DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA
Sala del Consistorio
Lunes 7 de febrero de 2011
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
Os dirijo a cada uno mi cordial saludo por esta visita con ocasión de la reunión plenaria de la Congregación para la la educación católica. Saludo al cardenal Zenon Grocholewski, prefecto del dicasterio, agradeciéndole sus amables palabras, así como al secretario, al subsecretario, a los oficiales y a los colaboradores.
Las temáticas que afrontáis en estos días tienen como común denominador la educación y la formación, que hoy constituyen uno de los desafíos más urgentes que la Iglesia y sus instituciones están llamadas a afrontar. Parece que la obra educativa cada vez es más ardua porque, en una cultura que con demasiada frecuencia adopta el relativismo como credo, falta la luz de la verdad, es más, se considera peligroso hablar de la verdad, insinuando así la duda sobre los valores básicos de la existencia personal y comunitaria. Por esto es importante el servicio que prestan en el mundo las numerosas instituciones formativas que se inspiran en la visión cristiana del hombre y de la realidad: educar es un acto de amor, ejercicio de la «caridad intelectual», que requiere responsabilidad, entrega y coherencia de vida. El trabajo de vuestra Congregación y las decisiones que toméis en estos días de reflexión y de estudio contribuirán ciertamente a responder a la actual «emergencia educativa».
Vuestra Congregación, creada en 1915 por Benedicto XV, lleva a cabo desde hace casi cien años su valiosa obra al servicio de las diversas instituciones católicas de formación. Entre ellas, sin duda, el seminario es una de las más importantes para la vida de la Iglesia y exige, por tanto, un proyecto formativo que tenga en cuenta el contexto al que acabo de referirme. He subrayado varias veces que el seminario es una etapa muy valiosa de la vida, en la que el candidato al sacerdocio hace experiencia de ser «un discípulo de Jesús». Para este tiempo destinado a la formación, se requiere una cierta distancia, un cierto «desierto», porque el Señor habla al corazón con una voz que se oye si hay silencio (cf. 1 R 19, 12); pero se requiere también la disponibilidad a vivir juntos, a amar la «vida de familia» y la dimensión comunitaria que anticipan la «fraternidad sacramental» que debe caracterizar a todo presbiterio diocesano (cf. Presbyterorum ordinis, 8) y que recordé también en mi reciente Carta a los seminaristas: «no se llega a ser sacerdote solo. Hace falta la “comunidad de discípulos”, el grupo de los que quieren servir a la Iglesia de todos».
En estos días estudiáis también el borrador del documento sobre «Internet y la formación en los seminarios». Internet, por su capacidad de superar las distancias y de poner en contacto recíproco a las personas, presenta grandes posibilidades también para la Iglesia y su misión. Con el discernimiento necesario para su uso inteligente y prudente, es un instrumento que puede servir no sólo para los estudios, sino también para la acción pastoral de los futuros presbíteros en los distintos campos eclesiales, como la evangelización, la acción misionera, la catequesis, los proyectos educativos y la gestión de las instituciones. Asimismo, en este campo es de extrema importancia contar con formadores adecuadamente preparados para que sean guías fieles y siempre actualizados, a fin de acompañar a los candidatos al sacerdocio en el uso correcto y positivo de los medios informáticos.
Este año celebramos el LXX aniversario de la Obra pontificia para las vocaciones sacerdotales, instituida por el venerable Pío XII para favorecer la colaboración entre la Santa Sede y las Iglesias locales en la valiosa obra de promoción de las vocaciones al ministerio ordenado. Este aniversario podrá ser la ocasión para conocer y valorar las iniciativas vocacionales más significativas organizadas en las Iglesias locales. Es preciso que la pastoral vocacional, además de subrayar el valor de la llamada universal a seguir a Jesús, insista más claramente en el perfil del sacerdocio ministerial, caracterizado por su específica configuración con Cristo, que lo distingue esencialmente de los demás fieles y se pone a su servicio.
Asimismo, habéis iniciado una revisión de lo que prescribe la constitución apostólica Sapientia christiana sobre los estudios eclesiásticos, respecto al derecho canónico, a los institutos superiores de ciencias religiosas y, recientemente, a la filosofía. Un sector sobre el cual conviene reflexionar especialmente es el de la teología. Es importante lograr que sea cada vez más sólido el vínculo entre la teología y el estudio de la Sagrada Escritura, de modo que esta última sea realmente el alma y el corazón de la teología (cf. Verbum Domini, 31). Pero el teólogo no debe olvidar que él es también quien habla a Dios. Es indispensable, por tanto, mantener estrechamente unidas la teología con la oración personal y comunitaria, especialmente litúrgica. La teología es scientia fidei y la oración alimenta la fe. En la unión con Dios, de algún modo, el misterio se saborea, se hace cercano, y esta proximidad es luz para la inteligencia. Quiero subrayar también la conexión de la teología con las demás disciplinas, considerando que se enseña en las universidades católicas y, en muchos casos, en las civiles. El beato John Henry Newman hablaba de «círculo del saber», circle of knowledge, para indicar que existe una interdependencia entre las varias ramas del saber; pero sólo Dios tiene relación con la totalidad de lo real; por consiguiente, eliminar a Dios significa romper el círculo del saber. Desde esta perspectiva las universidades católicas, con su identidad muy precisa y su apertura a la «totalidad» del ser humano, pueden realizar una obra valiosa para promover la unidad del saber, orientando a estudiantes y profesores a la Luz del mundo, la «luz verdadera que alumbra a todo hombre» (Jn 1, 9). Son consideraciones que valen también para las escuelas católicas. Es necesaria, ante todo, la valentía de anunciar el valor «amplio» de la educación, para formar personas sólidas, capaces de colaborar con los demás y dar sentido a su vida. Hoy se habla de educación intercultural, objeto de estudio también en vuestra plenaria. En este ámbito se requiere una fidelidad valiente e innovadora, que sepa conjugar una clara conciencia de la propia identidad y una apertura a la alteridad, por las exigencias de vivir juntos en las sociedades multiculturales. También con este fin emerge el papel educativo de la enseñanza de la religión católica como disciplina escolar en diálogo interdisciplinar con las demás. De hecho, contribuye ampliamente no sólo al desarrollo integral del estudiante, sino también al conocimiento del otro, a la comprensión y al respeto recíproco. Para alcanzar estos objetivos se deberá prestar especial atención a la formación de los directores y de los formadores, no sólo desde un punto de vista profesional, sino también religioso y espiritual, para que, con la coherencia de la propia vida y con la implicación personal, la presencia del educador cristiano sea expresión de amor y testimonio de la verdad.
Queridos hermanos y hermanas, os agradezco lo que hacéis con vuestro competente trabajo al servicio de las instituciones educativas. Tened siempre la mirada fija en Cristo, el único Maestro, para que con su Espíritu haga eficaz vuestro trabajo. Os encomiendo a la materna protección de María santísima, Sedes Sapientiae, y os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.
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