"LECTIO DIVINA" DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN EL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR
Viernes 20 de febrero de 2009
Señor cardenal;
queridos amigos:
Para mí siempre es una gran alegría estar en mi Seminario, ver a los futuros sacerdotes de mi diócesis, estar con vosotros en el signo de Nuestra Señora de la Confianza. Con ella, que nos ayuda, nos acompaña y nos da realmente la certeza de contar siempre con la ayuda de la gracia divina, seguimos adelante.
Veamos ahora qué nos dice san Pablo con este texto: "Habéis sido llamados a la libertad" (Ga 5, 13). En todas las épocas, desde los comienzos pero de modo especial en la época moderna, la libertad ha sido el gran sueño de la humanidad. Sabemos que Lutero se inspiró en este texto de la carta a los Gálatas; y la conclusión fue que la Regla monástica, la jerarquía, el magisterio le parecieron un yugo de esclavitud del que era necesario librarse. Sucesivamente, el período de la Ilustración estuvo totalmente dominado, penetrado por este deseo de libertad, que se pensaba haber alcanzado ya. Y también el marxismo se presentó como camino hacia la libertad.
Esta tarde nos preguntamos: ¿Qué es la libertad? ¿Cómo podemos ser libres? San Pablo nos ayuda a entender esta realidad complicada que es la libertad insertando este concepto en un contexto de concepciones antropológicas y teológicas fundamentales. Dice: "No toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por caridad los unos a los otros" (Ga 5, 13). El rector nos ha dicho ya que "carne" no es el cuerpo, sino que "carne", en el lenguaje de san Pablo, es expresión de la absolutización del yo, del yo que quiere serlo todo y tomarlo todo para sí. El yo absoluto, que no depende de nada ni de nadie, parece poseer realmente, en definitiva, la libertad. Soy libre si no dependo de nadie, si puedo hacer todo lo que quiero. Y precisamente esta absolutización del yo es "carne", es decir, degradación del hombre; no es conquista de la libertad. El libertinaje no es libertad, sino más bien el fracaso de la libertad.
Y san Pablo se atreve a proponer una fuerte paradoja: "Servíos por caridad los unos a los otros" (en griego douléuete); es decir, la libertad se realiza paradójicamente mediante el servicio; llegamos a ser libres si nos convertimos en siervos unos de otros. Así san Pablo pone todo el problema de la libertad a la luz de la verdad del hombre. Reducirse a la carne, aparentemente elevándose al rango de divinidad -"Sólo yo soy el hombre"- introduce en la mentira. Porque en realidad no es así: el hombre no es un absoluto, como si el yo pudiera aislarse y comportarse sólo según su propia voluntad. Esto va contra la verdad de nuestro ser. Nuestra verdad es que, ante todo, somos criaturas, criaturas de Dios y vivimos en relación con el Creador. Somos seres relacionales, y sólo entramos en la verdad aceptando nuestra relacionalidad; de lo contrario, caemos en la mentira y en ella, al final, nos destruimos.
Somos criaturas y, por tanto, dependemos del Creador. En la época de la Ilustración, sobre todo al ateísmo esto le parecía una dependencia de la que era necesario liberarse. Sin embargo, en realidad, esta dependencia sólo sería fatal si este Dios Creador fuera un tirano, no un Ser bueno; sólo si fuera como los tiranos humanos. En cambio, si este Creador nos ama y nuestra dependencia es estar en el espacio de su amor, en este caso la dependencia es precisamente libertad. En efecto, de este modo nos encontramos en la caridad del Creador, estamos unidos a él, a toda su realidad, a todo su poder. Por tanto este es el primer punto: ser criatura quiere decir ser amados por el Creador, estar en esta relación de amor que él nos da, con la que nos previene. De ahí deriva ante todo nuestra verdad, que es al mismo tiempo una llamada a la caridad.
