Index   Back Top Print

[ DE  - EN  - ES  - IT  - PT ]

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS DIRIGENTES Y AGENTES DE LA POLICÍA DE ROMA


Sala de las Bendiciones
Viernes 21 de enero de 2011

 

Ilustre jefe del cuerpo de Policía,
ilustres directivos y funcionarios,
queridos agentes y personal civil de la Policía del Estado:

Me alegra verdaderamente tener este encuentro con vosotros y os doy la bienvenida a la Casa de Pedro, esta vez no por servicio, sino para vernos, para hablar y saludarnos de modo más familiar. Saludo en particular al jefe del cuerpo de Policía, agradeciéndole sus amables palabras, así como a los demás directivos y al capellán. Un saludo cordial a vuestros familiares, especialmente a los niños.

Deseo ante todo daros las gracias por todo el trabajo que lleváis a cabo en favor de la ciudad de Roma, de la cual soy Obispo, para que su vida se desarrolle con orden y seguridad. Expreso mi reconocimiento también por el esfuerzo añadido que a menudo conlleva para vosotros mi actividad. La época en la que vivimos está marcada por profundos cambios. También Roma, a la que justamente se denomina «ciudad eterna», ha cambiado mucho y evoluciona; lo experimentamos cada día y vosotros sois testigos privilegiados de ello. Estos cambios a veces generan una sensación de inseguridad, debida en primer lugar a la precariedad social y económica, pero agudizada por un cierto debilitamiento de la percepción de los principios éticos sobre los que se funda el derecho y de las actitudes morales personales, que siempre dan fuerza a esos ordenamientos.

Nuestro mundo, con todas sus nuevas esperanzas y posibilidades, se caracteriza al mismo tiempo por la impresión de que se está perdiendo el consenso moral y, por consiguiente, las estructuras en las que se basa la convivencia ya no logran funcionar plenamente. Por lo tanto, en numerosas personas se insinúa la tentación de pensar que las fuerzas movilizadas para la defensa de la sociedad civil, al final están abocadas al fracaso. Frente a esta tentación, especialmente nosotros, que somos cristianos, tenemos la responsabilidad de recobrar nueva determinación a la hora de profesar la fe y hacer el bien, para seguir estando cerca de los hombres, con valentía, en sus alegrías y en sus sufrimientos, en las horas felices y en las tristes de la existencia terrena.

En nuestros días se da gran importancia a la dimensión subjetiva de la existencia. Esto, por una parte, es un bien, porque permite poner al hombre y su dignidad en el centro de la consideración tanto en el pensamiento como en la acción histórica. Pero no hay que olvidar nunca que el hombre encuentra su dignidad profundísima en la mirada amorosa de Dios, en la referencia a él. La atención a la dimensión subjetiva también es un bien cuando se pone de relieve el valor de la conciencia humana. Pero aquí encontramos un grave riesgo, porque en el pensamiento moderno se ha desarrollado una visión limitada de la conciencia, según la cual no existen puntos de referencia objetivos a la hora de determinar lo que vale y lo que es verdadero, sino que es el individuo con sus intuiciones y sus experiencias quien se convierte en el metro para medir; cada uno, pues, tiene su propia verdad, su propia moral. La consecuencia más evidente es que se tiende a confinar la religión y la moral al ámbito del sujeto, de lo privado; es decir, la fe con sus valores y sus comportamientos, ya no tendría derecho a un lugar en la vida pública y civil. Por tanto, si, por una parte, en la sociedad se da gran importancia al pluralismo y a la tolerancia, por otra, se tiende a marginar progresivamente la religión y a considerarla carente de relevancia y, en cierto sentido, extraña al mundo civil, casi como si debiera limitar su influencia sobre la vida del hombre.

Por el contrario, para los cristianos, el verdadero significado de la «conciencia» es la capacidad del hombre de reconocer la verdad, y, antes aún, la posibilidad de sentir su llamada, de buscarla y de encontrarla. El hombre debe abrirse a la verdad y al bien, para poderlos acoger libre y conscientemente. La persona humana, por lo demás, es expresión de un designio de amor y de verdad: Dios la ha «ideado», por decirlo así, con su interioridad, con su conciencia, a fin de que encuentre en esta las orientaciones para custodiarse y cultivarse a sí misma y a la sociedad humana.

Los nuevos desafíos que se asoman al horizonte exigen que Dios y el hombre vuelvan a encontrarse, que la sociedad y las instituciones públicas recuperen su «alma», sus raíces espirituales y morales, para dar nueva consistencia a los valores éticos y jurídicos de referencia y, por tanto, a la acción práctica. La fe cristiana y la Iglesia nunca dejan de dar su contribución a la promoción del bien común y de un progreso auténticamente humano. El mismo servicio religioso y de asistencia espiritual que, en virtud de las disposiciones normativas vigentes, el Estado y la Iglesia se comprometen a procurar también al personal de la Policía del Estado, testimonia la perenne fecundidad de este encuentro.

La singular vocación de la ciudad de Roma requiere hoy que vosotros, que sois funcionarios públicos, deis un buen ejemplo de positiva y provechosa interacción entre sana laicidad y fe cristiana. La eficacia de vuestro servicio, de hecho, es el fruto de la combinación entre la profesionalidad y la cualidad humana, entre la actualización de los medios y de los sistemas de seguridad y el bagaje de dotes humanas como la paciencia, la perseverancia en el bien, el sacrificio y la disponibilidad a la escucha. Todo esto, bien armonizado, redunda en beneficio de los ciudadanos, especialmente de las personas que pasan dificultades. Sabed siempre considerar al hombre como el fin, para que todos puedan vivir de forma verdaderamente humana. Como Obispo de esta ciudad, quiero invitaros a leer y meditar la Palabra de Dios, para encontrar en ella la fuente y el criterio de inspiración para vuestra acción.

Queridos amigos, cuando estéis de servicio por las calles de Roma, o en vuestras oficinas, pensad que vuestro Obispo, el Papa, reza por vosotros, que os quiere. Os agradezco vuestra visita, y os encomiendo a todos a la protección de María santísima y del arcángel san Miguel, vuestro protector celestial, mientras os imparto de corazón a vosotros, y para vuestra tarea, una bendición apostólica especial.



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana