DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A SEIS NUEVOS EMBAJADORES ANTE LA SANTA SEDE
Jueves 9 de junio de 2001
Señora y señores embajadores:
Me alegra recibirlos esta mañana, en el palacio apostólico, para la presentación de las cartas que los acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de sus respectivos países ante la Santa Sede: Moldavia, Guinea Ecuatorial, Belice, República árabe de Siria, Ghana y Nueva Zelanda. Les agradezco las amables palabras que me han dirigido de parte de sus respectivos jefes de Estado. Les ruego que, a su vez, les transmitan mi cordial saludo y mis mejores deseos para sus personas y para la elevada misión que desempeñan al servicio de su país y de su pueblo. Quiero saludar también, a través de ustedes, a todas las autoridades civiles y religiosas de sus naciones, así como a todos sus compatriotas. Mis oraciones y mis pensamientos también se dirigen naturalmente a las comunidades católicas presentes en sus países.
Dado que tengo la oportunidad de encontrarme personalmente con cada uno de ustedes, ahora quiero hablar de manera más general. El primer semestre de este año se ha caracterizado por innumerables tragedias que han afectado a la naturaleza, a la técnica y a los pueblos. La magnitud de esas catástrofes nos interpela. El hombre es lo primero, conviene recordarlo. El hombre, a quien Dios ha encomendado la buena gestión de la naturaleza, no puede ser dominado por la técnica, quedando sujeto a ella. Esta toma de conciencia debe llevar a los Estados a reflexionar juntos sobre el futuro del planeta a corto plazo, ante sus responsabilidades respecto de nuestra vida y de las tecnologías. La ecología humana es una necesidad imperativa. Adoptar en toda circunstancia un modo de vivir respetuoso del medio ambiente y apoyar la investigación y la explotación de energías adecuadas que salvaguarden el patrimonio de la creación y no impliquen peligro para el hombre, deben ser prioridades políticas y económicas. En este sentido, resulta necesario revisar en su totalidad nuestra actitud ante la naturaleza. Esta no es sólo un espacio explotable o para disfrutar. Es el lugar en donde nace el hombre, su «casa», de algún modo. Es esencial para nosotros. El cambio de mentalidad en este ámbito, más aún, las obligaciones que conlleva, debe permitir llegar rápidamente a un arte de vivir juntos que respete la alianza entre el hombre y la naturaleza, sin la cual la familia humana corre el peligro de desaparecer. Es preciso, por consiguiente, hacer una reflexión seria y proponer soluciones precisas y sostenibles. Todos los gobernantes deben comprometerse a proteger la naturaleza y ayudarla a desempeñar su papel esencial para la supervivencia de la humanidad. Las Naciones Unidas me parecen el marco natural para esa reflexión, que no deberá quedar ofuscada por intereses políticos y económicos ciegamente partidistas, para así privilegiar la solidaridad por encima de los intereses particulares.
Conviene, asimismo, preguntarse sobre el papel correcto que debe desempeñar la técnica. Los prodigios que es capaz de realizar van acompañados por desastres sociales y ecológicos. Ampliando el aspecto relacional del trabajo al planeta, la técnica imprime a la globalización un ritmo particularmente acelerado. Ahora bien, el fundamento del dinamismo del progreso corresponde al hombre que trabaja y no a la técnica, que no es más que una creación humana. Apostar todo por ella o creer que es el agente exclusivo del progreso o de la felicidad conlleva reducir al hombre al nivel de las cosas, lo cual desemboca en la ceguera y en la infelicidad cuando este le atribuye y le delega poderes que ella no tiene. Basta constatar los «daños» del progreso y los peligros que una técnica omnipotente, y en definitiva no controlada, hace que corra la humanidad. La técnica que domina al hombre lo priva de su humanidad. El orgullo que genera ha hecho surgir en nuestras sociedades un economismo intratable y cierto hedonismo, que determina los comportamientos de modo subjetivo y egoísta. El debilitamiento del primado de lo humano conlleva un desvarío existencial y una pérdida del sentido de la vida. De hecho, la visión del hombre y de las cosas sin referencia a la trascendencia desarraiga al hombre de la tierra y, más fundamentalmente, empobrece su identidad misma. Así pues, urge llegar a conjugar la técnica con una fuerte dimensión ética, pues la capacidad que tiene el hombre de transformar y, en cierto sentido, de crear el mundo por medio de su trabajo, se realiza siempre a partir del primer don original de las cosas hecho por Dios (cf. Juan Pablo II, Centesimus annus, 37). La técnica debe ayudar a la naturaleza a abrirse, según la voluntad del Creador. Trabajando de este modo, el investigador y el científico se adhieren al plan de Dios, que ha querido que el hombre sea el culmen y el gestor de la creación. Las soluciones basadas en este fundamento protegerán la vida del hombre y su vulnerabilidad, así como los derechos de las generaciones actuales y futuras. Y la humanidad podrá seguir beneficiándose de los progresos que el hombre, por medio de su inteligencia, logra realizar.
Conscientes del peligro que corre la humanidad ante una técnica vista como una «respuesta» más eficaz que el voluntarismo político o el paciente esfuerzo educativo para civilizar las costumbres, los Gobiernos deben promover un humanismo que respete la dimensión espiritual y religiosa del hombre. De hecho, la dignidad de la persona humana no cambia con el fluctuar de las opiniones. Respetar su aspiración a la justicia y a la paz permite la construcción de una sociedad que se promueve a sí misma cuando sostiene a la familia o cuando rechaza, por ejemplo, el primado exclusivo de las finanzas. Un país vive de la plenitud de la vida de los ciudadanos que lo componen, siendo consciente cada uno de sus propias responsabilidades y pudiendo hacer valer sus propias convicciones. Además, la aspiración natural hacia la verdad y hacia el bien es fuente de un dinamismo que genera la voluntad de colaborar para realizar el bien común. Así, la vida social puede enriquecerse constantemente integrando la diversidad cultural y religiosa al compartir valores, fuente de fraternidad y de comunión. Debiendo considerar la vida en sociedad ante todo como una realidad de orden espiritual, los responsables políticos tienen la misión de guiar a los pueblos hacia la armonía humana y la sabiduría tan anheladas, que deben culminar en la libertad religiosa, rostro auténtico de la paz.
Al iniciar su misión ante la Santa Sede, deseo asegurarles, excelencias, que siempre encontrarán en mis colaboradores la escucha atenta y la ayuda que puedan necesitar. Sobre ustedes, sobre sus familias, sobre los miembros de sus misiones diplomáticas y sobre todas las naciones que ustedes representan, invoco la abundancia de las bendiciones divinas.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana