DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA
Jueves 24 de mayo de 2007
Queridos hermanos obispos italianos:
Hoy, con ocasión de vuestra 57ª asamblea general, tenemos una nueva y feliz oportunidad de encontrarnos y vivir un momento de intensa comunión. Saludo a vuestro nuevo presidente, mons. Angelo Bagnasco, y le agradezco de corazón las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Renuevo mi gratitud al cardenal Camillo Ruini, que durante muchos años, en calidad de presidente, ha prestado su servicio a vuestra Conferencia. Saludo a los tres vicepresidentes y al secretario general. Os saludo con afecto a cada uno de vosotros, reviviendo los sentimientos de amistad y comunión que os manifesté personalmente con motivo de vuestra visita ad limina.
Para mí este encuentro con todos los pastores de la Iglesia en Italia es un bellísimo recuerdo. De este modo he aprendido la geografía "exterior", pero sobre todo la geografía "espiritual" de la hermosa Italia. Realmente he podido entrar en lo más íntimo de la vida de la Iglesia, en la que sigue existiendo mucha riqueza, mucha vitalidad de fe; en este difícil período que estamos viviendo no faltan los problemas, pero se ve también que la fuerza de la fe actúa profundamente en las almas. Incluso donde la fe parece apagada, permanece una pequeña llama y nosotros podemos reavivarla.
Precisamente quiero hablaros de la visita ad limina que habéis realizado en los meses pasados, porque fue para mí un gran consuelo y una experiencia de alegría, además de ocasión para conoceros mejor a vosotros y vuestras diócesis, y para compartir con vosotros las satisfacciones y las preocupaciones que acompañan la solicitud pastoral. El conjunto de esos encuentros con vosotros me confirmó ante todo en la certeza de que en Italia la fe está viva y profundamente arraigada, y que la Iglesia es una realidad de pueblo, capilarmente cercana a las personas y a las familias.
Indudablemente hay situaciones muy diferentes en este país rico en historia, también religiosa, y caracterizado por múltiples herencias así como por diversas condiciones de vida, de trabajo y de renta. Sin embargo, la fe católica y la presencia de la Iglesia siguen siendo el gran factor unificador de esta amada nación y un valioso depósito de energías morales para su futuro.
Naturalmente, estas consoladoras realidades positivas no nos hacen ignorar o subestimar las dificultades que existen y las asechanzas que pueden aumentar con el paso del tiempo y de las generaciones. En las imágenes que nos propone el debate público y que el sistema de las comunicaciones amplifica, pero también, aunque en medida diversa, en la vida y en el comportamiento de las personas, constatamos cada día el peso de una cultura impregnada de relativismo moral, pobre en certezas y, en cambio, rica en reivindicaciones a menudo injustificadas.
También sentimos la necesidad de fortalecer la formación cristiana mediante una catequesis más sustanciosa, para la cual puede prestar un gran servicio el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica. Asimismo, hace falta el esfuerzo constante por poner a Dios cada vez más en el centro de la vida de nuestras comunidades, dando el primado a la oración, a la amistad personal con Jesús y, por tanto, a la llamada a la santidad.
En particular, conviene prestar gran atención a las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, y cuidar mucho la formación permanente y las condiciones en que viven y trabajan los sacerdotes, pues, de modo especial en algunas regiones, precisamente el número demasiado escaso de sacerdotes jóvenes constituye ya ahora un grave problema para la acción pastoral.
Juntamente con toda la comunidad cristiana, pidamos al Señor con confianza y con humilde insistencia el don de nuevos y santos obreros para su mies (cf. Mt 9, 37-38). Sabemos que alguna vez el Señor nos hace esperar, pero también sabemos que quien llama no lo hace en vano. Por tanto, sigamos orando al Señor, con confianza y con paciencia, para que nos dé nuevos y santos "obreros".
