DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA FRATERNIDAD SACERDOTAL
DE LOS MISIONEROS DE SAN CARLOS BORROMEO
Sala Clementina del palacio apostólico
Sábado 12 de febrero de 2011
Queridos hermanos y amigos:
Me alegra verdaderamente vivir este encuentro con vosotros, sacerdotes y seminaristas de la Fraternidad de San Carlos, aquí reunidos con ocasión del 25° aniversario de su nacimiento. Saludo y doy las gracias al fundador y superior general, monseñor Massimo Camisasca, a su consejo y a todos vosotros, familiares y amigos, que colmáis de atenciones a la comunidad. En particular, saludo al arzobispo de la Madre de Dios de Moscú, monseñor Paolo Pezzi, y a don Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, que expresan simbólicamente los frutos y la raíz de la obra de la Fraternidad San Carlos. Este momento evoca en mi memoria la larga amistad con monseñor Luigi Giussani y testimonia la fecundidad de su carisma.
En esta ocasión, quiero responder a dos preguntas que nuestro encuentro me sugiere: ¿cuál es el lugar del sacerdocio ordenado en la vida de la Iglesia? ¿Cuál es el lugar de la vida común en la experiencia sacerdotal?
Haber nacido del movimiento de Comunión y Liberación y vuestra referencia vital a la experiencia eclesial que este representa, ponen ante nuestros ojos una verdad que se ha ido reafirmando con especial claridad desde el siglo XIX en adelante y que ha encontrado una significativa expresión en la teología del concilio Vaticano II. Me refiero al hecho de que el sacerdocio cristiano no es un fin en sí mismo. Lo quiso Jesús en función del nacimiento y de la vida de la Iglesia. Todo sacerdote, por tanto, puede decir a los fieles, parafraseando a san Agustín: Vobiscum christianus, pro vobis sacerdos. La gloria y el gozo del sacerdocio es servir a Cristo y su Cuerpo místico. Representa una vocación sumamente hermosa y singular en el seno de la Iglesia, que hace presente a Cristo, porque participa del único y eterno sacerdocio de Cristo. La presencia de vocaciones sacerdotales es un signo seguro de la verdad y de la vitalidad de una comunidad cristiana. Dios, en efecto, llama siempre, también al sacerdocio; no existe crecimiento verdadero y fecundo en la Iglesia sin una auténtica presencia sacerdotal que lo sostenga y lo alimente. Por esto, estoy agradecido a todos aquellos que dedican sus energías a la formación de los sacerdotes y a la reforma de la vida sacerdotal. En efecto, como toda la Iglesia, también el sacerdocio necesita renovarse continuamente, encontrar de nuevo en la vida de Jesús las formas más esenciales de su ser.
Los distintos caminos posibles para esta renovación no pueden olvidar algunos elementos irrenunciables. Ante todo, una educación profunda a la meditación y a la oración, vividas como diálogo con el Señor resucitado presente en su Iglesia. En segundo lugar, un estudio de la teología que permita encontrar las verdades cristianas en la forma de una síntesis vinculada a la vida de la persona y de la comunidad: de hecho, sólo una mirada sapiencial puede valorar la fuerza que la fe posee para iluminar la vida y el mundo, llevando continuamente a Cristo, Creador y Salvador.
La Fraternidad San Carlos ha subrayado, a lo largo de su breve pero intensa historia, el valor de la vida común. También yo he hablado de ello varias veces en mis intervenciones antes y después de mi llamada al solio de Pedro. «Es importante que los sacerdotes no vivan aislados en alguna parte, sino que convivan en pequeñas comunidades, que se sostengan mutuamente y que, de ese modo, experimenten la unión en su servicio por Cristo y en su renuncia por el reino de los cielos, y tomen conciencia siempre de nuevo de ello» (Luz del mundo, Herder, Barcelona 2010, 157-158). Tenemos ante nuestros ojos las urgencias de este momento. Pienso, por ejemplo, en la carencia de sacerdotes. La vida común no es, ante todo, una estrategia para responder a estas necesidades. Tampoco es, de por sí, sólo una forma de ayuda frente a la soledad y a la debilidad del hombre. Ciertamente, todo esto puede existir, pero sólo si se concibe y se vive la vida fraterna como camino para sumergirse en la realidad de la comunión. De hecho, la vida común es expresión del don de Cristo que es la Iglesia, y está prefigurada en la comunidad apostólica, que dio lugar a los presbíteros. De hecho, ningún sacerdote administra algo que le es propio, sino que participa con los demás hermanos en un don sacramental que viene directamente de Jesús.
Por eso, la vida común expresa una ayuda que Cristo da a nuestra existencia, llamándonos, a través de la presencia de los hermanos, a una configuración cada vez más profunda a su persona. Vivir con otros significa aceptar la necesidad de la propia continua conversión y sobre todo descubrir la belleza de ese camino, la alegría de la humildad, de la penitencia, pero también de la conversación, del perdón recíproco, del mutuo apoyo. Ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum (Sal 133, 1).
Nadie puede asumir la fuerza regeneradora de la vida común sin la oración, sin mirar a la experiencia y a las enseñanzas de los santos, en particular modo de los Padres de la Iglesia, sin una vida sacramental vivida con fidelidad. Si no se entra en el diálogo eterno que el Hijo mantiene con el Padre en el Espíritu Santo no es posible ninguna vida común auténtica. Hay que estar con Jesús para poder estar con los demás. Este es el corazón de la misión. En la compañía de Cristo y de los hermanos cada sacerdote puede encontrar las energías necesarias para hacerse cargo de los hombres, para hacerse cargo de las necesidades espirituales y materiales que encuentra, para enseñar con palabras siempre nuevas, dictadas por el amor, las verdades eternas de la fe de las que tienen sed también nuestros contemporáneos.
Queridos hermanos y amigos, ¡seguid yendo por todo el mundo para llevar a todos la comunión que nace del corazón de Cristo! Que la experiencia de los Apóstoles con Jesús sea siempre el faro que ilumine vuestra vida sacerdotal. Alentándoos a seguir por el camino trazado en estos años, imparto de buen grado mi bendición a todos los sacerdotes y seminaristas de la Fraternidad San Carlos, a las Misioneras de San Carlos, y a sus familiares y amigos.
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