SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
PAPA FRANCISCO
REGINA COELI
Plaza de San Pedro
Domingo 24 de mayo de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La fiesta de Pentecostés nos hace revivir los inicios de la Iglesia. El libro de los Hechos de los Apóstoles narra que, cincuenta días después de la Pascua, en la casa donde se encontraban los discípulos de Jesús, «de repente se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente... y se llenaron todos de Espíritu Santo» (2, 1-2). Esta efusión transformó completamente a los discípulos: el miedo es remplazado por la valentía, la cerrazón cede el lugar al anuncio y toda duda es expulsada por la fe llena de amor. Es el «bautismo» de la Iglesia, que así comenzaba su camino en la historia, guiada por la fuerza del Espíritu Santo.
Ese evento, que cambia el corazón y la vida de los Apóstoles y de los demás discípulos, repercute inmediatamente fuera del Cenáculo. En efecto, aquella puerta mantenida cerrada durante cincuenta días, finalmente se abre de par en par, y la primera comunidad cristiana no permanece más replegada sobre sí misma, sino que comienza a hablar a la muchedumbre de diversa procedencia de las grandes cosas que Dios ha hecho (cf. v. 11), es decir, de la Resurrección de Jesús, que había sido crucificado. Y cada uno de los presentes escucha hablar a los discípulos en su propia lengua. El don del Espíritu restablece la armonía de las lenguas que se había perdido en Babel y prefigura la dimensión universal de la misión de los Apóstoles. La Iglesia no nace aislada, nace universal, una, católica, con una identidad precisa, abierta a todos, no cerrada, una identidad que abraza al mundo entero, sin excluir a nadie. A nadie la madre Iglesia cierra la puerta en la cara, ¡a nadie! Ni siquiera al más pecador, ¡a nadie! Y esto por la fuerza, por la gracia del Espíritu Santo. La madre Iglesia abre, abre de par en par sus puertas a todos porque es madre.
El Espíritu Santo, infundido en Pentecostés en el corazón de los discípulos, es el inicio de una nueva época: la época del testimonio y la fraternidad. Es un tiempo que viene de lo alto, viene de Dios, como las llamas de fuego que se posaron sobre la cabeza de cada discípulo. Era la llama del amor que quema toda aspereza; era la lengua del Evangelio que traspasa los límites puestos por los hombres y toca los corazones de la muchedumbre, sin distinción de lengua, raza o nacionalidad. Como ese día de Pentecostés, el Espíritu Santo es derramado continuamente también hoy sobre la Iglesia y sobre cada uno de nosotros para que salgamos de nuestras mediocridades y de nuestras cerrazones y comuniquemos a todo el mundo el amor misericordioso del Señor. Comunicar el amor misericordioso del Señor: ¡esta es nuestra misión! También a nosotros se nos da como don la «lengua» del Evangelio y el «fuego» del Espíritu Santo, para que mientras anunciamos a Jesús resucitado, vivo y presente entre nosotros, enardezcamos nuestro corazón y también el corazón de los pueblos acercándolos a Él, camino, verdad y vida.
Nos encomendamos a la maternal intercesión de María santísima, que estaba presente como Madre en medio de los discípulos en el Cenáculo: es la madre de la Iglesia, la madre de Jesús convertida en madre de la Iglesia. Nos encomendamos a Ella a fin de que el Espíritu Santo descienda abundantemente sobre la Iglesia de nuestro tiempo, colme los corazones de todos los fieles y encienda en ellos el fuego de su amor.
Después del Regina Coeli:
Queridos hermanos y hermanas:
Estoy siguiendo con viva preocupación y dolor en el corazón los acontecimientos de los numerosos refugiados en el Golfo de Bengala y en el mar de Andamán. Expreso mi reconocimiento por los esfuerzos realizados por los países que han dado su disponibilidad para recibir a estas personas que están afrontando graves sufrimientos y peligros. Animo a la comunidad internacional a proveerles de asistencia humanitaria.
Hace cien años, un día como hoy, Italia entró en la Gran guerra, esa «masacre inútil»: recemos por las víctimas, pidiendo al Espíritu Santo el don de la paz.
Ayer, en El Salvador y en Kenia, fueron proclamados beatos un obispo y una religiosa. El primero es monseñor Oscar Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado por odio a la fe mientras estaba celebrando la Eucaristía. Este diligente pastor, siguiendo el ejemplo de Jesús, eligió estar en medio de su pueblo, especialmente de los pobres y los oprimidos, incluso a costa de su vida. La religiosa es la hermana Irene Stefani, italiana, de las Misioneras de la Consolata, que sirvió a la población keniana con alegría, misericordia y tierna compasión. Que el ejemplo heroico de estos beatos suscite en cada uno de nosotros el vivo deseo de testimoniar el Evangelio con valentía y abnegación.
Os saludo a todos vosotros, queridos romanos y peregrinos: a las familias, los grupos parroquiales, las asociaciones.
Hoy, en la fiesta de María Auxiliadora, saludo a la comunidad salesiana: que el Señor les de la fuerza para continuar el espíritu de san Juan Bosco.
Y a todos vosotros os deseo un feliz domingo de Pentecostés. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta la vista!
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