DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA
Sala del Consistorio
Lunes 14 de junio de 2010
Venerados hermanos en el episcopado;
queridos sacerdotes:
Siempre os recibo con alegría con motivo de nuestro acostumbrado encuentro, que me brinda la oportunidad de saludaros, alentaros y proponeros algunas reflexiones sobre el trabajo en las representaciones pontificias. Saludo al presidente, el arzobispo Beniamino Stella, que con entrega y sentido eclesial sigue vuestra formación, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Expreso mi saludo y mi agradecimiento a sus colaboradores y a las Hermanas Franciscanas Misioneras del Niño Jesús.
Quisiera detenerme brevemente a comentar lo que significa el concepto de representación. Con frecuencia en la actualidad se considera de manera parcial: se tiende a asociarlo a algo meramente exterior, formal, poco personal.
El servicio de representación para el que os estáis preparando es, sin embargo, algo mucho más profundo, puesto que es participación en la «sollicitudo omnium ecclesiarum» que caracteriza el ministerio del Romano Pontífice. Se trata, por tanto, de una realidad eminentemente personal, destinada a tener una profunda incidencia en quien está llamado a desempeñar esa tarea particular. Precisamente desde esta perspectiva eclesial, el ejercicio de la representación implica la exigencia de acoger y alimentar con atención especial, en la propia vida sacerdotal, algunas dimensiones que quiero indicar, aunque sea brevemente, para que sean motivo de reflexión en vuestro camino formativo.
Ante todo, cultivar una adhesión interior plena a la persona del Papa, a su magisterio y al ministerio universal; es decir, adhesión plena a aquel que ha recibido la misión de confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc 22, 32) y que «es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la multitud de los fieles» (Lumen gentium, 23). En segundo lugar, asumir, como estilo de vida y como prioridad cotidiana, un cuidado atento —una verdadera «pasión»— por la comunión eclesial. Representar al Romano Pontífice significa, además, tener la capacidad de ser un «puente» sólido, un canal seguro de comunicación entre las Iglesias particulares y la Sede Apostólica: por un lado, poniendo a disposición del Papa y de sus colaboradores una visión objetiva, correcta y profunda de la realidad eclesial y social en la que se vive; por otro, esforzándose por transmitir las normas, las indicaciones, las orientaciones que imparte la Santa Sede, no de manera burocrática, sino con profundo amor a la Iglesia y con la ayuda de la confianza personal pacientemente construida, respetando y valorando, al mismo tiempo, los esfuerzos de los obispos y el camino de las Iglesias particulares a las que se ha sido enviado.
Como se puede intuir, el servicio al que os estáis preparando exige una entrega plena y una disponibilidad generosa para sacrificar, si es necesario, intuiciones personales, proyectos propios y otras posibilidades de ejercicio del ministerio sacerdotal. Desde una perspectiva de fe y de respuesta concreta a la llamada de Dios, que hay que alimentar siempre en una relación intensa con el Señor, esto no menoscaba la originalidad de cada uno, sino que, por el contrario, resulta sumamente enriquecedor: el esfuerzo por ponerse en sintonía con la perspectiva universal y con el servicio a la unidad de la grey de Dios, algo propio del ministerio petrino, es capaz de valorizar de manera singular las cualidades y los talentos de cada uno, según la lógica que san Pablo mostró a los cristianos de Corinto (cf. 1 Co 12, 1-31). De este modo, el representante pontificio, junto con sus colaboradores, se convierte verdaderamente en signo de la presencia y de la caridad del Papa. Y si esto es un beneficio para la vida de todas las Iglesias particulares, lo es especialmente en las situaciones particularmente delicadas o difíciles en que, por diversas razones, se puede encontrar la comunidad cristiana. Se trata de un auténtico servicio sacerdotal, caracterizado por una analogía, no remota, con la representación de Cristo, típica del sacerdote que, como tal, tiene una dimensión sacrificial intrínseca.
De aquí deriva también el estilo peculiar del servicio de representación al que estáis llamados a ejercer ante las autoridades estatales o ante las organizaciones internacionales. También en estos ámbitos la figura y la presencia del nuncio, del delegado apostólico, del observador permanente, es determinada no sólo por el ambiente en el que trabaja, sino antes aún y principalmente por aquel a quien se está llamado a representar. Esto pone al representante pontificio en una situación particular respecto a los demás embajadores o enviados. De hecho, él siempre se identificará profundamente, en un sentido sobrenatural, con aquel a quien representa. Ser portavoz del Vicario de Cristo puede ser comprometedor, en ocasiones sumamente exigente, pero nunca será mortificante o despersonalizador. Al contrario, es un modo original de realizar la propia vocación sacerdotal.
Queridos alumnos, deseando que vuestra casa sea, como le gustaba decir a mi predecesor Pablo VI, una «escuela superior de caridad», os acompaño con mi oración y os encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen María, Mater Ecclesiae, y de san Antonio abad, patrono de la Academia. A todos vosotros y a vuestros seres queridos imparto de corazón mi bendición.
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