DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA AUDIENCIA A LOS NUNCIOS PONTIFICIOS EN AMÉRICA LATINA
Sala del Consistorio
Sábado 17 de febrero de 2007
Venerados hermanos:
Me alegra acogeros, al final de vuestra reunión como preparación para la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano. Doy a cada uno mi cordial saludo, comenzando por el señor cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, al que agradezco las palabras con que se ha hecho intérprete de los sentimientos comunes. Expreso mi agradecimiento a los señores cardenales presidentes de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y a los responsables de los dicasterios de la Curia romana, que han dado su contribución a vuestros trabajos.
Aprovecho esta ocasión, sobre todo, para renovaros a vosotros, nuncios apostólicos presentes, y a todos los representantes pontificios, la expresión de mi aprecio por el importante servicio eclesial que realizáis, a menudo entre no pocas dificultades debidas a la lejanía de la patria de origen, a los frecuentes desplazamientos y, a veces, también a las tensiones sociopolíticas presentes en los lugares donde actuáis. En el cumplimiento de vuestro delicado oficio, que ciertamente está animado siempre por un profundo espíritu de fe, cada uno de vosotros siéntase acompañado por la estima, por el afecto y por la oración del Papa.
Todo nuncio apostólico está llamado a consolidar los vínculos de comunión entre las Iglesias particulares y el Sucesor de Pedro. A él se le ha encomendado la responsabilidad de promover, juntamente con los pastores y con todo el pueblo de Dios, el diálogo y la colaboración con la sociedad civil para realizar el bien común.
Los representantes pontificios son la presencia del Papa, que mediante ellos está cerca de las personas con quienes no puede encontrarse personalmente y, en especial, de quienes viven en condiciones de dificultad y sufrimiento. Vuestro ministerio, queridos hermanos, es un ministerio de comunión eclesial y un servicio a la paz y a la concordia en la Iglesia y entre los pueblos. Sed siempre conscientes de la importancia, de la grandeza y de la belleza de esta misión vuestra, y tended sin cansaros a realizarla con entrega generosa.
La divina Providencia os ha llamado a vosotros, aquí presentes, a prestar vuestro servicio en América Latina, definida por el amado Juan Pablo II —que la visitó en diversas ocasiones— "continente de la esperanza", como ya se ha dicho. Si Dios quiere, tendré la alegría de tomar contacto personalmente con la realidad de esos países al intervenir, Dios mediante, en la apertura de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano, en Aparecida, Brasil, el próximo mes de mayo.
En cierto sentido, esa asamblea recapitula y es continuación de las Conferencias generales anteriores, mientras que se enriquece con numerosos dones "posconciliares" del Magisterio pontificio —pienso de modo particular en la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in America—, así como con los frutos del camino sinodal de la Iglesia católica.
Se propone definir las grandes prioridades y dar nuevo impulso a la misión de la Iglesia al servicio de los pueblos latinoamericanos en las circunstancias concretas del inicio de este siglo XXI. Esa recapitulación remite a la tradición de la catolicidad, la cual, gracias a una extraordinaria epopeya misionera, se ha hecho presente y ha marcado con su huella la estructura cultural que caracteriza hasta hoy la identidad latinoamericana.
Esa es la vocación original —como dijo mi recordado predecesor Juan Pablo II en Santo Domingo— "de unos pueblos a quienes la misma geografía, la fe cristiana, la lengua y la cultura han unido definitivamente en el camino de la historia" (Discurso en la inauguración de la IV Conferencia general del Episcopado latinoamericano, 12 de octubre de 1992, n. 15: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de octubre de 1992, p. 10).
Precisamente partiendo del tema de esa importante reunión: "Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en él tengan vida", también vosotros, en estos días, habéis puesto de relieve algunos desafíos que la Iglesia afronta en la vasta área latinoamericana, insertada en las dinámicas mundiales y cada vez más condicionada por los efectos de la globalización. Ante este desafío, las naciones que la componen tratan de afirmar, de diversas maneras, su identidad y su peso en el camino histórico del mundo de hoy; a menudo en medio de muchas dificultades, tratan de consolidar la paz interna de su nación. Sintiéndose como "hermanas" quieren llegar a ser también una comunidad, unida en la paz y en el desarrollo cultural y económico.
Naturalmente, la Iglesia, signo e instrumento de unidad para todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1), se encuentra en sintonía con toda legítima aspiración de los pueblos a una mayor armonía y cooperación, y aporta su contribución propia, es decir, el Evangelio. Desea que en los países latinoamericanos, donde las Constituciones se limitan a "conceder" libertad de credo y de culto, pero no "reconocen" aún la libertad religiosa, se puedan definir cuanto antes las relaciones recíprocas fundadas en los principios de autonomía y de sana y respetuosa colaboración. Eso permitirá a la comunidad eclesial desarrollar todas sus potencialidades en beneficio de la sociedad y de toda persona humana, creada a imagen de Dios. Una correcta formulación jurídica de esas relaciones no podrá por menos de tener en cuenta el papel histórico, espiritual, cultural y social que ha desempeñado la Iglesia católica en América Latina.
