SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Atrio de la Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 19 de junio de 2014
«El Señor, tu Dios, ... te alimentó con el maná, que tú no conocías» (Dt 8, 2-3).
Estas palabras del Deuteronomio hacen referencia a la historia de Israel, que Dios hizo salir de Egipto, de la condición de esclavitud, y durante cuarenta años guió por el desierto hacia la tierra prometida. El pueblo elegido, una vez establecido en la tierra, alcanzó cierta autonomía, un cierto bienestar, y corrió el riesgo de olvidar los tristes acontecimientos del pasado, superados gracias a la intervención de Dios y a su infinita bondad. Así pues, las Escrituras exhortan a recordar, a hacer memoria de todo el camino recorrido en el desierto, en el tiempo de la carestía y del desaliento. La invitación es volver a lo esencial, a la experiencia de la total dependencia de Dios, cuando la supervivencia estaba confiada a su mano, para que el hombre comprendiera que «no sólo de pan vive el hombre, sino... de todo cuanto sale de la boca de Dios» (Dt 8,3).
Además del hambre físico, el hombre lleva en sí otro hambre, un hambre que no puede ser saciado con el alimento ordinario. Es hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad. Y el signo del maná —como toda la experiencia del éxodo— contenía en sí también esta dimensión: era figura de un alimento que satisface esta profunda hambre que hay en el hombre. Jesús nos da este alimento, es más, es Él mismo el pan vivo que da la vida al mundo (cf. Jn 6, 51). Su Cuerpo es el verdadero alimento bajo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. No es un simple alimento con el cual saciar nuestro cuerpo, como el maná; el Cuerpo de Cristo es el pan de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, porque la esencia de este pan es el Amor.
En la Eucaristía se comunica el amor del Señor por nosotros: un amor tan grande que nos nutre de sí mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de toda persona hambrienta y necesitada de regenerar las propias fuerzas. Vivir la experiencia de la fe significa dejarse alimentar por el Señor y construir la propia existencia no sobre los bienes materiales, sino sobre la realidad que no perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.
Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que existen muchas ofertas de alimento que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es sólo el que nos da el Señor. El alimento que nos ofrece el Señor es distinto de los demás, y tal vez no nos parece tan gustoso como ciertas comidas que nos ofrece el mundo. Entonces soñamos con otras comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que esos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre.
Cada uno de nosotros, hoy, puede preguntarse: ¿y yo? ¿Dónde quiero comer? ¿En qué mesa quiero alimentarme? ¿En la mesa del Señor? ¿O sueño con comer manjares gustosos, pero en la esclavitud? Además, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva, o la del ajo y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria sacio mi alma?
El Padre nos dice: «Te he alimentado con el maná que tú no conocías». Recuperemos la memoria. Esta es la tarea, recuperar la memoria. Y aprendamos a reconocer el pan falso que engaña y corrompe, porque es fruto del egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.
Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a Jesús realmente presente en la Eucaristía. La Hostia es nuestro maná, mediante la cual el Señor se nos da a sí mismo. A Él nos dirigimos con confianza: Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundano que nos hace esclavos, alimento envenenado; purifica nuestra memoria, a fin de que no permanezca prisionera en la selectividad egoísta y mundana, sino que sea memoria viva de tu presencia a lo largo de la historia de tu pueblo, memoria que se hace «memorial» de tu gesto de amor redentor. Amén.
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