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PEREGRINACIÓN
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A TIERRA SANTA
(8-15 DE MAYO DE 2009)

VISITA AL CAMPO DE REFUGIADOS AIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Belén
Miércoles 13 de mayo de 2009

 

Señor presidente;
queridos amigos:

Mi visita de esta tarde al campo de refugiados de Aida me brinda la grata oportunidad de expresar mi solidaridad a todos los palestinos que no tienen vivienda, y anhelan poder volver a sus lugares de origen o vivir permanentemente en una patria propia. Gracias, señor presidente, por su amable saludo. También le doy las gracias a usted, señora Abu Zayd, y a los demás portavoces. A todos los oficiales de la Agencia de las Naciones Unidas para la asistencia y el apoyo, que cuidan de los refugiados, les manifiesto el aprecio que sienten innumerables hombres y mujeres de todo el mundo por la labor que se realiza aquí y en otros campos de la región.

Extiendo mi saludo en particular a los niños y a los profesores de la escuela. Con vuestro compromiso en la educación expresáis esperanza en el futuro. A todos los jóvenes aquí presentes les digo: renovad vuestros esfuerzos a fin de prepararos para el tiempo en que seáis responsables de los asuntos del pueblo palestino en los próximos años. Los padres de familia desempeñan aquí un papel muy importante. A todas las familias presentes en este campo les digo: no dejéis de sostener a vuestros hijos en sus estudios y en el cultivo de sus dones, de forma que no haya escasez de personal bien formado para ocupar en el futuro puestos de responsabilidad en la comunidad palestina.

Sé que muchas de vuestras familias están divididas —a causa del encarcelamiento de miembros de la familia o de restricciones a la libertad de movimiento— y que muchos de vosotros habéis experimentado pérdidas durante las hostilidades. Mi corazón acompaña a todos los que sufren por esa razón. Tened la seguridad de que recuerdo constantemente en mis oraciones a todos los prófugos palestinos en el mundo, especialmente a los que han perdido su casa o a personas queridas durante el reciente conflicto de Gaza.

Me complace constatar el excelente trabajo que han realizado muchas agencias de la Iglesia al cuidar de los refugiados aquí y en otras partes de los Territorios palestinos. La Misión pontificia para Palestina, fundada hace aproximadamente sesenta años para coordinar la asistencia humanitaria católica a los refugiados, prosigue su obra tan necesaria en colaboración con otras organizaciones similares. En este campo la presencia de las religiosas Franciscanas Misioneras del Corazón Inmaculado de María recuerda la figura carismática de san Francisco, el gran apóstol de paz y de reconciliación. A este respecto, quiero expresar mi aprecio en particular por la inmensa contribución que han dado diversos miembros de la familia franciscana cuidando de la gente de estas tierras, convirtiéndose en "instrumentos de paz", según la conocida expresión atribuida al santo de Asís.

Instrumentos de paz. ¡Cuánto anhelan la paz las personas de este campo, de estos Territorios y de toda la región! En estos días ese deseo asume una intensidad particular al recordar los sucesos de mayo de 1948 y los años de conflicto, aún sin resolver, que siguieron a esos acontecimientos. Vosotros ahora vivís en condiciones precarias y difíciles, con escasas oportunidades de empleo. Es comprensible que a menudo sintáis frustración. Vuestras legítimas aspiraciones a una patria permanente, a un Estado palestino independiente, siguen sin hacerse realidad. Y vosotros, al contrario, os sentís atrapados, como muchos en esta región y en el mundo, en una espiral de violencia, de ataques y contraataques, de represalias y de destrucción continua. Todo el mundo desea fuertemente que se rompa esa espiral, anhela que la paz ponga fin a las hostilidades perennes. Mientras nos encontramos aquí reunidos esta tarde, se yergue sobre nosotros un duro testimonio del punto muerto en el que parecen hallarse los contactos entre israelíes y palestinos: el muro.

En un mundo en que se van abriendo cada vez más las fronteras —para el comercio, para viajar, para la movilidad de la gente, para intercambios culturales— es trágico ver que todavía se siguen construyendo muros. ¡Cuánto aspiramos a ver los frutos de la tarea, mucho más difícil, de edificar la paz! ¡Cuán ardientemente oramos para que cesen las hostilidades que han causado la erección de este muro!

A los dos lados del muro se necesita una gran valentía para superar el miedo y la desconfianza, para superar el deseo de venganza por pérdidas o heridas. Hace falta magnanimidad para buscar la reconciliación después de años de enfrentamientos armados. Y, sin embargo, la historia nos enseña que la paz llega solamente cuando las partes en conflicto están dispuestas a ir más allá de las recriminaciones y a colaborar para fines comunes, tomando en serio los intereses y las preocupaciones de los demás y tratando de crear un clima de confianza. Debe haber voluntad de poner en marcha iniciativas fuertes y creativas para la reconciliación: si cada uno insiste en concesiones preliminares por parte del otro, el resultado será sólo el estancamiento de las negociaciones.

La ayuda humanitaria, como la que se presta en este campo, desempeña un papel esencial, pero la solución a largo plazo a un conflicto como este sólo puede ser política. Nadie espera que los pueblos palestino e israelí lleguen a ella por sí solos. Es vital el apoyo de la comunidad internacional. Por eso, renuevo mi llamamiento a todas las partes implicadas para que ejerzan su influencia en favor de una solución justa y duradera, respetando las legítimas exigencias de todas las partes y reconociendo su derecho a vivir en paz y con dignidad, según el derecho internacional.

Con todo, al mismo tiempo, los esfuerzos diplomáticos sólo podrán tener éxito si los mismos palestinos e israelíes están dispuestos a romper con el ciclo de las agresiones. Me vienen a la mente estas otras espléndidas palabras atribuidas a san Francisco: "Que donde hay odio, ponga yo amor; que donde hay ofensa, ponga yo perdón...; que donde hay tinieblas, ponga vuestra luz; que donde hay tristeza, ponga yo alegría".

A cada uno de vosotros renuevo la invitación a un profundo compromiso de cultivar la paz y la no violencia, siguiendo el ejemplo de san Francisco y de otros grandes constructores de paz. La paz debe comenzar en el propio hogar, en la propia familia, en el propio corazón. Sigo rezando para que todas las partes en conflicto en esta tierra tengan la valentía y la imaginación de avanzar por el camino exigente pero indispensable de la reconciliación. Que la paz florezca una vez más en estas tierras. Que Dios bendiga a su pueblo con la paz.



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