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PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo 11 de agosto de 2013

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (Lc 12, 32-48) nos habla del deseo del encuentro definitivo con Cristo, un deseo que nos hace estar siempre preparados, con el espíritu en vela, porque esperamos este encuentro con todo el corazón, con todo nosotros mismos. Este es un aspecto fundamental de la vida. Existe un deseo que todos nosotros, sea explícito u oculto, tenemos en el corazón. Todos nosotros tenemos este deseo en el corazón.

Esta enseñanza de Jesús también es importante verla en el contexto concreto, existencial, donde Él la transmitió. En este caso, el evangelista Lucas nos presenta a Jesús caminando con sus discípulos hacia Jerusalén, hacia su Pascua de muerte y resurrección, y en este camino los educa confiándoles lo que Él mismo lleva en el corazón, las actitudes profundas de alma. Entre estas actitudes está el desapego de los bienes terrenos, la confianza en la providencia del Padre y, precisamente, la vigilancia interior, la espera activa del reino de Dios. Para Jesús es la espera del regreso a la casa del Padre. Para nosotros es la espera de Cristo mismo, que vendrá a buscarnos para llevarnos a la fiesta sin fin, como ya hizo con su Madre María santísima: la llevó al Cielo con Él.

Este Evangelio quiere decirnos que el cristiano es alguien que lleva dentro de sí un deseo grande, un deseo profundo: el de encontrarse con su Señor junto a los hermanos, a los compañeros de camino. Y todo esto que Jesús nos dice se resume en un famoso dicho de Jesús: «Donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12, 34). El corazón que desea. Pero todos nosotros tenemos un deseo. La pobre gente es la que no tiene deseo; el deseo de seguir adelante, hacia el horizonte; y para nosotros cristianos este horizonte es el encuentro con Jesús, el encuentro precisamente con Él, que es nuestra vida, nuestra alegría, lo que nos hace felices. Pero yo os haría dos preguntas. La primera: todos vosotros, ¿tenéis un corazón deseoso, un corazón que desea? Pensad y responded en silencio y en tu corazón: tú, ¿tienes un corazón que desea, o tienes un corazón cerrado, un corazón adormecido, un corazón anestesiado por las cosas de la vida? El deseo: seguir adelante hacia el encuentro con Jesús. Y la segunda: ¿dónde está tu tesoro, aquello que tú deseas? —porque Jesús nos dijo: Donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón—. Y yo pregunto: ¿dónde está tu tesoro? ¿Cuál es para ti la realidad más importante, más valiosa, la realidad que atrae mi corazón como un imán? ¿Qué es lo que atrae tu corazón? ¿Puedo decir que es el amor de Dios? ¿Están las ganas de hacer el bien a los demás, de vivir para el Señor y para nuestros hermanos? ¿Puedo decir esto? Cada uno responda en su corazón. Pero alguien puede decirme: Padre, pero yo soy uno que trabaja, que tiene familia, para mí la realidad más importante es sacar adelante a mi familia, el trabajo... Cierto, es verdad, es importante. Pero, ¿cuál es la fuerza que mantiene unida a la familia? Es precisamente el amor, y quien siembra el amor en nuestro corazón es Dios, el amor de Dios, es precisamente el amor de Dios quien da sentido a los pequeños compromisos cotidianos e incluso ayuda a afrontar las grandes pruebas. Este es el verdadero tesoro del hombre. Seguir adelante en la vida con amor, con ese amor que el Señor sembró en el corazón, con el amor de Dios. Este es el verdadero tesoro. Pero el amor de Dios, ¿qué es? No es algo vago, un sentimiento genérico. El amor de Dios tiene un nombre y un rostro: Jesucristo, Jesús. El amor de Dios se manifiesta en Jesús. Porque nosotros no podemos amar el aire... ¿Amamos el aire? ¿Amamos el todo? No, no se puede, amamos a personas, y la persona que nosotros amamos es Jesús, el regalo del Padre entre nosotros. Es un amor que da valor y belleza a todo lo demás; un amor que da fuerza a la familia, al trabajo, al estudio, a la amistad, al arte, a toda actividad humana. Y da sentido también a las experiencias negativas, porque este amor nos permite ir más allá de estas experiencias, ir más allá, no permanecer prisioneros del mal, sino que nos hace ir más allá, nos abre siempre a la esperanza. He aquí que el amor de Dios en Jesús siempre nos abre a la esperanza, al horizonte de esperanza, al horizonte final de nuestra peregrinación. Así, incluso las fatigas y las caídas encuentran un sentido. También nuestros pecados encuentran un sentido en el amor de Dios, porque este amor de Dios en Jesucristo nos perdona siempre, nos ama tanto que nos perdona siempre.

Queridos hermanos, hoy en la Iglesia hacemos memoria de santa Clara de Asís, que siguiendo los pasos de Francisco dejó todo para consagrarse a Cristo en la pobreza. Santa Clara nos da un testimonio muy bello de este Evangelio de hoy: que ella nos ayude, junto con la Virgen María, a vivirlo también nosotros, cada uno según la propia vocación.


Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Recordemos que el próximo jueves es la solemnidad de María Asunta. Pensemos en Nuestra Madre, que llegó al Cielo con Jesús, y ese día festejémosla a ella.

Desearía dirigir un saludo a los musulmanes de todo el mundo, nuestros hermanos, que hace poco han celebrado la conclusión del mes del Ramadán, dedicado de modo especial al ayuno, a la oración y la limosna. Como escribí en mi Mensaje para esta ocasión, deseo que cristianos y musulmanes se comprometan en promover el respeto mutuo, especialmente a través de la educación de las nuevas generaciones.

Saludo con afecto a todos los romanos y los peregrinos presentes. También hoy tengo la alegría de saludar a algunos grupos de jóvenes: ante todo quienes vinieron de Chicago en peregrinación a Lourdes y a Roma; y luego a los jóvenes de Locate, de Predore y Tavernola Bergamasca, y los Scout de Vittoria. También a vosotros os repito las palabras que fueron el tema del gran encuentro de Río: «Vayan y hagan discípulos a todas las naciones».

A todos vosotros, y a todos, deseo un feliz domingo, y ¡buen almuerzo! ¡Hasta la vista!



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