DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA 58ª ASAMBLEA GENERAL
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA
Jueves 29 de mayo de 2008
Queridos hermanos obispos italianos:
Esta es la cuarta vez que tengo la alegría de encontrarme con vosotros, reunidos en vuestra asamblea general, para reflexionar con vosotros sobre la misión de la Iglesia en Italia y sobre la vida de esta amada nación. Saludo a vuestro presidente, cardenal Angelo Bagnasco, y le agradezco sinceramente las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo a los tres vicepresidentes y al secretario general. Os saludo a cada uno con el afecto que brota de saber que somos miembros del único Cuerpo místico de Cristo y partícipes de la misma misión.
Ante todo, deseo felicitaros por haber centrado vuestros trabajos en la reflexión sobre cómo favorecer el encuentro de los jóvenes con el Evangelio y, por tanto, en concreto, sobre las cuestiones fundamentales de la evangelización y la educación de las nuevas generaciones. En Italia, como en muchos otros países, se constata claramente lo que podemos definir una verdadera "emergencia educativa". En efecto, cuando en una sociedad y en una cultura marcadas por un relativismo invasor y a menudo agresivo parecen faltar las certezas fundamentales, los valores y las esperanzas que dan sentido a la vida, se difunde fácilmente, tanto entre los padres como entre los maestros, la tentación de renunciar a su tarea y, antes incluso, el riesgo de no comprender ya cuál es su papel y su misión.
Así, los niños, los adolescentes y los jóvenes, aun rodeados de muchas atenciones y protegidos quizá excesivamente contra las pruebas y las dificultades de la vida, al final se sienten abandonados ante los grandes interrogantes que surgen inevitablemente en su interior, al igual que ante las expectativas y los desafíos que se perfilan en su futuro. Para nosotros, los obispos, para nuestros sacerdotes, para los catequistas y para toda la comunidad cristiana, la emergencia educativa asume un aspecto muy preciso: el de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones.
También aquí, en cierto sentido especialmente aquí, debemos tener en cuenta los obstáculos que plantea el relativismo: una cultura que pone a Dios entre paréntesis y desalienta cualquier opción verdaderamente comprometedora y, en particular, las opciones definitivas, para privilegiar en cambio, en los diversos ámbitos de la vida, la afirmación de sí mismos y las satisfacciones inmediatas.
Para afrontar estas dificultades, el Espíritu Santo ya ha suscitado en la Iglesia muchos carismas y energías evangelizadoras, particularmente presentes y activas en el catolicismo italiano. Los obispos tenemos el deber de acoger con alegría estas nuevas fuerzas, sostenerlas, favorecer su maduración, guiarlas y dirigirlas de modo que se mantengan siempre dentro del gran cauce de la fe y de la comunión eclesial.
Además, debemos dar un perfil más marcado de evangelización a las numerosas formas y ocasiones de encuentro y de presencia que todavía tenemos con el mundo juvenil, en las parroquias, en los oratorios, en las escuelas —de modo especial, en las escuelas católicas—, y en muchos otros lugares de agrupación. Tienen mayor importancia, obviamente, las relaciones personales, y en especial la confesión sacramental y la dirección espiritual. Cada una de estas ocasiones es una posibilidad que se nos concede para mostrar a nuestros muchachos y jóvenes el rostro del Dios que es el verdadero amigo del hombre.
Asimismo, las grandes citas, como la que vivimos en septiembre del año pasado en Loreto y la que viviremos en julio en Sydney, donde estarán presentes también muchos jóvenes italianos, son la expresión comunitaria, pública y festiva de la esperanza, del amor y de la confianza en Cristo y en la Iglesia, que siguen arraigados en el alma de los jóvenes. Por tanto, estas citas recogen el fruto de nuestro trabajo pastoral diario y, al mismo tiempo, ayudan a respirar a pleno pulmón la universalidad de la Iglesia y la fraternidad que debe unir a todas las naciones.
También en un contexto social más amplio, precisamente la actual emergencia educativa incrementa la demanda de una educación que sea verdaderamente tal; por tanto, en concreto, la demanda de educadores que sepan ser testigos creíbles de las realidades y de los valores sobre los cuales es posible construir tanto la existencia personal como proyectos de vida comunes y compartidos.
Esta demanda, que viene del cuerpo social e implica a los muchachos y a los jóvenes, al igual que a los padres y a los demás educadores, constituye de por sí la premisa y el inicio de un itinerario de redescubrimiento y reactivación que, con formas adecuadas a los tiempos actuales, ponga de nuevo en el centro la formación plena e integral de la persona humana.
En este contexto, quiero decir una palabra en favor de esos lugares específicos de formación que son las escuelas. En un Estado democrático, que se enorgullece de promover la libre iniciativa en todos los campos, no se justifica la exclusión de un apoyo adecuado al compromiso de las instituciones eclesiásticas en el campo escolar. En efecto, es legítimo preguntarse si no contribuiría a la calidad de la enseñanza la confrontación estimulante, respetando los programas ministeriales válidos para todos, entre diversos centros formativos creados por fuerzas populares múltiples con el fin de interpretar las opciones educativas de las familias. Todo hace pensar que semejante confrontación produciría efectos benéficos.
