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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE FRANCIA
(REGIÓN NORESTE) EN VISITA «AD LIMINA»

Sala del Consistorio
Sábado 17 de noviembre de 2012

 

Señor cardenal,
queridos hermanos en el episcopado:

Le agradezco, eminencia, sus palabras; guardo un recuerdo muy vivo de mi estancia en París en 2008, que permitió intensos momentos de fe y un encuentro con el mundo de la cultura. En el mensaje que le dirigí con ocasión del encuentro en Lourdes, que usted organizó el pasado marzo, recordé que el «Concilio Vaticano II ha sido y sigue siendo un auténtico signo de Dios para nuestro tiempo». Esto es verdad particularmente en el ámbito del diálogo entre la Iglesia y el mundo, este mundo «con el que vive y actúa» (cf. Gaudium et spes, 40 § 1) y sobre el cual quiere difundir la luz que irradia la vida divina (ib. § 2). Como usted sabe, cuanto más consciente es la Iglesia de su ser y de su misión, tanto más será capaz de amar a este mundo, de dirigir sobre él una mirada confiada, inspirada por la de Jesús, sin ceder a la tentación del desconsuelo y del repliegue. Y «la Iglesia, cumpliendo su misión, con este mismo hecho ya estimula y da su contribución a la cultura humana y civil» (ib., n. 58), dice el Concilio.

Vuestra nación es rica de una larga historia cristiana, que no se puede ignorar o disminuir, y que testimonia con elocuencia esta verdad, que configura aún hoy su vocación singular. No sólo los fieles de vuestras diócesis, sino también los fieles de todo el mundo esperan mucho —estad seguros de ello— de la Iglesia que está en Francia. Como pastores, somos naturalmente conscientes de nuestros límites; pero, confiando en la fuerza de Cristo, también sabemos que nos corresponde ser «los heraldos de la fe» (Lumen gentium, 50) que, junto a los sacerdotes y fieles, deben testimoniar el mensaje de Cristo «de tal modo que todas las actividades terrenas de los fieles estén iluminadas por la luz del Evangelio» (Gaudium et spes, 43 § 5).

El Año de la fe nos permite acrecentar nuestra confianza en la fuerza y en la riqueza intrínseca del mensaje evangélico. ¿En cuántas ocasiones hemos constatado que son las palabras de la fe, palabras sencillas y directas, cargadas de la savia de la Palabra divina, las que tocan mejor el corazón y la mente y dan la luz más decisiva? Por tanto, no debemos tener miedo de hablar con un vigor totalmente apostólico del misterio de Dios y del misterio del hombre, y mostrar incansablemente las riquezas de la doctrina cristiana. En ella hay palabras y realidades, convicciones fundamentales y modos de razonar que son los únicos que pueden llevar la esperanza de la que el mundo tiene sed.

En los debates sociales importantes, la voz de la Iglesia debe hacerse oír sin pausa y con determinación. Y lo hace con respeto de la tradición francesa en materia de distinción entre las esferas de competencia de la Iglesia y las de competencia del Estado. En este contexto, precisamente la armonía que existe entre la fe y la razón os da una certeza particular: el mensaje de Cristo y de su Iglesia no es sólo portador de una identidad religiosa que exigiría que se la respete como tal; también encierra una sabiduría que permite examinar con rectitud las respuestas concretas a las cuestiones urgentes, y a veces angustiosas, del tiempo presente. Ejerciendo continuamente, tal como lo hacéis, la dimensión profética de vuestro ministerio episcopal, lleváis a esos debates una palabra indispensable de verdad, que libera y abre los corazones a la esperanza. Estoy convencido de que esta palabra se espera. Ella encuentra siempre acogida favorable cuando se presenta con caridad, no como el fruto de nuestras reflexiones, sino ante todo como la palabra que Dios quiere dirigir a todo hombre.

A este propósito, me viene a la mente el encuentro que tuvo lugar en el Collège des Bernardins. Francia puede sentirse orgullosa de incluir entre sus hijos e hijas a numerosos intelectuales de alto nivel, algunos de los cuales miran a la Iglesia con benevolencia y respeto. Creyentes o no creyentes, son conscientes de los inmensos desafíos de nuestra época, en la que el mensaje cristiano es un punto de referencia insustituible. Puede ser que otras tradiciones intelectuales o filosóficas se agoten, pero la Iglesia encuentra en su misión divina la seguridad y la valentía de predicar, a tiempo y a destiempo, la llamada universal a la salvación, la grandeza del designio divino para la humanidad, la responsabilidad del hombre, su dignidad y su libertad, y, a pesar de la herida del pecado, su capacidad de discernir conscientemente lo que es verdadero y lo que es bueno, y su disponibilidad a la gracia divina. En el Collège des Bernardins quise recordar que la vida monástica, totalmente orientada a la búsqueda de Dios, el quaerere Deum, es la fuente de renovación y progreso de la cultura. Las comunidades religiosas, y sobre todo las monásticas de vuestro país, que conozco bien, pueden contar con vuestra estima y con vuestra solicitud atenta, en el respeto del carisma propio de cada una. La vida religiosa, al servicio exclusivo de la obra de Dios, a la que nada puede anteponerse (cf. Regla de san Benito), es un tesoro en vuestras diócesis. Ella ofrece un testimonio radical sobre el modo en que la existencia humana, precisamente cuando se dispone totalmente al seguimiento de Cristo, realiza con plenitud la vocación humana a la vida bienaventurada. Toda la sociedad, y no sólo la Iglesia, se enriquece profundamente con este testimonio. Dado en la humildad, en la dulzura y en el silencio, proporciona, por decirlo así, la prueba de que en el hombre hay algo más que el hombre mismo.

