DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL NUEVO EMBAJADOR DE BÉLGICA ANTE LA SANTA SEDE*
Jueves 26 de octubre de 2006
Señor embajador:
Me alegra darle la bienvenida al Vaticano para la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario del reino de Bélgica ante la Santa Sede y le doy las gracias por haberme transmitido el amable mensaje de su majestad el rey Alberto II y de su majestad la reina. Recordando la visita que me hicieron sus majestades el pasado mes de abril, le agradezco que al volver les exprese mis mejores deseos para sus personas, para la reina Fabiola, el príncipe Felipe y la princesa Matilde, así como para los responsables de la vida civil y para todo el pueblo belga.
Cincuenta años después de la puesta en marcha del gran proyecto de construcción europea, que proviene del espíritu cristiano y del que Bélgica ha sido parte activa desde el principio, los progresos son considerables, aunque recientemente han aparecido nuevas dificultades: el continente europeo recupera poco a poco su unidad en la paz, y la Unión europea ha llegado a ser, en el mundo, una fuerza económica de primer orden, así como un signo de esperanza para muchos.
Ante las exigencias de la globalización de los intercambios y de la solidaridad entre los hombres, Europa debe seguir abriéndose y comprometiéndose en las grandes obras del planeta.
Entre estos desafíos destaca la cuestión de la paz y la seguridad, pues existe una situación internacional debilitada por conflictos persistentes, en particular en Oriente Próximo con las situaciones siempre dramáticas de Tierra Santa, Líbano e Irak, pero también en África y en Asia. Es importante que la comunidad internacional, y especialmente la Unión europea, se movilicen con determinación en favor de la paz, del diálogo entre las naciones y del desarrollo. Sé que Bélgica no escatima esfuerzos en este sentido, y alabo particularmente los que realiza para ayudar a los países de África central a proyectar en paz su futuro, así como los que lleva a cabo en el marco del Líbano, al que usted acaba de referirse. Por mi parte, puedo asegurarle el firme compromiso de la Santa Sede de favorecer con todas sus fuerzas la paz y el desarrollo.
Otro desafío concierne al futuro del hombre y su identidad. Los inmensos progresos de la técnica han cambiado muchas prácticas en el campo de las ciencias médicas, y la liberalización de las costumbres ha relativizado considerablemente normas que parecían intocables. Por eso, en las sociedades occidentales, caracterizadas además por la sobreabundancia de bienes de consumo y por el subjetivismo, el hombre afronta una crisis de sentido. En efecto, en algunos países se promulgan legislaciones nuevas que amenazan el respeto a la vida humana desde su concepción hasta su fin natural, con el riesgo de utilizarla como un objeto de investigación y experimentación, atentando gravemente contra la dignidad fundamental del ser humano.
La Iglesia, fundándose en su larga experiencia y en el tesoro de la Revelación que ha recibido en depósito para compartirlo, quiere recordar con fuerza lo que cree a propósito del hombre y de su elevado destino, dando a cada uno la clave de lectura de la existencia y razones para esperar. Esto es lo que desea proponer durante la misión que comenzará dentro de algunos días, "Bruselas, Todos los Santos 2006". Cuando los obispos de Bélgica se pronuncian en favor del desarrollo de los cuidados paliativos, para permitir morir con dignidad a quienes lo deseen, o cuando intervienen en los debates de la sociedad para recordar que existe "una frontera moral invisible ante la cual el progreso técnico debe detenerse: la dignidad del hombre" (Declaración Dignidad del niño y técnica médica de los obispos de Bélgica), quieren servir a toda la sociedad, indicando las condiciones de un verdadero futuro de libertad y dignidad para el hombre. Juntamente con ellos, invito a los responsables políticos encargados de elaborar las leyes para el bien de todos a valorar con seriedad su responsabilidad y las implicaciones de estas cuestiones humanas.
Su país, el reino de Bélgica, se ha construido en torno al principio monárquico, haciendo del rey el garante de la unidad nacional y del respeto de las particularidades lingüísticas y culturales de cada comunidad en el seno de la nación. Sabemos bien que la unidad de un país, que siempre se puede perfeccionar, requiere por parte de todos la voluntad de servir al interés común y de conocerse cada vez mejor gracias al diálogo y al enriquecimiento mutuo.
Hoy, la acogida de los inmigrantes, cada vez más numerosos, y la multiplicación en la misma tierra de comunidades diferentes por su cultura de origen o su religión, hacen absolutamente necesario, en nuestras sociedades, el diálogo entre las culturas y entre las religiones, como recordé durante mi reciente viaje a Baviera y como usted mismo acaba de subrayar. Conviene profundizar el conocimiento mutuo, respetando las convicciones religiosas de cada uno y las legítimas exigencias de la vida social, de acuerdo con las leyes en vigor, y acoger a los inmigrantes de manera que se respete siempre su dignidad. Para ello es importante poner en práctica una política de inmigración que integre los intereses del país de acogida y el desarrollo necesario de los países menos favorecidos, política sostenida también por una voluntad de integración que no permita que se desarrollen situaciones de rechazo o de falta de derecho, como lo revela el drama de los indocumentados. Así se evitarán los riesgos de replegarse en sí mismos, del nacionalismo exacerbado o incluso de la xenofobia, y se podrá esperar un desarrollo armonioso de nuestras sociedades para el bien de todos los ciudadanos.
Al final de nuestro encuentro, señor embajador, permítame saludar a través de usted a los obispos y a todos los miembros de la comunidad católica de Bélgica, para alentarlos a testimoniar siempre su esperanza, en todos los sectores de la vida social y profesional, sin olvidar las cárceles, los hospitales y todas las nuevas situaciones de pobreza que puedan existir. Que comuniquen la buena nueva del amor de Dios.
Al iniciar su noble misión, tenga la seguridad de que encontrará siempre una acogida atenta entre mis colaboradores; le expreso, señor embajador, mis mejores deseos para su feliz cumplimiento y para que prosigan y se desarrollen relaciones armoniosas entre la Santa Sede y el reino de Bélgica.
Sobre usted, sobre su familia y sobre todo el personal de la embajada, así como sobre la familia real, sobre los responsables y sobre todos los habitantes del país, invoco la abundancia de las bendiciones divinas.
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.45, p.8 (584).
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