Queridos hermanos obispos italianos, no sólo en el importantísimo ámbito de la educación, sino también, en cierto sentido, en su propia situación global, Italia necesita salir de un período difícil, en el que se ha debilitado el dinamismo económico y social, ha disminuido la confianza en el futuro y, en cambio, ha aumentado el sentido de inseguridad por las condiciones de pobreza de numerosas familias, con la consiguiente tendencia de cada uno a aislarse. Precisamente teniendo en cuenta este contexto, percibimos con particular alegría las señales de un clima nuevo, más confiado y constructivo, vinculado al establecimiento de relaciones más serenas entre las fuerzas políticas y las instituciones, en virtud de una percepción más viva de las responsabilidades comunes con respecto al futuro de la nación. Y consuela que dicha percepción parece extenderse al sentir popular, al territorio y a las clases sociales. En efecto, se ha generalizado el deseo de reanudar el camino, de afrontar y resolver juntos al menos los problemas más urgentes y graves, de comenzar una nueva etapa de crecimiento económico, pero también civil y moral.
Evidentemente, este clima debe consolidarse, y si no logra pronto un resultado concreto, podría disiparse. Pero de por sí ya representa un valioso recurso, que cada uno debe salvaguardar y reforzar, según su papel y sus responsabilidades. Como obispos, no podemos por menos de dar nuestra contribución específica para que en Italia se produzca un período de progreso y concordia, haciendo fructificar las energías y los impulsos que surgen de su gran historia cristiana.
Con este fin, ante todo debemos decir y testimoniar con franqueza a nuestras comunidades eclesiales y a todo el pueblo italiano que, aunque son muchos los problemas por afrontar, el problema fundamental del hombre de hoy sigue siendo el problema de Dios. Ningún otro problema humano y social podrá resolverse verdaderamente si Dios no vuelve a ocupar el centro de nuestra vida. Solamente así, a través del encuentro con el Dios vivo, manantial de la esperanza que nos cambia desde dentro y no defrauda (cf. Rm 5, 5), es posible recuperar una confianza fuerte y segura en la vida, y dar consistencia y vigor a nuestros proyectos de bien.
Deseo repetiros a vosotros, queridos obispos italianos, lo que dije el pasado 16 de abril a nuestros hermanos obispos de Estados Unidos: «Como anunciadores del Evangelio y guías de la comunidad católica, vosotros estáis llamados también a participar en el intercambio de ideas en la esfera pública, para ayudar a modelar actitudes culturales adecuadas» (Homilía durante la celebración de las Vísperas, 16 de abril de 2008: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de abril de 2008, p. 8).
Por tanto, en el marco de una laicidad sana y bien entendida, es preciso resistir contra cualquier tendencia a considerar la religión, y en particular el cristianismo, como un hecho solamente privado; al contrario, las perspectivas que surgen de nuestra fe pueden dar una contribución fundamental a la aclaración y solución de los mayores problemas sociales y morales de Italia y de la Europa de hoy.
Así pues, hacéis bien en dedicar gran atención a la familia fundada en el matrimonio, para promover una pastoral adecuada a los desafíos que debe afrontar hoy, para incentivar la consolidación de una cultura favorable, y no hostil, a la familia y a la vida, así como para solicitar a las instituciones públicas una política coherente y orgánica, que reconozca el papel central que desempeña la familia en la sociedad, en particular con respecto a la generación y educación de los hijos: Italia tiene una necesidad grande y urgente de esta política.
De igual modo, debe ser fuerte y constante nuestro compromiso en favor de la dignidad y la defensa de la vida humana en todo momento y condición, desde la concepción y la fase embrionaria, pasando por las situaciones de enfermedad y sufrimiento, hasta la muerte natural. Tampoco podemos cerrar los ojos y callar ante las pobrezas, las dificultades y las injusticias sociales que afligen a gran parte de la humanidad y que requieren el compromiso generoso de todos, un compromiso que se extienda también a las personas que, aunque sean desconocidas, atraviesan situaciones de necesidad.
Naturalmente, la disponibilidad a ayudarles debe manifestarse respetando las leyes, que garantizan el desarrollo ordenado de la vida social tanto dentro de un Estado como con respecto a quienes llegan a él desde el exterior. No es necesario que concrete más mi reflexión: vosotros, juntamente con vuestros queridos sacerdotes, conocéis las situaciones concretas y reales, porque vivís con la gente.
Así pues, para la Iglesia que está en Italia es una extraordinaria oportunidad poder valerse de medios de información que interpreten diariamente en el debate público sus exigencias y preocupaciones, ciertamente de manera libre y autónoma, pero con espíritu de sincera comunión. Por tanto, me alegro con vosotros por el cuadragésimo aniversario de la fundación del diario Avvenire, y deseo vivamente que llegue a un número cada vez mayor de lectores. Me alegra la publicación de la nueva traducción de la Biblia, y os agradezco el ejemplar que me habéis regalado amablemente, y espero que haya también una edición de bolsillo. Se enmarca bien en la preparación del próximo Sínodo de los obispos, que reflexionará sobre: "La palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia".
Amadísimos hermanos obispos italianos, os aseguro mi cercanía, con un constante recuerdo en la oración, y os imparto con gran afecto la bendición apostólica a cada uno de vosotros, a vuestras Iglesias y a toda la amada nación italiana.
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