DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS DE CANADÁ EN VISITA "AD LIMINA"
Sábado 20 de mayo de 2006
Queridos hermanos en el episcopado:
1. "Gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro" (1 Tm 1, 2). Con afecto fraterno os doy la bienvenida cordialmente a vosotros, obispos de New Brunswick, Terranova, Nueva Escocia e Isla Príncipe Eduardo. Agradezco al obispo Lahey los bondadosos sentimientos expresados en vuestro nombre. Correspondo a ellos con afecto, y a vosotros y a quienes están encomendados a vuestra solicitud pastoral os aseguro mis oraciones.
Vuestra visita ad limina Apostolorum es una ocasión para dar gracias a Dios por la obra de quienes han anunciado incansablemente el Evangelio a lo largo y a lo ancho de vuestro país. También es una ocasión para fortalecer en la fe, en la esperanza y en la caridad vuestros vínculos de comunión con el Obispo de Roma, y para reafirmar vuestro compromiso de hacer cada vez más visible el rostro de Cristo en la Iglesia y en la sociedad, a través de un testimonio coherente del Evangelio, que es Jesucristo mismo.
2. Canadá posee una gloriosa herencia impregnada de una rica diversidad social. Para el alma cultural de la nación es fundamental el inconmensurable don de fe en Cristo que ha sido recibido y celebrado a lo largo de los siglos con profunda alegría por las poblaciones de vuestra nación. Sin embargo, como muchos países, también Canadá está sufriendo hoy los penetrantes efectos del laicismo. El intento de promover una visión de la humanidad que prescinde del orden trascendente de Dios y que es indiferente a la luz atrayente de Cristo, aleja del alcance de los hombres y mujeres sencillos la experiencia de la auténtica esperanza. Uno de los síntomas más dramáticos de esta mentalidad, muy evidente en vuestra región, es el descenso del índice de natalidad. Este inquietante testimonio de incertidumbre y de temor, aunque no siempre sea consciente, está en fuerte contraste con la experiencia definitiva del verdadero amor que, por su naturaleza, se caracteriza por la confianza, busca el bien del amado y tiende a la eternidad (cf. Deus caritas est, 6).
Frente a los numerosos males sociales y a las ambigüedades morales que se siguen de la ideología laicista, los canadienses esperan que seáis hombres de esperanza, que anunciéis y enseñéis con pasión el esplendor de la verdad de Cristo, que disipa las tinieblas e ilumina el camino para renovar la vida eclesial y civil, educando las conciencias y enseñando la dignidad auténtica de la persona y de la sociedad humana. Sobre todo en las regiones que también sufren las dolorosas consecuencias del deterioro económico, como el desempleo y la emigración no deseada, los responsables de la Iglesia dan mucho fruto cuando, en su solicitud por el bien común, tratan de apoyar generosamente a las autoridades civiles en su tarea de promover la regeneración en la comunidad.
A este respecto, constato con satisfacción el éxito de los actos conmemorativos celebrados el año pasado en la archidiócesis de San Juan, caracterizados por un espíritu de cooperación con las diversas autoridades civiles. Esas iniciativas muestran que se reconoce la necesidad de fuerza espiritual en el corazón de la sociedad. En efecto, "de ningún modo es posible dar respuesta a las necesidades materiales y sociales de los hombres sin colmar las profundas necesidades de su corazón" (Mensaje para la Cuaresma de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de febrero de 2006, p. 4).
3. Queridos hermanos, vuestras relaciones indican claramente la seriedad con que estáis respondiendo a la necesidad de renovación pastoral. Comprendo que, a causa del envejecimiento del clero y del aislamiento de numerosas comunidades, son grandes los desafíos. No obstante, si la Iglesia quiere saciar la sed que los hombres y las mujeres tienen de verdad y de valores auténticos sobre los cuales construir su vida, no puede escatimar ningún esfuerzo para encontrar iniciativas pastorales eficaces a fin de dar a conocer a Jesucristo.
Por tanto, es muy importante que los programas de catequesis y de educación religiosa que realizáis sigan ayudando a los fieles a profundizar su conocimiento y su amor a nuestro Señor y a su Iglesia, y vuelvan a despertar en ellos el celo por el testimonio cristiano que tiene sus raíces en el sacramento del bautismo. A este respecto, hay que prestar particular atención para asegurar que se preserve y se promueva la relación intrínseca entre el magisterio de la Iglesia, la fe de las personas y el testimonio en la vida pública. Sólo de este modo podemos esperar que se supere la ruptura debilitante entre Evangelio y cultura (cf. Evangelii nuntiandi, 20).