Por eso, ver a Dios, orientarse a Dios, conocer a Dios, conocer la voluntad de Dios, insertarse en la voluntad, es decir, en el amor de Dios es entrar cada vez más en el espacio de la verdad. Y este camino del conocimiento de Dios, de la relación de amor con Dios, es la aventura extraordinaria de nuestra vida cristiana: porque en Cristo conocemos el rostro de Dios, el rostro de Dios que nos ama hasta la cruz, hasta el don de sí mismo.
Pero la relacionalidad propia de las criaturas implica también un segundo tipo de relación: estamos en relación con Dios, pero al mismo tiempo, como familia humana, también estamos en relación unos con otros. En otras palabras, libertad humana es, por una parte, estar en la alegría y en el espacio amplio del amor de Dios, pero implica también ser uno con el otro y para el otro. No hay libertad contra el otro. Si yo me absolutizo, me convierto en enemigo del otro; ya no podemos convivir y toda la vida se transforma en crueldad, en fracaso. Sólo una libertad compartida es una libertad humana; sólo estando juntos podemos entrar en la sinfonía de la libertad.
Así pues, este es otro punto de gran importancia: sólo aceptando al otro, sólo aceptando también la aparente limitación que supone para mi libertad respetar la libertad del otro, sólo insertándome en la red de dependencias que nos convierte, en definitiva, en una sola familia humana, estoy en camino hacia la liberación común.
Aquí aparece un elemento muy importante: ¿Cuál es la medida de compartir la libertad? Vemos que el hombre necesita orden, derecho, para que se pueda realizar su libertad, que es una libertad vivida en común. ¿Y cómo podemos encontrar este orden justo, en el que nadie sea oprimido, sino que cada uno pueda dar su propia contribución para formar esta especie de concierto de las libertades? Si no hay una verdad común del hombre como aparece en la visión de Dios, queda sólo el positivismo y se tiene la impresión de algo impuesto, incluso de manera violenta. De ahí esta rebelión contra el orden y el derecho, como si se tratara de una esclavitud.
Pero si podemos encontrar en nuestra naturaleza el orden del Creador, el orden de la verdad, que da a cada uno su sitio, precisamente el orden y el derecho pueden ser instrumentos de libertad contra la esclavitud del egoísmo. Servirnos unos a otros se convierte en instrumento de la libertad; y aquí podemos insertar toda una filosofía de la política según la doctrina social de la Iglesia, la cual nos ayuda a encontrar este orden común que da a cada uno su lugar en la vida común de la humanidad. La primera realidad que hay que respetar es, por tanto, la verdad: la libertad contra la verdad no es libertad. Servirnos unos a otros crea el espacio común de la libertad.
Y luego san Pablo prosigue diciendo: "Toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo"" (Ga 5, 14). En esta afirmación aparece el misterio del Dios encarnado, aparece el misterio de Cristo que en su vida, en su muerte, en su resurrección se convierte en la ley viviente. Inmediatamente, las primeras palabras de nuestra lectura -"Habéis sido llamados a la libertad"- aluden a este misterio. Hemos sido llamados por el Evangelio, hemos sido llamados realmente en el Bautismo, en la participación en la muerte y la resurrección de Cristo, y de esta forma hemos pasado de la "carne", del egoísmo, a la comunión con Cristo. Así estamos en la plenitud de la ley.
Probablemente todos conocéis las hermosas palabras de san Agustín: "Dilige et fac quod vis", "Ama y haz lo que quieras". Lo que dice san Agustín es verdad, si entendemos bien la palabra "amor". "Ama y haz lo que quieras", pero debemos estar realmente penetrados de la comunión con Cristo, debemos estar identificados con su muerte y su resurrección, debemos estar unidos a él en la comunión de su Cuerpo. En la participación de los sacramentos, en la escucha de la Palabra de Dios, la voluntad divina, la ley divina entra realmente en nuestra voluntad; nuestra voluntad se identifica con la suya; se convierten en una sola voluntad; así realmente somos libres, así en realidad podemos hacer lo que queramos, porque queremos con Cristo, queremos en la verdad y con la verdad.
