DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA CULTURA
Sala Clementina
Sábado 13 de noviembre de 2010
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
Me alegra encontrarme con vosotros al término de la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultura, durante la cual habéis profundizado en el tema: «Cultura de la comunicación y nuevos lenguajes». Agradezco al presidente, monseñor Gianfranco Ravasi, sus hermosas palabras, y saludo a todos los participantes, agradecido por la contribución que han dado al estudio de esta temática, tan relevante para la misión de la Iglesia. En efecto, hablar de comunicación y de lenguaje no sólo significa tocar uno de los nudos cruciales de nuestro mundo y de sus culturas; para los creyentes significa también acercarse al misterio mismo de Dios que, en su bondad y sabiduría, quiso revelarse y manifestar su voluntad a los hombres (Dei Verbum, 2). En efecto, en Cristo Dios se nos ha revelado como Logos, que se comunica y nos interpela, entablando la relación que funda nuestra identidad y dignidad de personas humanas, amadas como hijos del único Padre (cf. Verbum Domini, 6.22.23). Comunicación y lenguaje son asimismo dimensiones esenciales de la cultura humana, constituida por informaciones y nociones, por creencias y estilos de vida, pero también por reglas, sin las cuales las personas difícilmente podrían progresar en humanidad y en sociabilidad. He apreciado la original decisión de inaugurar la plenaria en la sala de la Protomoteca en el Capitolio, núcleo civil e institucional de Roma, con una mesa redonda sobre el tema: «En la ciudad a la escucha de los lenguajes del alma». De ese modo, el dicasterio ha querido expresar una de sus tareas esenciales: ponerse a la escucha de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, para promover nuevas ocasiones de anuncio del Evangelio. Escuchando, por tanto, las voces del mundo globalizado, nos damos cuenta de que se está produciendo una profunda transformación cultural, con nuevos lenguajes y nuevas formas de comunicación, que favorecen también modelos antropológicos nuevos y problemáticos.
En este contexto, los pastores y los fieles experimentan con preocupación algunas dificultades en la comunicación del mensaje evangélico y en la transmisión de la fe, dentro de la comunidad eclesial misma. Como he escrito en la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini: «Hay muchos cristianos necesitados de que se les vuelva a anunciar persuasivamente la Palabra de Dios, de manera que puedan experimentar concretamente la fuerza del Evangelio» (n. 96). A veces parece que los problemas aumentan cuando la Iglesia se dirige a los hombres y mujeres lejanos o indiferentes a una experiencia de fe, a los cuales el mensaje evangélico llega de manera poco eficaz y atractiva. En un mundo que hace de la comunicación la estrategia vencedora, la Iglesia, depositaria de la misión de comunicar a todas las gentes el Evangelio de salvación, no permanece indiferente y extraña; al contrario, trata de valerse con renovado compromiso creativo, pero también con sentido crítico y atento discernimiento, de los nuevos lenguajes y las nuevas modalidades comunicativas.
La incapacidad del lenguaje de comunicar el sentido profundo y la belleza de la experiencia de fe puede contribuir a la indiferencia de muchos, sobre todo jóvenes; puede ser motivo de alejamiento, como afirmaba ya la constitución Gaudium et spes, poniendo de relieve que una presentación inadecuada del mensaje esconde, en vez de manifestar, el rostro genuino de Dios y de la religión (cf. n. 19). La Iglesia quiere dialogar con todos, en la búsqueda de la verdad; pero para que el diálogo y la comunicación sean eficaces y fecundos es necesario sintonizarse en una misma frecuencia, en ámbitos de encuentro amistoso y sincero, en ese «patio de los gentiles» ideal que propuse al hablar a la Curia romana hace un año y que el dicasterio está realizando en distintos lugares emblemáticos de la cultura europea. Hoy no pocos jóvenes, aturdidos por las infinitas posibilidades que ofrecen las redes informáticas u otras tecnologías, entablan formas de comunicación que no contribuyen al crecimiento en humanidad, sino que corren el riesgo de aumentar el sentido de soledad y desorientación. Antes estos fenómenos, más de una vez he hablado de emergencia educativa, un desafío al que se puede y se debe responder con inteligencia creativa, comprometiéndose a promover una comunicación que humanice, que estimule el sentido crítico y la capacidad de valoración y de discernimiento.
También en la cultura tecnológica actual el paradigma permanente de la inculturación del Evangelio es la guía, que purifica, sana y eleva los mejores elementos de los nuevos lenguajes y de las nuevas formas de comunicación. Para esta tarea, difícil y fascinante, la Iglesia puede servirse del extraordinario patrimonio de símbolos, imágenes, ritos y gestos de su tradición. En particular, el rico y denso simbolismo de la liturgia debe brillar con toda su fuerza como elemento comunicativo, hasta tocar profundamente la conciencia humana, el corazón y el intelecto. La tradición cristiana siempre ha unido estrechamente a la liturgia el lenguaje del arte, cuya belleza tiene su fuerza comunicativa particular. Lo experimentamos también el domingo pasado, en Barcelona, en la basílica de la Sagrada Familia, obra de Antoni Gaudí, que conjugó genialmente el sentido de lo sagrado y de la liturgia con formas artísticas tanto modernas como en sintonía con las mejores tradiciones arquitectónicas. Sin embargo, la belleza de la vida cristiana es más incisiva aún que el arte y la imagen en la comunicación del mensaje evangélico. En definitiva, sólo el amor es digno de fe y resulta creíble. La vida de los santos, de los mártires, muestra una singular belleza que fascina y atrae, porque una vida cristiana vivida en plenitud habla sin palabras. Necesitamos hombres y mujeres que hablen con su vida, que sepan comunicar el Evangelio, con claridad y valentía, con la transparencia de las acciones, con la pasión gozosa de la caridad.
Después de haber ido como peregrino a Santiago de Compostela y haber admirado en miles de personas, sobre todo jóvenes, la fuerza cautivadora del testimonio, la alegría de ponerse en camino hacia la verdad y la belleza, deseo que muchos de nuestros contemporáneos puedan decir, escuchando de nuevo la voz del Señor, como los discípulos de Emaús: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino?» (Lc 24, 32). Queridos amigos, os agradezco cuanto hacéis diariamente con competencia y dedicación y, a la vez que os encomiendo a la protección maternal de María santísima, os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.
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