Como recuerda el Concilio, la acción litúrgica de la Iglesia también forma parte de su contribución a la obra civilizadora (cf. Gaudium et spes, 58). En efecto, la liturgia es la celebración del acontecimiento central de la historia humana, el sacrificio redentor de Cristo. Por eso testimonia el amor con el que Dios ama a la humanidad, testimonia que la vida del hombre tiene un sentido y que él, por vocación, está llamado a compartir la vida gloriosa de la Trinidad. La humanidad tiene necesidad de este testimonio. Tiene necesidad de percibir, a través de las celebraciones litúrgicas, la conciencia que la Iglesia tiene del señorío de Dios y de la dignidad del hombre. Tiene derecho de discernir, más allá de los límites que marcarán siempre sus ritos y sus ceremonias, que Cristo «está presente en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro» (cf. Sacrosanctum Concilium, 7). Conociendo el cuidado que tenéis por vuestras celebraciones litúrgicas, os animo a cultivar el arte de celebrar, a ayudar a vuestros sacerdotes en este sentido, y a trabajar sin descanso en la formación litúrgica de los seminaristas y de los fieles. El respeto de las normas establecidas expresa el amor y la fidelidad a la fe de la Iglesia, al tesoro de gracia que ella custodia y transmite; la belleza de las celebraciones, mucho más que las innovaciones y los arreglos subjetivos, constituye una obra duradera y eficaz de evangelización.

Hoy es grande vuestra preocupación por la transmisión de la fe a las jóvenes generaciones. Muchas familias en vuestro país siguen garantizándola. Bendigo y aliento de todo corazón las iniciativas que impulsáis para sostener a estas familias, para rodearlas de vuestra solicitud y favorecer su asunción de responsabilidad en el ámbito educativo. La responsabilidad de los padres en este ámbito es un bien incalculable, que la Iglesia defiende y promueve ya sea como una dimensión inalienable y fundamental del bien común de toda la sociedad, ya sea como una exigencia de la dignidad de la persona y de la familia. También sabéis que en este ámbito no faltan los desafíos: tanto las dificultades relacionadas con la transmisión de la fe recibida —familiar y social— como los desafíos de la fe acogida personalmente en el umbral de la edad madura, e incluso la dificultad constituida por una verdadera ruptura en la transmisión, cuando se suceden diversas generaciones que ya se han alejado de la fe viva. Existe también el enorme desafío de vivir en una sociedad que no siempre comparte las enseñanzas de Cristo, y que a veces trata de ridiculizar o marginar la Iglesia, pretendiendo confinarla en la sola esfera privada. Para afrontar estos inmensos desafíos, la Iglesia tiene necesidad de testigos creíbles. El testimonio cristiano radicado en Cristo y vivido con coherencia de vida y autenticidad, es multiforme, sin ningún esquema preconcebido. Nace y se renueva incesantemente bajo la acción del Espíritu Santo. En apoyo de este testimonio, el Catecismo de la Iglesia católica es un instrumento muy útil, porque muestra la fuerza y la belleza de la fe. Os aliento a darlo a conocer ampliamente, en particular en este año en que celebramos el vigésimo aniversario de su publicación.

En el lugar que os corresponde, también dais testimonio con vuestra dedicación, con vuestra sencillez de vida, con vuestra solicitud pastoral y, sobre todo, mediante la unión entre vosotros y con el Sucesor del apóstol Pedro. Así, conscientes de la fuerza del ejemplo, encontraréis las palabras y los gestos para animar a los fieles a encarnar esta «unidad de vida». Deben sentir que su fe los compromete, que es para ellos una liberación y no un peso, que la coherencia es fuente de alegría y fecundidad (cf. Exhortación apostólica Christifideles laici, 17). Esto vale tanto para su adhesión y su fidelidad a la enseñanza moral de la Iglesia como, por ejemplo, para la valentía de manifestar sus convicciones cristianas, sin arrogancia y con respeto, en los diversos ámbitos donde actúan. Quienes de entre ellos están comprometidos en la vida pública tienen una responsabilidad particular en este ámbito. Junto con los obispos, se preocuparán por prestar atención a los proyectos de leyes civiles que puedan atentar contra el matrimonio entre un hombre y una mujer, a la protección de la vida humana desde la concepción hasta la muerte, y a la orientación justa de la bioética con fidelidad a los documentos del Magisterio. Hoy, más que nunca, es necesario que sean numerosos los cristianos que emprenden el camino del servicio al bien común, profundizando, en particular, la doctrina social de la Iglesia.

Podéis contar con mi oración para que vuestros esfuerzos en este ámbito den frutos abundantes. Para concluir, invoco la bendición del Señor sobre vosotros, sobre vuestros sacerdotes y vuestros diáconos, sobre los religiosos y las religiosas, sobre las demás personas consagradas que trabajan en vuestras diócesis, y sobre vuestros fieles. Que Dios os acompañe siempre. Gracias.



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