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CONCIERTO CON OCASIÓN DE LAS JORNADAS
DE CULTURA Y ESPIRITUALIDAD RUSA EN EL VATICANO,
PROMOVIDAS POR SU SANTIDAD KIRILL I,
PATRIARCA DE MOSCÚ Y DE TODAS LAS RUSIAS

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala Pablo VI
Jueves
20 de mayo de 2010 

 

«Alabad el nombre del Señor;
alabadlo, siervos del Señor.
Alabad al Señor, porque es bueno;
tañed por su nombre, porque es amable.
Señor, tu nombre es eterno;
Señor, tu recuerdo de generación en generación. Aleluya».

 

Venerables hermanos;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

Acabamos de escuchar, en una sublime melodía, las palabras del salmo 135, que interpretan bien nuestros sentimientos de alabanza y gratitud al Señor, así como nuestra intensa alegría interior por este momento de encuentro y amistad con los queridos hermanos del Patriarcado de Moscú. Con ocasión de mi cumpleaños y del v aniversario de mi elección como Sucesor de Pedro, Su Santidad Kiril I, Patriarca de Moscú y de todas las Rusias, ha querido ofrecerme, junto a las gratísimas palabras de su mensaje, este extraordinario momento musical, presentado por el metropolita Hilarión de Volokolamsk, presidente del Departamento de relaciones exteriores del Patriarcado de Moscú, y autor de la sinfonía que se acaba de ejecutar. Por tanto, mi profunda gratitud va ante todo a Su Santidad el Patriarca Kiril. A él dirijo mi saludo más fraterno y cordial, expresando vivamente el deseo de que la alabanza al Señor y el compromiso por el progreso de la paz y la concordia entre los pueblos nos unan cada vez más y nos hagan crecer en la sintonía de las intenciones y en la armonía de las acciones. Por eso, agradezco de todo corazón al metropolita Hilarión el saludo que tan amablemente ha querido dirigirme y su compromiso ecuménico constante, congratulándome con él por su creatividad artística, que hemos tenido ocasión de apreciar. Asimismo, saludo con viva simpatía a la delegación del Patriarcado de Moscú y a los ilustres representantes del Gobierno de la Federación Rusa. Dirijo mi cordial saludo a los señores cardenales y a los obispos aquí presentes, en particular al cardenal Walter Kasper, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y a monseñor Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio de la cultura, que han organizado, con sus dicasterios y en estrecha colaboración con los representantes del Patriarcado, las «Jornadas de la cultura y de la espiritualidad rusa en el Vaticano». Saludo también a los ilustres embajadores, a las distinguidas autoridades y a todos vosotros, queridos amigos, hermanos y hermanas, de modo particular a las comunidades rusas presentes en Roma y en Italia, que participan en este momento de alegría y de fiesta.

Para sellar esta ocasión de modo realmente excepcional y sugestivo se ha apelado a la música, la música de la Rusia de ayer y de hoy, que nos han propuesto con gran maestría la Orquesta nacional rusa, dirigida por el maestro Carlo Ponti; el Coro sinodal de Moscú y la Capilla de los cornos de San Petersburgo. Doy vivamente las gracias a todos los artistas por el talento, el empeño y la pasión con la que proponen a la atención de todo el mundo las obras maestras de la tradición musical rusa. En estas obras, de las que hoy hemos escuchado una muestra significativa, está presente de modo profundo el alma del pueblo ruso y con ella la fe cristiana, que encuentran una expresión extraordinaria precisamente en la Divina Liturgia y en el canto litúrgico que siempre la acompaña. De hecho, existe un vínculo estrecho y originario entre la música rusa y el canto litúrgico: en cierto modo, en la liturgia nace y de la liturgia surge gran parte de la creatividad artística de los músicos rusos, para dar vida a obras maestras que merecerían ser más conocidas en el mundo occidental. Hoy hemos tenido la alegría de escuchar piezas de grandes artistas rusos de los siglos XIX y XX, como Musorgski y Rimski-Korsakov, Tchaikovski y Rachmaninov. Estos compositores, y especialmente este último, han sabido aprovechar el rico patrimonio musical litúrgico de la tradición rusa, reelaborándolo y armonizándolo con motivos y experiencias musicales de Occidente y más cercanos a la modernidad. Creo que la obra del metropolita Hilarión hay que situarla en esta línea.

