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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA REGIÓN NORTE 2 DE LA CONFERENCIA
EPISCOPAL DE BRASIL EN VISITA «AD LIMINA»

Jueves 15 de abril de 2010

 

Amados hermanos en el episcopado:

Vuestra visita ad limina tiene lugar en el clima de alabanza y júbilo pascual que envuelve a toda la Iglesia, adornada con los fulgores de la luz de Cristo resucitado. En él la humanidad superó la muerte y completó la última etapa de su crecimiento penetrando en los cielos (cf. Ef 2, 6). Ahora Jesús puede libremente volver sobre sus pasos y encontrarse con sus hermanos como, cuando y donde quiera. En su nombre me complace acogeros, queridos pastores de la Iglesia de Dios peregrina en la región Norte 2 de Brasil, con el saludo del Señor cuando se presentó resucitado a los Apóstoles y compañeros: «La paz esté con vosotros» (Lc 24, 36).

Vuestra presencia aquí tiene un sabor familiar, pues parece reproducir el final de la historia de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 33-35): habéis venido a contar lo que ha pasado a lo largo del camino recorrido con Jesús por vuestras diócesis diseminadas en la inmensidad de la región amazónica, con sus parroquias y otras realidades que las componen, como los movimientos y nuevas comunidades y las comunidades eclesiales de base en comunión con su obispo (cf. Documento de Aparecida, n. 179). Nada podría alegrarme más que el saberos en Cristo y con Cristo, como testimonian las relaciones diocesanas que me habéis enviado y que os agradezco. Expreso mi gratitud de modo particular a monseñor Jesús María Cizaurre por las palabras que acaba de dirigirme en vuestro nombre y del pueblo de Dios confiado a vosotros, subrayando su fidelidad y adhesión a Pedro. A vuestro regreso, aseguradle mi gratitud por estos sentimientos y mi bendición, añadiendo: «Realmente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (Lc 24, 34).

En esa aparición, las palabras —si las hubo— se diluyeron en la sorpresa de ver al Maestro resucitado, cuya presencia lo dice todo: Estaba muerto, pero ahora vivo y vosotros viviréis por mí (cf. Ap 1, 18). Y, por estar vivo y resucitado, Cristo puede convertirse en «pan vivo» (Jn 6, 51) para la humanidad. Por eso siento que el centro y la fuente permanente del ministerio petrino están en la Eucaristía, corazón de la vida cristiana, fuente y culmen de la misión evangelizadora de la Iglesia. Así podéis comprender la preocupación del Sucesor de Pedro por todo lo que pueda ofuscar el punto más original de la fe católica: hoy Jesucristo sigue vivo y realmente presente en la hostia y en el cáliz consagrados.

La menor atención que en ocasiones se ha prestado al culto del Santísimo Sacramento es indicio y causa del oscurecimiento del sentido cristiano del misterio, como sucede cuando en la santa misa ya no aparece como preeminente y operante Jesús, sino una comunidad atareada en muchas cosas en vez de estar recogida y de dejarse atraer a lo único necesario: su Señor. La actitud principal y esencial del fiel cristiano que participa en la celebración litúrgica no es hacer, sino escuchar, abrirse, recibir. Es obvio que, en este caso, recibir no significa estar pasivo o desinteresarse de lo que allí acontece, sino cooperar —porque volvemos a ser capaces de actuar por la gracia de Dios— según «la auténtica naturaleza de cuya característica es ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; de modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (Sacrosanctum Concilium, 2). Si en la liturgia no destacase la figura de Cristo, que es su principio y está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora.

¡Qué lejos están de todo esto quienes, en nombre de la inculturación, caen en el sincretismo introduciendo en la celebración de la santa misa ritos tomados de otras religiones o particularismos culturales! (cf. Redemptionis Sacramentum, 79). El misterio eucarístico —escribía mi venerable predecesor el Papa Juan Pablo II— es un «don demasiado grande para soportar ambigüedades y reducciones», particularmente cuando, «privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno» (Ecclesia de Eucharistia, 10). En la base de varias de las motivaciones aducidas está una mentalidad incapaz de aceptar la posibilidad de una intervención divina real en este mundo en socorro del hombre. Este, sin embargo, «se encuentra hasta tal punto incapaz de vencer eficazmente por sí mismo los ataques del mal, que cada uno se siente como atado con cadenas» (Gaudium et spes, 13). Quienes comparten la visión deísta consideran integrista la confesión de una intervención redentora de Dios para cambiar esta situación de alienación y de pecado, y se emite el mismo juicio a propósito de un signo sacramental que hace presente el sacrificio redentor. Más aceptable, a sus ojos, sería la celebración de un signo que correspondiera a un vago sentimiento de comunidad.

Pero el culto no puede nacer de nuestra fantasía; sería un grito en la oscuridad o una simple autoafirmación. La verdadera liturgia supone que Dios responda y nos muestre cómo podemos adorarlo. «La Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía precisamente porque el mismo Cristo se entregó antes a ella en el sacrificio de la cruz» (Sacramentum caritatis, 14). La Iglesia vive de esta presencia y tiene como razón de ser y de existir difundir esta presencia en el mundo entero.

«¡Quédate con nosotros, Señor!» (cf. Lc 24, 29): así rezan los hijos e hijas de Brasil con vistas al XVI Congreso eucarístico nacional, que se celebrará dentro de un mes en Brasilia y que de este modo verá cómo el jubileo áureo de su fundación se enriquece con el «oro» de la eternidad presente en el tiempo: Jesús Eucaristía. Que él sea verdaderamente el corazón de Brasil, de donde provenga la fuerza para que todos los hombres y las mujeres brasileños se reconozcan y ayuden como hermanos, como miembros del Cristo total. Quien quiera vivir, tiene de dónde vivir, tiene de qué vivir. Que se acerque, crea, entre a formar parte del Cuerpo de Cristo y será vivificado. Hoy y aquí, deseo todo esto a la esperanzada parcela de este Cuerpo que es la región Norte 2, e imparto la bendición apostólica a cada uno de vosotros, haciéndola extensiva a vuestros colaboradores y a todos los fieles cristianos.



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