ACTO DE VENERACIÓN A LA INMACULADA EN LA PLAZA DE ESPAÑA
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María
Jueves 8 de diciembre de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
La gran fiesta de María Inmaculada nos invita cada año a encontrarnos aquí, en una de las plazas más hermosas de Roma, para rendir homenaje a ella, a la Madre de Cristo y Madre nuestra. Con afecto os saludo a todos vosotros, aquí presentes, así como a cuantos están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión. Y os agradezco vuestra coral participación en este acto de oración.
En la cima de la columna en torno a la cual estamos, María está representada por una estatua que en parte recuerda el pasaje del Apocalipsis que se acaba de proclamar: «Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12, 1). ¿Cuál es el significado de esta imagen? Representa al mismo tiempo a la Virgen y a la Iglesia.
Ante todo, la «mujer» del Apocalipsis es María misma. Aparece «vestida de sol», es decir vestida de Dios: la Virgen María, en efecto, está totalmente rodeada de la luz de Dios y vive en Dios. Este símbolo del vestido luminoso expresa claramente una condición que atañe a todo el ser de María: Ella es la «llena de gracia», colmada del amor de Dios. Y «Dios es luz», dice también san Juan (1 Jn 1, 5). He aquí entonces que la «llena de gracia», la «Inmaculada» refleja con toda su persona la luz del «sol» que es Dios.
Esta mujer tiene bajo sus pies la luna, símbolo de la muerte y de la mortalidad. María, de hecho, está plenamente asociada a la victoria de Jesucristo, su Hijo, sobre el pecado y sobre la muerte; está libre de toda sombra de muerte y totalmente llena de vida. Como la muerte ya no tiene ningún poder sobre Jesús resucitado (cf. Rm 6, 9), así, por una gracia y un privilegio singular de Dios omnipotente, María la ha dejado tras de sí, la ha superado. Y esto se manifiesta en los dos grandes misterios de su existencia: al inicio, el haber sido concebida sin pecado original, que es el misterio que celebramos hoy; y, al final, el haber sido elevada en alma y cuerpo al cielo, a la gloria de Dios. Pero también toda su vida terrena fue una victoria sobre la muerte, porque la dedicó totalmente al servicio de Dios, en la oblación plena de sí a él y al prójimo. Por esto María es en sí misma un himno a la vida: es la criatura en la cual se ha realizado ya la palabra de Cristo: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).
En la visión del Apocalipsis, hay otro detalle: sobre la cabeza de la mujer vestida de sol hay «una corona de doce estrellas». Este signo representa a las doce tribus de Israel y significa que la Virgen María está en el centro del Pueblo de Dios, de toda la comunión de los santos. Y así esta imagen de la corona de doce estrellas nos introduce en la segunda gran interpretación del signo celestial de la «mujer vestida de sol»: además de representar a la Virgen, este signo simboliza a la Iglesia, la comunidad cristiana de todos los tiempos. Está encinta, en el sentido de que lleva en su seno a Cristo y lo debe alumbrar para el mundo: esta es la tribulación de la Iglesia peregrina en la tierra que, en medio de los consuelos de Dios y las persecuciones del mundo, debe llevar a Jesús a los hombres.
Y precisamente por esto, porque lleva a Jesús, la Iglesia encuentra la oposición de un feroz adversario, representado en la visión apocalíptica de «un gran dragón rojo» (Ap 12, 3). Este dragón trató en vano de devorar a Jesús —el «hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones» (12, 5)—; en vano, porque Jesús, a través de su muerte y resurrección, subió hasta Dios y se sentó en su trono. Por eso, el dragón, vencido una vez para siempre en el cielo, dirige sus ataques contra la mujer —la Iglesia— en el desierto del mundo. Pero en todas las épocas la Iglesia es sostenida por la luz y la fuerza de Dios, que la alimenta en el desierto con el pan de su Palabra y de la santa Eucaristía. Y así, en toda tribulación, a través de todas las pruebas que encuentra a lo largo de los tiempos y en las diversas partes del mundo, la Iglesia sufre persecución pero resulta vencedora. Y precisamente de este modo la comunidad cristiana es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las ideologías del odio y del egoísmo.
La única insidia que la Iglesia puede y debe temer es el pecado de sus miembros. En efecto, mientras María es Inmaculada, está libre de toda mancha de pecado, la Iglesia es santa, pero al mismo tiempo, marcada por nuestros pecados. Por esto, el pueblo de Dios, peregrino en el tiempo, se dirige a su Madre celestial y pide su ayuda; la solicita para que ella acompañe el camino de fe, para que aliente el compromiso de vida cristiana y para que sostenga la esperanza. Necesitamos su ayuda, sobre todo en este momento tan difícil para Italia, para Europa, para varias partes del mundo. Que María nos ayude a ver que hay una luz más allá de la capa de niebla que parece envolver la realidad. Por esto también nosotros, especialmente en esta ocasión, no cesamos de pedir su ayuda con confianza filial: «Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti». Ora pro nobis, intercede pro nobis ad Dominum Iesum Christum!
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