Queridos hermanos en el episcopado, poco antes del inicio de la visita ad limina, estos temas fueron objeto de la Asamblea de la Iglesia italiana en Verona. Conservo en mi corazón un recuerdo profundo y grato de la jornada que pasé con vosotros en esa ocasión y me alegran los resultados que se lograron en la Asamblea. Ahora, fundamentalmente, se trata de proseguir el camino, para hacer cada vez más efectivo y concreto el "gran sí" que Dios, en Jesucristo, dio al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia. En ese "sí" se resume el sentido mismo de la Asamblea.
Partir de este hecho y hacer que todos lo perciban —es decir, hacer que comprendan que el cristianismo es un gran "sí", un "sí" que viene de Dios mismo y se concreta en la Encarnación del Hijo— me parece de suma importancia. Sólo si situamos nuestra existencia cristiana dentro de este "sí", si penetramos profundamente en la alegría de este "sí", podremos luego realizar la vida cristiana en todas las fases de nuestra existencia, incluso en las difíciles de la vida cristiana actual.
Así pues, me alegra que en esta asamblea hayáis aprobado la Nota pastoral que recoge e impulsa de nuevo los frutos del trabajo llevado a cabo en la Asamblea de Verona. Es muy importante que la esperanza en Jesús resucitado, el espíritu de comunión y la voluntad de testimonio misionero que animaron y sostuvieron el camino preparatorio y luego la celebración de la Asamblea de Verona sigan alimentando la vida y el compromiso multiforme de la Iglesia en Italia.
El tema principal de vuestra asamblea guarda relación estrecha, a su vez, con los objetivos de la Asamblea de Verona. En efecto, estáis reflexionando sobre "Jesucristo, único Salvador del mundo: la Iglesia en misión, ad gentes y entre nosotros". Por tanto, en una perspectiva de evangelización articulada, pero en fin de cuentas justamente unitaria, porque siempre se trata de anunciar y testimoniar a Jesucristo mismo, abrazáis sea a los hijos de los pueblos que se están abriendo por primera vez a la fe, sea a los hijos de esos pueblos que vienen ahora a vivir y trabajar en Italia, sea a nuestra gente, que a veces se ha alejado de la fe y ciertamente está sometida a la presión de las tendencias secularizadoras que quisieran dominar la sociedad y la cultura en este país y en toda Europa. A todos y cada uno deben dirigirse la misión de la Iglesia y nuestra solicitud de pastores: creo que debo recordarlo de modo particular en este 50° aniversario de la encíclica Fidei donum de Pío XII.
Me alegra que hayáis decidido poner en la base del compromiso misionero la verdad fundamental según la cual Jesucristo es el único Salvador del mundo, pues la certeza de esta verdad proporcionó desde el inicio el impulso decisivo para la misión cristiana. Como reafirmó la declaración Dominus Iesus, también hoy debemos tener plena conciencia de que del misterio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, vivo y presente en la Iglesia, brotan la unicidad y la universalidad salvífica de la revelación cristiana y, por tanto, la tarea irrenunciable de anunciar a todos, sin cansarse o resignarse, al mismo Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6).
Me parece que, si vemos el panorama de la situación del mundo de hoy, se puede entender —incluso humanamente, casi sin necesidad de recurrir a la fe— que el Dios que tomó un rostro humano, el Dios que se encarnó, que tiene el nombre de Jesucristo y que sufrió por nosotros, este Dios es necesario para todos, es la única respuesta a todos los desafíos de este tiempo.
La estima y el respeto hacia las demás religiones y culturas, con las semillas de verdad y de bondad que contienen y que constituyen una preparación para el Evangelio, son particularmente necesarios hoy, en un mundo que crece cada vez más interrelacionado. Pero no puede disminuir la conciencia de la originalidad, plenitud y unicidad de la revelación del verdadero Dios, que se nos dio definitivamente en Cristo, y tampoco puede atenuarse o debilitarse la vocación misionera de la Iglesia.