En la música, por tanto, ya se anticipa de algún modo y se realiza la confrontación, el diálogo, la sinergia entre Oriente y Occidente, al igual que entre tradición y modernidad. Precisamente en una análoga visión unitaria y armónica de Europa pensaba el venerable Juan Pablo II, cuando, al proponer de nuevo la imagen sugerida por Vjačeslav Ivanovič Ivanov, de los «dos pulmones» con los que es preciso volver a respirar, deseaba una nueva conciencia de las profundas raíces culturales y religiosas comunes del continente europeo, sin las cuales la Europa actual estaría de algún modo privada de un alma y, en cualquier caso, marcada por una visión limitada y parcial. Precisamente para reflexionar ulteriormente sobre estas problemáticas tuvo lugar ayer el simposio, organizado por el Patriarcado de Moscú, por el Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos y por el de la cultura, sobre el tema: «Ortodoxos y católicos en Europa hoy. Las raíces cristianas y el patrimonio cultural común de Oriente y Occidente».

Como he afirmado en más de una ocasión, la cultura contemporánea, y especialmente la europea, corre el riesgo de la amnesia, del olvido y por tanto del abandono del extraordinario patrimonio suscitado e inspirado por la fe cristiana, que constituye el esqueleto esencial de la cultura europea, y no sólo de ella. En efecto, las raíces cristianas de Europa están constituidas, no sólo por la vida religiosa y el testimonio de numerosas generaciones de creyentes, sino también por el inestimable patrimonio cultural y artístico, gloria y recurso precioso de los pueblos y de los países en los que la fe cristiana, en sus diversas expresiones, ha dialogado con las culturas y las artes, y las ha animado e inspirado, favoreciendo y promoviendo como nunca la creatividad y el genio humano. También hoy estas raíces siguen vivas y fecundas, en Oriente y en Occidente, y pueden —más aún, deben— inspirar un nuevo humanismo, una nueva era de auténtico progreso humano, para responder eficazmente a los numerosos y a veces cruciales desafíos que nuestras comunidades cristianas y nuestras sociedades deben afrontar, la primera de todas la de la secularización, que no sólo impulsa a prescindir de Dios y de su proyecto, sino que acaba por negar incluso la dignidad humana, en aras de una sociedad regulada sólo por intereses egoístas.

Hagamos que Europa vuelva a respirar con sus dos pulmones; volvamos a dar un alma no sólo a los creyentes, sino también a todos los pueblos del continente, a promover la confianza y la esperanza, enraizándolas en la milenaria experiencia de fe cristiana. En este momento no puede faltar el testimonio coherente, generoso y valiente de los creyentes, para que podamos mirar juntos al futuro común como a un porvenir en el que se reconozca la libertad y la dignidad de cada hombre y de cada mujer como valor fundamental y se considere la apertura a lo trascendente y la experiencia de fe como dimensión constitutiva de la persona.

En la pieza de Musorgski, titulada El ángel proclamó, hemos escuchado las palabras que el ángel dirige a María y, por tanto, también a nosotros: «Alegraos». El motivo de la alegría está claro: Cristo ha resucitado del sepulcro «y ha resucitado de entre los muertos». Queridos hermanos y hermanas, la alegría de Cristo resucitado nos anima, nos alienta y nos sostiene en nuestro camino de fe y de testimonio cristiano para ofrecer verdadera alegría y sólida esperanza al mundo, para dar motivos válidos de confianza a la humanidad, a los pueblos de Europa, a los que de buen grado encomiendo a la materna y poderosa intercesión de la Virgen María.

Renuevo mi agradecimiento al Patriarca Kiril, al metropolita Hilarión, a los representantes rusos, a la orquesta, a los coros, a los organizadores y a todos los presentes. Sobre todos vosotros y sobre vuestros seres queridos desciendan abundantes bendiciones del Señor.



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