Vuestros catequistas tienen especial importancia. Han abrazado con gran valentía el ardiente deseo que tuvo san Pablo: "transmití (...), en primer lugar, lo que a mi vez recibí" (1 Co 15, 3). La enseñanza de la fe no puede reducirse a una mera transmisión de "cosas", de palabras o incluso de un conjunto de verdades abstractas. ¡La tradición de la Iglesia es viva! Es la actualización permanente de la presencia activa de nuestro Señor Jesucristo en su pueblo, obrada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia en cada generación. En este sentido, es como un río vivo que se remonta a los orígenes, que están siempre presentes, y nos lleva al puerto de la eternidad (cf. Catequesis durante la audiencia general, 26 de abril de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de abril de 2006, p. 12). A través de vosotros, agradezco el excelente servicio de los catequistas en vuestras diócesis, y los aliento en su deber y privilegio de dar a conocer a los demás el extraordinario "sí" de Dios a la humanidad (cf. 2 Co 1, 20).
Además, exhorto directamente de modo especial a los adultos jóvenes de vuestras diócesis a aceptar el gratificante desafío del servicio catequístico y a compartir la alegría de transmitir la fe. Su ejemplo de testimonio cristiano a los más jóvenes que ellos fortalecerá su propia fe, mientras llevan a los demás la alegría que brota del significado del propósito y del sentido de la vida que el Señor revela.
4. En vuestro plan de renovación pastoral, debéis afrontar la delicada tarea de la reorganización de las parroquias e incluso de las diócesis. Esto jamás se puede realizar de manera adecuada según simples modelos sociales de reestructuración. Sin Cristo, no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). La oración nos arraiga en la verdad, recordándonos sin cesar el primado de Cristo y, en unión con él, el primado de la vida interior y de la santidad. Así pues, con razón, las parroquias se consideran ante todo como casas y escuelas de comunión. En consecuencia, la reorganización de las parroquias es fundamentalmente un ejercicio de renovación espiritual. Esto exige una promoción pastoral de la santidad, para que los fieles estén atentos a la voluntad de Dios, cuya vida verdadera compartimos, participando en su naturaleza divina (cf. Dei Verbum, 2).
Esta santidad, o esta comunión íntima por Cristo y en el Espíritu, se consolida, entre otras cosas, mediante una pedagogía auténtica de la oración, mediante una introducción a la vida de los santos y a las múltiples formas de espiritualidad que embellecen y estimulan la vida de la Iglesia, mediante una participación frecuente en el sacramento de la Reconciliación, y mediante una catequesis convincente sobre el domingo como "el día de la fe", "el día irrenunciable", "el día de la esperanza cristiana" (cf. Dies Domini, 29-30; 38).
Tengo la certeza de que un redescubrimiento de Jesucristo, Verbo encarnado, nuestro Salvador, llevará a un redescubrimiento de la identidad personal, social y cultural de los fieles. Una identidad católica reforzada, lejos de confundir la diversidad y la complementariedad de los carismas y de las funciones de los ministros ordenados y de los fieles laicos, reavivará el celo por la evangelización, que es propio de la vocación de todo creyente y de la naturaleza de la Iglesia (cf. Instrucción El presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquial, 23-24).
5. En la llamada universal a la santidad (cf. 1 Ts 4, 3) se encuentra la vocación particular a la que Dios llama a cada persona. A este respecto, os aliento a permanecer vigilantes en vuestro deber de promover una cultura de la vocación. Vuestras relaciones testimonian la admiración que sentís por vuestros sacerdotes que trabajan con gran generosidad por la misión de la Iglesia y el bien de aquellos a quienes sirven. Pido a Dios que su camino diario de conversión y su amor abnegado despierten en los jóvenes el deseo de responder a la llamada de Dios al humilde ministerio sacerdotal en su Iglesia.
Además, habéis señalado con mucha razón la excelente contribución de los religiosos y las religiosas a la misión de la Iglesia. Este profundo aprecio por la vida consagrada va acompañado justamente de vuestra preocupación por la disminución de las vocaciones religiosas en vuestro país. Hace falta una nueva claridad para aprovechar la contribución particular de los religiosos a la vida de la Iglesia: una misión que hace presente el amor de Cristo en medio de los hombres (cf. Instrucción Caminar desde Cristo. Un renovado compromiso de la vida consagrada en el tercer milenio, 5). Esa claridad hará surgir un nuevo kairós, con religiosos que reafirmen con confianza su vocación y, bajo la guía del Espíritu Santo, propongan de nuevo a los jóvenes el ideal de consagración y la misión. Aseguro una vez más a los sacerdotes religiosos, a los religiosos y a las religiosas, que el testimonio de vida que dan, su completo abandono en las manos de Cristo y de la Iglesia, es un anuncio fuerte y claro de la presencia de Dios con un lenguaje comprensible para nuestros contemporáneos (cf. Homilía con ocasión de la Jornada de la vida consagrada, 2 de febrero de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de febrero de 2006, p. 5).
6. Queridos hermanos, con afecto y gratitud fraterna os ofrezco estas reflexiones y os aseguro mis oraciones mientras os esforzáis por apacentar la grey que os ha sido encomendada. Unidos en el anuncio de la buena nueva de Jesucristo, seguid adelante con esperanza. Con estos sentimientos, os encomiendo a la protección de María, Madre de la Iglesia, y a la intercesión de san José, su castísimo esposo. A vosotros y a los sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestras diócesis, imparto cordialmente mi bendición apostólica.
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