, debemos educar a los jóvenes en la paciencia, sin la que no se puede lograr nada; debemos educarlos en el discernimiento, en un sano realismo, en la capacidad de tomar decisiones definitivas. Uno de los jefes de Estado que me visitó recientemente me dijo que su principal preocupación es la incapacidad generalizada de tomar decisiones definitivas por el miedo a perder la propia libertad.
En realidad, el hombre se hace libre cuando se vincula, cuando tiene raíces, porque entonces puede crecer y madurar. Educar en la paciencia, en el discernimiento, en el realismo, pero sin falsas componendas, para no diluir el Evangelio.
La experiencia de estos últimos veinte años nos ha enseñado que, en cierto modo, cada Jornada mundial de la juventud es para el país donde tiene lugar un nuevo comienzo para la pastoral juvenil. La preparación del acontecimiento moviliza personas y recursos. Lo hemos visto precisamente aquí en Alemania: se ha llevado a cabo una auténtica "movilización", que ha activado energías. Por último, la celebración misma conlleva un fuerte impulso de entusiasmo, que es preciso sostener y, por así decir, hacer que sea definitivo.
Se trata de un enorme potencial de energías, que puede acrecentarse más y más, difundiéndose por el territorio. Pienso en las parroquias, en las asociaciones, en los movimientos; pienso en los sacerdotes, en los religiosos, en los catequistas, en los animadores que se ocupan de los jóvenes. Creo que en Alemania se sabe muy bien cuántos han sido implicados en este acontecimiento. Pido al Señor que para cada uno de los que han colaborado haya significado un auténtico crecimiento en el amor a Cristo y a la Iglesia, y animo a todos a llevar adelante juntos, con renovado espíritu de servicio, el trabajo pastoral entre las nuevas generaciones. Debemos aprender de nuevo la disponibilidad al servicio y transmitirla.
La mayor parte de los jóvenes alemanes vive en buenas condiciones sociales y económicas, pero sabemos que no faltan situaciones difíciles. En todos los sectores sociales, y especialmente en las clases acomodadas, aumenta el número de los que proceden de familias disgregadas. Lamentablemente, el paro juvenil en Alemania se ha incrementado. Además, numerosos muchachos y muchachas están confundidos, no tienen respuestas válidas a las cuestiones sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre su presente y su futuro. Muchas propuestas de la sociedad moderna desembocan en el vacío y bastantes jóvenes terminan cayendo en las "arenas movedizas" del alcohol y la droga, o en los círculos de grupos extremistas. Buena parte de los jóvenes alemanes, sobre todo en el Este, no ha conocido nunca personalmente la buena nueva de Jesucristo.
Incluso en las zonas tradicionalmente católicas, la enseñanza de la religión y la catequesis no siempre consiguen establecer entre los jóvenes vínculos duraderos con la comunidad eclesial. Por eso, todos vosotros estáis comprometidos ―lo sé muy bien― en buscar nuevos caminos para llegar a los jóvenes, y la Jornada mundial de la juventud, como decía el Papa Juan Pablo II, es un excepcional "laboratorio" en este sentido.
Creo que todos estamos reflexionando ―y en los demás países occidentales sucede lo mismo― sobre cómo hacer más eficaz la catequesis. En la Herder-Korrespondenz he leído que habéis publicado un nuevo documento catequístico; por desgracia, aún no he podido verlo, pero me complace constatar que os interesáis mucho por este problema. En efecto, es preocupante para todos nosotros que, a pesar de que la enseñanza de la religión se ha realizado desde hace mucho tiempo, el conocimiento religioso es escaso y muchas personas ignoran cosas a menudo simples y elementales.
¿Qué podemos hacer? No lo sé. Tal vez, por una parte, debería darse a los no creyentes una especie de pre-catequesis de acceso, que sobre todo abra a la fe ―y este es también el contenido de muchos esfuerzos catequísticos―; por otra, es preciso también tener siempre de nuevo la valentía de transmitir el misterio mismo en su belleza y en su grandeza, y de hacer posible el impulso a contemplarlo, a aprender a amarlo y luego a reconocerlo efectivamente.