Por tanto, pidamos al Señor que nos ayude en este camino que comenzó con el Bautismo, un camino de identificación con Cristo que se realiza siempre, continuamente, en la Eucaristía. En la Plegaria eucarística iii decimos: "Para que (...) formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu". Es un momento en el cual, a través de la Eucaristía y a través de nuestra verdadera participación en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo, formamos un solo espíritu con él, nos identificamos con su voluntad, y así llegamos realmente a la libertad.
Detrás de las palabras "La ley está cumplida", detrás de estas palabras que se hacen realidad en la comunión con Cristo, aparecen juntamente con el Señor todas las figuras de los santos que han entrado en esta comunión con Cristo, en esta unidad del ser, en esta unidad con su voluntad. Aparece, sobre todo, la Virgen, en su humildad, en su bondad, en su amor. La Virgen nos da esta confianza, nos toma de la mano, nos guía, nos ayuda en el camino para unirnos a la voluntad de Dios, como ella lo hizo desde el primer momento, expresando esta unión en su "fiat".
Y, por último, después de estas cosas hermosas, una vez más en la carta se alude a la situación un poco triste de la comunidad de los Gálatas, cuando san Pablo dice: "Si os mordéis y os devoráis mutuamente, al menos no os destruyáis del todo unos a otros... Caminad según el Espíritu" (Ga 5, 15-16). Me parece que en esta comunidad, que ya no estaba en el camino de la comunión con Cristo, sino en el de la ley exterior de la "carne", emergen naturalmente también las polémicas y san Pablo dice: "Os convertís en fieras; uno muerde al otro". Así alude a las polémicas que nacen donde la fe degenera en intelectualismo y la humildad se sustituye con la arrogancia de creerse mejores que los demás.
Vemos cómo también hoy suceden cosas parecidas donde, en lugar de insertarse en la comunión con Cristo, en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, cada uno quiere ser superior al otro y con arrogancia intelectual quiere hacer creer que él es mejor. Así nacen las polémicas, que son destructivas; así nace una caricatura de la Iglesia, que debería ser una sola alma y un solo corazón.
En esta advertencia de san Pablo debemos encontrar también hoy un motivo de examen de conciencia: no debemos creernos superiores a los demás; debemos tener la humildad de Cristo, la humildad de la Virgen; debemos entrar en la obediencia de la fe. Precisamente así se abre realmente, también para nosotros, el gran espacio de la verdad y de la libertad en el amor.
Por último, demos gracias a Dios porque nos ha mostrado su rostro en Cristo, nos ha dado a la Virgen, nos ha dado a los santos, nos ha llamado a ser un solo cuerpo, un solo espíritu con él. Y pidámosle que nos ayude a insertarnos cada vez más en esta comunión con su voluntad, para encontrar así, con la libertad, el amor y la alegría.
* * *
Al final de la cena, el Santo Padre se despidió con estas palabras:
Me dicen que esperan aún unas palabras mías. Quizás ya he hablado demasiado, pero quiero expresar mi gratitud, mi alegría por estar con vosotros. En la conversación ahora a la mesa he aprendido algo más de la historia de Letrán, comenzando por Constantino, Sixto V y Benedicto XIV, el Papa Lambertini.
Así he visto todos los problemas de la historia y el renacimiento continuo de la Iglesia en Roma. Y he comprendido que en la discontinuidad de los acontecimientos exteriores está la gran continuidad de la unidad de la Iglesia en todos los tiempos. Y también sobre la composición del Seminario he comprendido que es expresión de la catolicidad de nuestra Iglesia. Procediendo de todos los continentes, somos una Iglesia y tenemos en común el futuro. Esperamos sólo que aumenten más las vocaciones porque, como ha dicho el rector, necesitamos trabajadores en la viña del Señor. ¡Gracias a todos vosotros!
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