DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA
DE LA REUNIÓN DE LAS OBRAS PARA LA AYUDA
A LAS IGLESIAS ORIENTALES (ROACO)
Sala Clementina
Viernes 24 de junio de 2011
Señor cardenal,
beatitud,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos miembros y amigos de la ROACO:
Deseo expresar a cada uno de vosotros la más cordial bienvenida y correspondo con mis mejores deseos a las amables palabras de saludo que me ha dirigido el cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales y presidente de la Reunión de las Obras para la ayuda a las Iglesias orientales, acompañado por el arzobispo secretario, por el subsecretario y por los colaboradores eclesiásticos y laicos del dicasterio. Dirijo un saludo fraterno al nuevo patriarca maronita, Su Beatitud Béchara Boutros Raï, y extiendo mi saludo a los demás prelados, a los representantes de las agencias internacionales y de la Universidad de Belén, así como a los bienhechores aquí presentes. Doy las gracias a todos por cooperar con generosidad al mandato de caridad universal que el Señor Jesús confía incesantemente al Obispo de Roma como Sucesor de Apóstol san Pedro.
Ayer celebramos la solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor. La procesión eucarística, que presidí desde la catedral de San Juan de Letrán hasta la basílica de Santa María la Mayor, constituye siempre una invitación a la amada ciudad de Roma y a toda la comunidad católica a permanecer y caminar por las sendas no fáciles de la historia, entre las grandes pobrezas espirituales y materiales del mundo, para ofrecer la caridad de Cristo y de la Iglesia, que brota del Misterio Pascual, misterio de amor, de entrega total que engendra la vida. La caridad «no pasa nunca» (1 Co 13, 8), dice el apóstol san Pablo, y es capaz de cambiar los corazones y el mundo con la fuerza de Dios, sembrando y despertando en todas partes la solidaridad, la comunión y la paz. Son dones confiados a nuestras frágiles manos, pero su desarrollo es seguro, porque el poder de Dios actúa precisamente en la debilidad, si sabemos abrirnos a su acción, si somos verdaderos discípulos y nos esforzamos por serle fieles (cf. 2 Co 12, 10).
Queridos amigos de la roaco, no olvidéis jamás la dimensión eucarística de vuestro objetivo para manteneros constantemente en la dinámica de la caridad eclesial. Deseo que esta caridad llegue de forma muy especial a Tierra Santa y también a todo Oriente Medio, para sostener allí la presencia cristiana. Os pido que hagáis todo lo posible, incluso implicando a las instancias públicas con las que entráis en contacto a nivel internacional, para que en Oriente, donde nacieron, los pastores y los fieles de Cristo puedan permanecer «no como extranjeros» sino como «conciudadanos» (Ef 2, 19), dando testimonio de Jesús, como los santos del pasado, hijos también ellos de las Iglesias orientales. Oriente es, con pleno derecho, su patria terrena. Allí precisamente están llamados también hoy a construir el bien de todos, indistintamente, gracias a su fe. Se debe reconocer una igual dignidad y una libertad real a todos aquellos que profesan esta fe, permitiendo así una colaboración ecuménica e interreligiosa más fructífera.
Os agradezco que hayáis reflexionado sobre los cambios que se están produciendo en los países del norte de África y de Oriente Próximo, que mantienen aún al mundo preocupado. Gracias también a la aportación que dieron en estos días el cardenal patriarca copto-católico y el patriarca maronita, así como el representante pontificio en Jerusalén y el custodio franciscano de Tierra Santa, la Congregación y las agencias podrán darse cuenta de las condiciones concretas en las que viven la Iglesia y las poblaciones en una región de suma importancia para el equilibrio y la paz mundiales. A través de vosotros, el Papa quiere estar cerca de quienes están sufriendo y de quienes intentan desesperadamente huir incrementando flujos migratorios a veces sin esperanza. Al respecto, pido la asistencia inmediata necesaria, pero sobre todo cualquier mediación posible, para que cesen las violencias y, en el respeto de los derechos de las personas y de las comunidades, se restablezcan en todas partes la concordia social y la convivencia pacífica. La ferviente oración y la reflexión nos ayudarán, mientras tanto, a leer las perspectivas emergentes en la actual época de prueba y de lágrimas: que el Señor de la historia las dirija siempre al bien común.
La Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los obispos celebrada el pasado mes de octubre en el Vaticano y en la que participasteis algunos de vosotros, ha acercado a los hermanos y hermanas de Oriente de modo aún más decidido al corazón de la Iglesia y nos ha preparado para descubrir los signos de novedad del tiempo actual. Pero inmediatamente después de aquella asamblea, la violencia absurda golpeó ferozmente a personas inermes (cf. Ángelus del 1 de noviembre de 2010) en la catedral siro-católica de Bagdad y, en los meses sucesivos, en muchos otros lugares. Este dolor sufrido por Cristo puede servir de ayuda para el crecimiento de la buena semilla y para dar frutos aún más fecundos, si Dios quiere. Confío, por tanto, a la buena voluntad de los miembros de la ROACO cuanto surgió en el Sínodo y también el valioso patrimonio espiritual constituido por el cáliz de la pasión de muchos cristianos como referencia para un servicio inteligente y generoso, que parta desde los últimos y que no excluya a nadie, y que siempre mida su autenticidad según el Misterio Eucarístico.
Queridos amigos, las Iglesias orientales católicas, bajo la guía de sus generosos pastores y también con vuestro apoyo insustituible, sabrán confirmar siempre la comunión con la Sede apostólica, celosamente custodiada a lo largo de los siglos, y dar una contribución original a la nueva evangelización tanto en la madre patria, como en la creciente diáspora. Pongo estos auspicios bajo la protección de la santísima Madre de Dios y del precursor de Cristo, san Juan Bautista, en la solemnidad litúrgica de su nacimiento. Se acerca también la solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo: ese día daré gracias al buen Pastor, como ha recordado el cardenal Sandri, en el 60° aniversario de mi ordenación sacerdotal. Os agradezco vivamente vuestra oración y vuestra felicitación, con las que me habéis hecho un grato don. Os pido que compartáis mi súplica al «Dueño de la mies» (Mt 9, 38) para que conceda a la Iglesia y al mundo numerosos y ardientes obreros del Evangelio. Y como signo de mi afecto, me alegra impartir a cada uno de vosotros, a vuestros seres queridos y a las comunidades confiadas a vosotros la confortadora bendición apostólica.
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