DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A UN CONGRESO ORGANIZADO POR EL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES
Viernes 23 de mayo de 2008
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores y amables señoras:
Me alegra mucho daros mi bienvenida a todos vosotros —académicos y educadores de las instituciones católicas de enseñanza superior—, reunidos en Roma para reflexionar, juntamente con los componentes del Consejo pontificio para las comunicaciones sociales, sobre la identidad y la misión de las facultades de comunicación en las Universidades católicas. A través de vosotros, deseo saludar a vuestros colegas, a vuestros estudiantes y a cuantos forman parte de las facultades que representáis. Doy las gracias, en particular, a vuestro presidente, monseñor Claudio Maria Celli, por las amables palabras que me ha dirigido. Saludo asimismo a los secretarios y al subsecretario del Consejo pontificio para las comunicaciones sociales.
Las distintas formas de comunicación —diálogo, oración, enseñanza, testimonio, proclamación— y sus diversos instrumentos —prensa, electrónica, artes visuales, música, voz, gestos y contacto— son manifestaciones de la naturaleza fundamental de la persona humana. La comunicación revela a la persona, crea relaciones auténticas y comunidad, y permite a los seres humanos madurar en conocimiento, sabiduría y amor. Sin embargo, la comunicación no es sólo producto de una mera y fortuita casualidad, o de nuestras capacidades humanas. A la luz del mensaje bíblico, refleja más bien nuestra participación en el Amor trinitario creativo, comunicativo y unificador, que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios nos ha creado para estar unidos a él, y nos ha dado el don y la tarea de la comunicación, porque quiere que obtengamos esta unión, no solos, sino a través de nuestro conocimiento, nuestro amor y nuestro servicio a él y a nuestros hermanos y hermanas, en una relación comunicativa y amorosa.
Es evidente que en el centro de cualquier reflexión seria sobre la naturaleza y la finalidad de las comunicaciones humanas debe estar un compromiso con las cuestiones relativas a la verdad. Un comunicador puede intentar informar, educar, entretener, convencer, consolar, pero el valor final de cualquier comunicación reside en su veracidad. En una de las primeras reflexiones sobre la naturaleza de la comunicación, Platón subrayó los peligros de cualquier tipo de comunicación que busque promover los objetivos y los propósitos del comunicador o de aquellos para quienes trabaja sin considerar la verdad de cuanto se comunica. También vale la pena recordar la sabia definición de orador que dio Catón el Viejo: vir bonus dicendi peritus, un hombre bueno y honesto, hábil para comunicar.
El arte de la comunicación, por su naturaleza, está vinculado a un valor ético, a las virtudes que son el fundamento de la moral. A la luz de esa definición, os aliento, como educadores, a que alimentéis y recompenséis la pasión por la verdad y la bondad que siempre es fuerte en los jóvenes. Ayudadles a dedicarse plenamente a la búsqueda de la verdad. Pero enseñadles también que su pasión por la verdad, que también puede servirse de cierto escepticismo metodológico, especialmente en cuestiones de interés público, no debe distorsionarse ni convertirse en un cinismo relativista según el cual se rechace o ignore habitualmente cualquier apelación a la verdad y a la belleza.
Os aliento a poner mayor atención en los programas académicos del ámbito de los medios de comunicación social, en especial en las dimensiones éticas de la comunicación entre las personas, en un período en el que el fenómeno de la comunicación está ocupando un lugar cada vez mayor en todos los contextos sociales. Es importante que esta formación jamás se considere como un simple ejercicio técnico o como mero deseo de dar informaciones; conviene que sea principalmente una invitación a promover la verdad en la información y a hacer reflexionar a nuestros contemporáneos sobre los acontecimientos, a fin de ser educadores de los hombres de hoy y construir un mundo mejor. También es necesario promover la justicia y la solidaridad, y respetar en toda circunstancia el valor y la dignidad de cada persona, que tiene derecho a no ser ofendida en lo que concierne a su vida privada.
Sería una tragedia para el futuro de la humanidad si los nuevos instrumentos de comunicación, que permiten compartir el conocimiento y la información de manera más rápida y eficaz, no fueran accesibles a los que ya están marginados económica y socialmente, o sólo contribuyeran a agrandar la distancia que separa a estas personas de las nuevas redes que se están desarrollando al servicio de la socialización humana, la información y el aprendizaje. Por otro lado, sería igualmente grave que la tendencia globalizante en el mundo de las comunicaciones debilitara o eliminara las costumbres tradicionales y las culturas locales, de manera especial las que han logrado fortalecer los valores familiares y sociales, el amor, la solidaridad y el respeto a la vida.
En ese contexto, deseo expresar mi aprecio a aquellas comunidades religiosas que, no obstante los altos costos financieros o los innumerables recursos humanos, han abierto Universidades católicas en los países en vías de desarrollo, y me complace que muchas de estas instituciones estén hoy aquí representadas. Sus esfuerzos asegurarán a los países donde se encuentran el beneficio de la colaboración de hombres y mujeres jóvenes que reciben una formación profesional profunda, inspirada en la ética cristiana, que promueve la educación y la enseñanza como un servicio a toda la comunidad. Valoro de manera particular su compromiso por ofrecer una esmerada educación para todos, independientemente de la raza, condición social o credo, lo cual constituye la misión de la Universidad católica.
En estos días estáis examinando la cuestión de la identidad de una Universidad o de una escuela católica. Al respecto os recuerdo que esta identidad no es sólo una cuestión de número de alumnos católicos; es sobre todo una cuestión de convicción: se trata de creer verdaderamente que el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. La consecuencia es que la identidad católica está en primer lugar en la decisión de encomendarse uno mismo —inteligencia y voluntad, mente y corazón— a Dios. Como expertos en la teoría y en la práctica de la comunicación, y como educadores que están formando una nueva generación de comunicadores, desempeñáis un papel privilegiado no sólo en la vida de vuestros alumnos, sino también en la misión de vuestras Iglesias locales y de sus pastores para dar a conocer la buena nueva del amor de Dios a todas las personas.
Queridos hermanos, a la vez que confirmo mi aprecio por vuestro sugestivo encuentro, que abre el corazón a la esperanza, deseo aseguraros que sigo vuestra importante actividad con la oración y la acompaño con una especial bendición apostólica, que extiendo de corazón a todos vuestros seres queridos.
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