El clima cultural relativista que nos rodea hace cada vez más importante y urgente arraigar y hacer madurar en todo el cuerpo eclesial la certeza de que Cristo, el Dios con rostro humano, es nuestro verdadero y único Salvador. El libro "Jesús de Nazaret" —un libro personalísimo, no del Papa, sino de este hombre— ha sido escrito con esta intención: que de nuevo podamos ver, con el corazón y la razón, que Cristo es realmente Aquel a quien espera el corazón humano.
Queridos hermanos, como obispos italianos, tenéis una responsabilidad precisa no sólo con respecto a las Iglesias que se os han encomendado, sino también con respecto a la nación entera. Con un pleno y cordial respeto de la distinción entre Iglesia y política, entre lo que pertenece al César y lo que pertenece a Dios (cf. Mt 22, 21), no podemos menos de preocuparnos de lo que es bueno para el hombre, criatura e imagen de Dios: en concreto, del bien común de Italia. Esta atención al bien común la habéis demostrado claramente con la Nota, aprobada por el Consejo episcopal permanente, sobre la familia fundada en el matrimonio y sobre las iniciativas legislativas concernientes a las uniones de hecho, actuando en plena consonancia con la enseñanza constante de la Sede apostólica.
En este contexto, la recientísima manifestación en favor de la familia, que se realizó por iniciativa del laicado católico, pero en la que participaron también muchos no católicos, fue una grande y extraordinaria fiesta de pueblo, que confirmó que la familia misma está profundamente arraigada en el corazón y en la vida de los italianos. Ciertamente, ese acontecimiento ha contribuido a hacer visible a todos el significado y el papel de la familia en la sociedad, que especialmente hoy necesita ser comprendido y reconocido, ante una cultura que se engaña al querer favorecer la felicidad de las personas insistiendo unilateralmente en la libertad de los individuos. Por tanto, toda iniciativa del Estado en favor de la familia como tal no puede por menos de ser apreciada y estimulada.
Esa misma atención a las auténticas necesidades de la gente se manifiesta en el servicio diario a las múltiples formas de pobreza, tanto antiguas como nuevas, tanto visibles como ocultas; es un servicio en el que colaboran muchos organismos eclesiales, comenzando por vuestras diócesis, las parroquias, la Cáritas, y muchas otras organizaciones de voluntariado. Insistid, queridos hermanos en el episcopado, en promover y animar este servicio, para que en él resplandezca siempre el auténtico amor de Cristo y todos puedan constatar que no existe separación alguna entre la Iglesia custodia de la ley moral, escrita por Dios en el corazón del hombre, y la Iglesia que invita a los fieles a ser buenos samaritanos, reconociendo a su prójimo en cada persona que sufre.
Por último, deseo recordaros que tenemos otra cita en Loreto, a inicios de septiembre, para la peregrinación y encuentro que lleva por nombre "Ágora de los jóvenes italianos" y que tiene como finalidad insertar más profundamente a los jóvenes en el camino de la Iglesia después de la Asamblea de Verona y prepararlos para la Jornada mundial de la juventud del año próximo en Sydney.
Sabemos bien que la formación cristiana de las nuevas generaciones es tal vez la tarea más difícil que debe realizar la Iglesia, pero es sumamente importante. Por eso, iremos a Loreto juntamente con nuestros jóvenes a fin de que la Virgen María los ayude a enamorarse cada vez más de Jesucristo, a estar dentro de la Iglesia, reconocida como compañía digna de confianza, y a comunicar a los hermanos la gozosa certeza de que Dios los ama.
Queridos obispos italianos, en el ejercicio de nuestro ministerio encontramos hoy, como siempre, no pocas dificultades, pero también mucho más abundantes consolaciones del Señor, transmitidas a través de los testimonios de afecto de nuestro pueblo. Demos gracias a Dios por todo esto y prosigamos nuestro camino fortificados por la comunión que nos une y que hoy hemos experimentado nuevamente.
Con estos sentimientos os aseguro mi oración por vosotros, por vuestras Iglesias y por Italia, e imparto de corazón a vosotros y a todos vuestros fieles la bendición apostólica.
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