VISITA PASTORAL A LAS ZONAS AFECTADAS POR EL TERREMOTO
DE EMILIA-ROMAÑA
(26 DE JUNIO DE 2012)
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
San Marino di Carpi - Modena
Martes 26 de junio de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
¡Gracias por vuestra acogida!
Desde los primeros días del terremoto que os golpeó, he estado siempre cerca de vosotros con la oración y el interés. Pero cuando vi que la prueba se hacía más dura, sentí de modo más fuerte la necesidad de venir en persona en medio de vosotros. Y doy gracias al Señor que me lo ha concedido.
Así, estoy con gran afecto con vosotros, aquí reunidos, y abrazo con la mente y con el corazón a todos los pueblos, a todas las poblaciones que han sufrido daños a causa del seísmo, especialmente a las familias y a las comunidades que lloran a sus difuntos: que el Señor los acoja en su paz. Hubiera querido visitar a todas las comunidades para hacerme presente de modo personal y concreto, pero vosotros sabéis bien que sería muy difícil. En este momento, sin embargo, quisiera que todos, en cada pueblo, sintierais que el corazón del Papa está cerca de vuestro corazón para consolaros, pero sobre todo para animaros y para sosteneros. Saludo al señor ministro representante del Gobierno, al jefe del departamento de la Protección civil, y al honorable Vasco Errani, presidente de la región Emilia Romaña, al que agradezco de corazón las palabras que me ha dirigido en nombre de las instituciones y de la comunidad civil. Deseo expresar mi gratitud también al cardenal Carlo Caffarra, arzobispo de Bolonia, por las afectuosas palabras que me ha dirigido, en las que se aprecia la fuerza de vuestros corazones, que no tienen grietas, sino que están profundamente unidos en la fe y en la esperanza. Saludo y manifiesto mi agradecimiento a mis hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a los representantes de las diferentes realidades religiosas y sociales, a las fuerzas del orden y a los voluntarios: es importante dar un testimonio concreto de solidaridad y de unidad. Agradezco este gran testimonio, sobre todo de los voluntarios.
Como os decía, he sentido la necesidad de venir, aunque sea sólo por un breve momento, en medio de vosotros. Ya cuando estaba en Milán, a inicios de este mes, para el Encuentro mundial de las familias, habría querido pasar a visitaros, y a menudo pensaba en vosotros. De hecho, sabía que, además de sufrir las consecuencias materiales, estabais atravesando una prueba en vuestro espíritu, por la prolongación de las sacudidas, algunas incluso fuertes; así como por la pérdida de algunos edificios simbólicos de vuestros pueblos y, entre ellos de modo particular, de muchas iglesias. Aquí, en Rovereto di Novi, al derrumbarse la iglesia —que acabo de ver— perdió la vida don Ivan Martini. Rindiendo homenaje a su memoria, dirijo un saludo particular a vosotros, queridos sacerdotes, y a todos vuestros compañeros, que estáis demostrando, como ya sucedió en otras horas difíciles de la historia de estas tierras, vuestro amor generoso al pueblo de Dios.
Como sabéis, nosotros los sacerdotes —aunque también los religiosos y no pocos laicos— rezamos cada día con el «Breviario», que contiene la Liturgia de las Horas, la oración de la Iglesia que marca la jornada. Oramos con los Salmos, según un orden que es el mismo para toda la Iglesia católica, en todo el mundo. ¿Por qué os digo esto? Porque en estos días, al rezar el Salmo 46, he encontrado esta expresión que me ha conmovido: «Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro. Por eso no tememos aunque tiemble la tierra y los montes se desplomen en el mar» (Sal 46, 2-3). ¿Cuántas veces he leído estas palabras? Innumerables veces. Soy sacerdote desde hace sesenta y un años. Y sin embargo, en ciertos momentos, como este, esas palabras me conmueven profundamente, porque tocan el corazón, dan voz a una experiencia que ahora vosotros estáis viviendo, y que comparten todos los que rezan. Pero, como veis, estas palabras del Salmo no sólo me impresionan porque usan la imagen del terremoto, sino sobre todo por lo que afirman respecto de nuestra actitud interior ante la devastación de la naturaleza: una actitud de gran seguridad, basada en la roca estable, inquebrantable, que es Dios. Nosotros «no tememos aunque tiemble la tierra» —dice el salmista— porque «Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza», es «poderoso defensor en el peligro».