Hoy, en la homilía, recordé que el Papa Juan Pablo II nos donó dos instrumentos excepcionales: el Catecismo de la Iglesia católica y su Compendio, también querido por él. Hemos procurado que la traducción al alemán estuviera lista ya para la Jornada mundial de la juventud. En Italia ya se han vendido medio millón de ejemplares. Se vende en los quioscos y entonces suscita la curiosidad de la gente: ¿Qué hay allí dentro? ¿Qué dice la Iglesia católica? Creo que deberíamos tener la valentía de sostener también nosotros esta curiosidad y tratar de que estos libros, que representan el contenido del misterio, entren precisamente en la catequesis, de forma que, aumentando el conocimiento de nuestra fe, aumente también la alegría que de ella brota.
Hay otros dos aspectos que me preocupan mucho. Uno es la pastoral vocacional. Creo que el rezo de las Vísperas en la iglesia de San Pantaleón nos dio también la valentía de ayudar a los jóvenes y de hacerlo del modo adecuado, para que pueda llegarles la llamada del Señor y puedan preguntarse: "¿Me quiere?" y para que pueda de nuevo crecer la disponibilidad a ser llamados y a escuchar esa llamada.
El otro aspecto que me preocupa mucho es la pastoral familiar. Vemos la amenaza que se cierne sobre las familias; mientras tanto, también instancias laicas reconocen cuán importante es que la familia viva como célula primaria de la sociedad, que los hijos puedan crecer en un clima de comunión entre las generaciones, para que exista una continuidad entre presente, pasado y futuro, y se dé también la continuidad de los valores, de forma que aumente la capacidad de permanecer y de vivir juntos: esto es lo que permite edificar un país en comunión.
He querido afrontar precisamente estos tres aspectos: catequesis, pastoral vocacional y pastoral familiar.
En el mundo juvenil desempeñan un papel importante las asociaciones y los movimientos, que sin duda alguna son una riqueza. La Iglesia ha de valorizar estas realidades y, al mismo tiempo, conducirlas con sabiduría pastoral, para que contribuyan del mejor modo posible con sus propios dones a la edificación de la comunidad, sin competir nunca unas con otras ―construyendo cada una, por decirlo así, su propia iglesita―, sino respetándose y colaborando juntas en favor de la única Iglesia ―de la única parroquia como Iglesia del lugar― para suscitar en los jóvenes la alegría de la fe, el amor a la Iglesia y la pasión por el reino de Dios.
Creo que precisamente este es otro aspecto importante: esta auténtica comunión, por una parte, entre los diversos movimientos, cuyas formas de exclusivismo se deben eliminar, y, por otra, entre las Iglesias locales y estos movimientos, de modo que las Iglesias locales reconozcan esta particularidad, que a muchos parece extraña, y la acojan en sí como una riqueza, comprendiendo que en la Iglesia existen muchos caminos y que todos juntos forman una sinfonía de la fe. Las Iglesias locales y los movimientos no son opuestos entre sí, sino que constituyen la estructura viva de la Iglesia.
Queridos hermanos en el episcopado, si Dios quiere, tendremos otras ocasiones para profundizar tantas cuestiones que reclaman nuestra común solicitud pastoral. En esta oportunidad he querido recoger con vosotros, ciertamente de modo breve y no exhaustivo, el mensaje que ha dejado la gran peregrinación de jóvenes. Me parece que ellos, al final de esta experiencia, podrían decirnos en síntesis: "Sí, hemos venido a adorarlo. Lo hemos encontrado. Ayudadnos ahora a ser sus discípulos y testigos". Es una petición exigente, pero sumamente consoladora para el corazón de un pastor. Que el recuerdo de los días vividos aquí en Colonia bajo el signo de la esperanza refuerce nuestro servicio común. Os dejo mi aliento afectuoso, que es al mismo tiempo una ferviente petición fraterna de caminar y actuar unidos, en concordia, sobre el fundamento de una comunión que tiene en la Eucaristía su cumbre y su fuente inagotable. Os encomiendo a todos a María santísima, Madre de Cristo y de la Iglesia, a la vez que os imparto de corazón a cada uno de vosotros y a vuestras comunidades una especial bendición apostólica.
¡Gracias!
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