DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN LA PRESENTACIÓN DE LAS CREDENCIALES DE ONCE NUEVOS EMBAJADORES
Sala Clementina
Jueves 15 de diciembre de 2011
Señoras y señores embajadores:
Con gran alegría los recibo esta mañana en el palacio apostólico para la presentación de las cartas que los acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de sus respectivos países ante la Santa Sede: Trinidad y Tobago, República de Guinea-Bissau, Confederación Suiza, Burundi, Tailandia, Pakistán, Mozambique, Kirguizistán, Principado de Andorra, Sri Lanka y Burkina Faso. Me acaban de dirigir palabras amables de parte de sus jefes de Estado y se lo agradezco. Les ruego que les transmitan de mi parte un cordial saludo y mis mejores deseos para ellos y para la elevada misión que desempeñan al servicio de sus países y de sus pueblos. Deseo también saludar, por medio de ustedes, a todas las autoridades civiles y religiosas de sus naciones, así como a todos sus compatriotas. Mis oraciones y mis pensamientos se dirigen naturalmente también a las comunidades católicas presentes en sus países.
La unidad de la familia humana se vive hoy como un hecho. Gracias a los medios de comunicación social que conectan unas con otras a todas las regiones del mundo, a los transportes que facilitan los intercambios humanos, a los vínculos comerciales que hacen interdependientes las economías, a los desafíos que asumen una dimensión mundial como la salvaguarda del medio ambiente y la importancia de los flujos migratorios, los hombres han comprendido que tienen un destino común. Junto a los aspectos positivos, esta toma de conciencia a veces se percibe como una carga en el sentido de que amplía considerablemente el ámbito de responsabilidad de cada uno y confiere a la solución de los problemas una complejidad tanto mayor cuanto más numerosos son los protagonistas. Eso no se puede negar; sin embargo, la mirada de la humanidad sobre sí misma debe evolucionar para descubrir en esta interdependencia no una amenaza, sino un beneficio: el que obtienen los hombres trabajando unos juntamente con otros, unos para otros. Todos somos responsables de todos y es importante tener una concepción positiva de la solidaridad. Esta es la palanca concreta del desarrollo humano integral que permite a la humanidad avanzar hacia su plenitud. Considerando todos los campos en donde la solidaridad merece ponerse en práctica, debemos acoger como un signo positivo de la cultura actual la exigencia, cada vez más presente en la conciencia de nuestros contemporáneos, de una solidaridad intergeneracional. Esta última tiene su arraigo natural en la familia, que conviene sostener para que siga cumpliendo su misión fundamental en la sociedad. Al mismo tiempo, para ampliar el campo de la solidaridad y promoverla de modo duradero, el camino privilegiado es la educación de los jóvenes. En este ámbito, aliento a cada uno, cualquiera que sea su nivel de responsabilidad, y en particular a los gobernantes, a tener inventiva, a tomar y poner en práctica las medidas necesarias para dar a la juventud las bases éticas fundamentales, especialmente ayudándola a formarse y a luchar contra los males sociales, como el desempleo, la droga, la criminalidad y la falta de respeto a la persona. La preocupación por la suerte de las generaciones futuras lleva a un progreso significativo en la percepción de la unidad del género humano.
No hay que temer que esta responsabilidad común y compartida con vistas al bien de todo el género humano se contraponga constantemente con la diversidad cultural y religiosa, como en un callejón sin salida. El pluralismo de las culturas y de las religiones no se opone a la búsqueda común de la verdad, del bien y de la belleza. Iluminada y sostenida por la luz de la Revelación, la Iglesia anima a los hombres a confiar en la razón que, si es purificada por la fe, «la exalta, permitiéndole así dilatar sus propios espacios para insertarse en un campo de investigación insondable como el misterio mismo» (Discurso con ocasión del décimo aniversario de la encíclica Fides et ratio, 16 de octubre de 2008: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de noviembre de 2008, p. 6). Por tanto, la razón es capaz de superar los condicionamientos partidistas o interesados, para reconocer los bienes universales que todos los hombres necesitan. Entre estos bienes, la paz y la armonía social y religiosa tan anheladas están vinculadas no sólo a un marco legislativo justo y adecuado, sino también a la calidad moral de cada ciudadano pues «la solidaridad se presenta (…) bajo dos aspectos complementarios: como principio social y como virtud moral» (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 193).
La solidaridad desempeña plenamente su papel de virtud social cuando puede apoyarse al mismo tiempo en estructuras de subsidiariedad y en la determinación firme y perseverante de toda persona a trabajar por el bien común, consciente de una responsabilidad compartida. Los nuevos desafíos que sus países afrontan hoy exigen indudablemente una movilización de las inteligencias y de la creatividad del hombre para luchar contra la pobreza y con vistas a un uso cada vez más eficaz y más sano de las energías y de los recursos disponibles. Tanto en el ámbito individual como en el político, se trata de encaminarse con decisión hacia un compromiso más concreto y más ampliamente compartido con vistas al respeto y a la protección de la creación. Así pues, aliento encarecidamente a las autoridades políticas de sus países a actuar en este sentido.
Por último, hacer crecer la responsabilidad de todos implica también una vigilancia activa y eficaz para que se respete y promueva la dignidad humana frente a cualquier intento de menoscabarla, o incluso de negarla, o ante una instrumentalización de cada persona. Esa actitud contribuirá a evitar que la actividad social resulte demasiado fácilmente presa de intereses privados y de lógicas de poder que llevan a la disgregación de la sociedad y acentúan la pobreza. Fundándose en la noción de desarrollo integral de la persona humana, la solidaridad podrá realizarse y permitir una justicia mayor. A este respecto, no sólo a las religiones corresponde poner de relieve el primado del espíritu, sino también a los Estados, especialmente a través de una política cultural que favorezca el acceso de todos a los bienes del espíritu, valorice la riqueza del vínculo social y no desaliente nunca al hombre en la libre realización de su búsqueda espiritual.
Al comenzar su misión ante la Santa Sede, quiero asegurarles, excelencias, que encontrarán siempre en mis colaboradores la escucha atenta y la ayuda que puedan necesitar. Sobre ustedes, sobre sus familias, sobre los miembros de sus misiones diplomáticas y sobre todas las naciones que ustedes representan, invoco la abundancia de las bendiciones divinas.
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