Queridos hermanos y hermanas, estas palabras parecen contrastar con el miedo que inevitablemente se siente después de una experiencia como la que habéis vivido. Una reacción inmediata, que puede imprimirse más profundamente si el fenómeno se prolonga. Pero, en realidad, el Salmo no se refiere a este tipo de miedo, que es natural, y la seguridad que afirma no es la de superhombres que no albergan sentimientos normales. La seguridad de la que habla es la de la fe, por la que, ciertamente, podemos tener miedo, angustia —la experimentó también Jesús, como sabemos—, pero en medio de todo miedo y angustia tenemos, sobre todo, la certeza de que Dios está con nosotros; como el niño que sabe que siempre puede contar con su mamá y su papá, porque se siente amado, querido, ocurra lo que ocurra. Así, con respecto a Dios, somos pequeños, frágiles, pero seguros en sus manos, es decir, abandonados a su Amor, que es sólido como una roca. Este Amor lo vemos en Cristo crucificado, que es el signo del dolor, del sufrimiento y, a la vez, del amor. Es la revelación de Dios Amor, solidario con nosotros hasta la extrema humillación.
Sobre esta roca, con esta firme esperanza, se puede construir, se puede reconstruir. Sobre los escombros de la segunda guerra mundial —no sólo los materiales— Italia ciertamente fue reconstruida también gracias a las ayudas recibidas, pero sobre todo gracias a la fe de mucha gente animada por un espíritu de verdadera solidaridad, por la voluntad de dar un futuro a las familias, un futuro de libertad y de paz. Vosotros sois gente a la que todos los italianos estiman por vuestra humanidad y sociabilidad, por la laboriosidad unida a la jovialidad. Todo esto ahora ha sido puesto a dura prueba por esta situación, pero no debe y no puede afectar a lo que vosotros sois como pueblo, a vuestra historia y a vuestra cultura. Permaneced fieles a vuestra vocación de gente fraterna y solidaria, y afrontaréis cualquier cosa con paciencia y determinación, rechazando las tentaciones que por desgracia están vinculadas a estos momentos de debilidad y necesidad.
La situación que estáis viviendo ha puesto de manifiesto un aspecto que quisiera que estuviera muy presente en vuestro corazón: ¡no estáis y no estaréis solos! En estos días, en medio de tanta destrucción y de tanto dolor, habéis visto y sentido cómo tanta gente se ha movido para expresaros su cercanía, su solidaridad, su afecto; y esto a través de muchos signos y ayudas concretas. Mi presencia entre vosotros quiere ser uno de estos signos de amor y de esperanza. Al mirar vuestras tierras he experimentado una profunda conmoción ante tantas heridas, pero he visto también muchas manos que las quieren curar juntamente con vosotros; he visto que la vida vuelve a comenzar, quiere volver a comenzar con fuerza y valentía, y este es el signo más hermoso y luminoso.
Desde este lugar quiero lanzar un fuerte llamamiento a las instituciones, a todos los ciudadanos, a ser, a pesar de las dificultades del momento, como el buen samaritano del Evangelio, que no pasa indiferente ante quien padece necesidad, sino que, con amor, se inclina, socorre, permanece al lado, haciéndose cargo hasta el fondo de las necesidades del otro (cf. Lc 10, 29-37). La Iglesia está cerca de vosotros y lo seguirá estando con su oración y con la ayuda concreta de sus organizaciones, especialmente de la Cáritas, que se comprometerá también en la reconstrucción del tejido comunitario de las parroquias.
Queridos amigos, os bendigo a todos y cada uno, y os llevo con gran afecto en mi corazón.
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