Este papel sigue siendo primario, también gracias a la feliz fusión entre la antigua y rica sensibilidad de los pueblos indígenas con el cristianismo y con la cultura moderna. Como sabemos, algunos ambientes afirman un contraste entre la riqueza y profundidad de las culturas precolombinas y la fe cristiana presentada como una imposición exterior o una alienación para los pueblos de América Latina. En verdad, el encuentro entre estas culturas y la fe en Cristo fue una respuesta interiormente esperada por esas culturas. Por tanto, no hay que renegar de ese encuentro, sino que se ha de profundizar: ha creado la verdadera identidad de los pueblos de América Latina.
En efecto, la Iglesia católica es la institución que goza de mayor prestigio entre las poblaciones latinoamericanas. Está activa en la vida de la gente; es estimada por la labor que realiza en los ámbitos de la educación, la salud y la solidaridad con los necesitados. La ayuda a los pobres y la lucha contra la pobreza son y siguen siendo una prioridad fundamental en la vida de las Iglesias en América Latina. La Iglesia también está activa por las intervenciones de mediación que no raramente se le solicita con ocasión de conflictos internos.
Con todo, hoy, una presencia tan consolidada debe tener en cuenta, entre otras cosas, el proselitismo de las sectas y el influjo creciente del secularismo hedonista posmoderno. Sobre las causas de la atracción de las sectas debemos reflexionar seriamente para encontrar las respuestas adecuadas. Ante los desafíos del actual momento histórico, nuestras comunidades están llamadas a fortalecer su adhesión a Cristo para testimoniar una fe madura y llena de alegría y, verdaderamente, a pesar de todos los problemas, son enormes las potencialidades.
Realmente son enormes las potencialidades espirituales que tiene América Latina, donde los misterios de la fe se celebran con ferviente devoción, y el aumento de las vocaciones sacerdotales y religiosas alimenta la confianza en el futuro. Naturalmente, es necesario acompañar con gran atención a los jóvenes en el camino de la vocación, y ayudar a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a perseverar en su vocación.
Asimismo, los jóvenes, que constituyen más de dos tercios de la población, representan un inmenso potencial misionero y evangelizador; y la familia sigue siendo "una característica primordial de la cultura latinoamericana", como dijo mi venerado predecesor Juan Pablo II en el encuentro de Puebla, en México, en enero de 1979.
Precisamente la familia merece una atención prioritaria, pues muestra síntomas de debilitamiento bajo las presiones de lobbies capaces de influir negativamente en los procesos legislativos. Los divorcios y las uniones libres están aumentando, mientras que el adulterio se contempla con injustificable tolerancia. Es necesario reafirmar que el matrimonio y la familia tienen su fundamento en el núcleo más íntimo de la verdad sobre el hombre y sobre su destino; una comunidad digna del ser humano sólo se puede edificar sobre la roca del amor conyugal, fiel y estable, entre un hombre y una mujer.
Quisiera destacar otros temas religiosos y sociales sobre los que habéis reflexionado. Me limito a citar el fenómeno de la emigración, íntimamente relacionado con la familia; la importancia de la escuela y la atención a los valores y a la conciencia, para formar laicos maduros que sean capaces de dar una contribución cualificada en la vida social y civil; la educación de los jóvenes con proyectos vocacionales apropiados que acompañen, de modo especial, a los seminaristas y a los aspirantes a la vida consagrada en su camino de formación; el compromiso de informar adecuadamente a la opinión pública sobre las grandes cuestiones éticas según los principios del magisterio de la Iglesia y una presencia eficaz en el campo de los medios de comunicación social, también para responder a los desafíos de las sectas.
Ciertamente, los movimientos eclesiales constituyen un recurso válido para el apostolado, pero es necesario ayudarles a mantenerse siempre fieles al Evangelio y a la enseñanza de la Iglesia, también cuando actúan en el campo social y político. En particular, siento el deber de reafirmar que no compete a los eclesiásticos encabezar grupos sociales o políticos, sino a los laicos maduros y profesionalmente preparados.
Queridos hermanos, en estos días habéis pensado y dialogado juntos; y sobre todo habéis orado juntos. Pidamos al Señor, por intercesión de María, que los frutos de esta reunión vuestra y de la próxima Conferencia general del Episcopado latinoamericano redunden en beneficio de toda la Iglesia.
A vosotros os doy una vez más las gracias por el trabajo que habéis realizado. Al volver a vuestros países, haceos intérpretes de mis sentimientos cordiales ante los pastores y las comunidades cristianas, los Gobiernos y las poblaciones. Asegurad la cercanía espiritual del Papa de modo especial a vuestros colaboradores, a las religiosas y a todos los que cooperan para el buen funcionamiento de las sedes de vuestras nunciaturas.
A todos y cada uno imparto de corazón una bendición apostólica especial.
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