VISITA DEL SANTO PADRE A CASERTA
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza Carlos III
Sábado 26 de julio de 2014
Jesús se dirigía a quienes le escuchaban con palabras sencillas, que todos podían entender. También esta tarde —lo hemos escuchado— Él nos habla a través de breves parábolas, que hacen referencia a la vida cotidiana de la gente de esa época. Las semejanzas del tesoro escondido en el campo y la perla de gran valor tienen como protagonistas a un pobre jornalero y a un rico comerciante. El comerciante está desde siempre en búsqueda de un objeto de valor, que colme su sed de belleza, y da vueltas por el mundo, sin rendirse, con la esperanza de encontrar lo que está buscando. El otro, el campesino, nunca se alejó de su campo y hace el trabajo de siempre, con los mismos gestos cotidianos. Sin embargo, el resultado final es el mismo para los dos: el descubrimiento de algo precioso, para uno un tesoro, para el otro una perla de gran valor. Ambos se ven unidos por un mismo sentimiento: la sorpresa y la alegría de haber encontrado la satisfacción de todo deseo. Al final, no dudan los dos en vender todo para adquirir el tesoro que han encontrado. Mediante estas dos parábolas Jesús enseña qué es el reino de los cielos, cómo se le encuentra y qué hay que hacer para poseerlo.
¿Qué es el reino de los cielos? Jesús no se preocupa por explicarlo. Lo enuncia desde el comienzo de su Evangelio: «El reino de los cielos está cerca»; —también hoy está cerca, entre nosotros— sin embargo nunca lo deja ver directamente, sino siempre de manera indirecta, narrando el obrar de un propietario, de un rey, de diez vírgenes… Prefiere dejarlo intuir, con parábolas y semejanzas, manifestando sobre todo los efectos: el reino de los cielos es capaz de cambiar el mundo, como la levadura oculta en la masa; es pequeño y humilde como un granito de mostaza, que, sin embargo, llegará a ser grande como un árbol. Las dos parábolas sobre las cuales queremos reflexionar nos hacen comprender que el reino de Dios se hace presente en la persona misma de Jesús. Él es el tesoro escondido, es Él la perla de gran valor. Se comprende la alegría del campesino y del comerciante: ¡lo han encontrado! Es la alegría de cada uno de nosotros cuando descubrimos la cercanía y la presencia de Jesús en nuestra vida. Una presencia que transforma la existencia y nos hace abiertos a las exigencias de los hermanos; una presencia que invita a acoger a cada una de las demás presencias, incluso la del extranjero y del inmigrante. Es una presencia acogedora, es una presencia alegre, es una presencia fecunda: así es el reino de Dios dentro de nosotros.
Vosotros podríais preguntarme: ¿Cómo se encuentra el reino de Dios? Cada uno de nosotros tiene un itinerario especial, cada uno de nosotros tiene su camino en la vida. Para alguno el encuentro con Jesús es algo esperado, deseado, buscado por largo tiempo, como nos lo muestra la parábola del comerciante que da vueltas por el mundo para encontrar algo de valor. Para otros ocurre de forma improvisa, casi por casualidad, como en la parábola del campesino. Esto nos recuerda que Dios se deja encontrar de una manera o de otra, porque es Él el primero que desea encontrarnos y el primero que busca encontrarnos: vino para ser el «Dios con nosotros». Y Jesús está entre nosotros, Él está aquí hoy. Lo dijo Él: cuando os reunís en mi nombre, yo estoy entre vosotros. El Señor está aquí, está con nosotros, está en medio de nosotros. Es Él quien nos busca, es Él quien se deja encontrar incluso por quien no lo busca. A veces Él se deja encontrar en sitios insólitos y en momentos inesperados. Cuando encontramos a Jesús quedamos fascinados, conquistados, y es una alegría dejar nuestro acostumbrado modo de vivir, tal vez árido y apático, para abrazar el Evangelio, para dejarnos guiar por la lógica nueva del amor y del servicio humilde y desinteresado. La Palabra de Jesús, el Evangelio. Os hago una pregunta, pero no quiero que la respondáis: ¿cuántos de vosotros leéis cada día un pasaje del Evangelio? Y cuántos de vosotros, tal vez, tenéis prisa por acabar el trabajo con el fin de no perder la telenovela… Tener el Evangelio entre las manos, tener el Evangelio sobre la mesilla, tener el Evangelio en la cartera, tener el Evangelio en el bolsillo y abrirlo para leer la Palabra de Jesús: así viene el reino de Dios. El contacto con la Palabra de Jesús nos acerca al reino de Dios. Pensadlo bien: un Evangelio pequeño siempre al alcance de la mano, se abre en un punto por casualidad y se lee lo que dice Jesús, y Jesús está allí.
¿Qué se puede hacer para poseer el reino de Dios? Sobre este punto Jesús es muy explícito: no basta el entusiasmo, la alegría del descubrimiento. Es necesario anteponer la perla preciosa del reino a cualquier otro bien terreno; es necesario poner a Dios en el primer lugar de nuestra vida, preferirlo a todo. Dar el primado a Dios significa tener el valor de decir no al mal, no a la violencia, no a los atropellos, para vivir una vida de servicio a los demás y en favor de la legalidad y del bien común. Cuando una persona descubre a Dios, el verdadero tesoro, abandona un estilo de vida egoísta y busca compartir con los demás la caridad que viene de Dios. Quien llega a ser amigo de Dios, ama a los hermanos, se compromete en salvaguardar su vida y su salud incluso respetando el medio ambiente y la naturaleza. Sé que sufrís por estas cosas. Hoy, al llegar, uno de vosotros se acercó y me dijo: Padre tráiganos la esperanza. Pero yo no puedo daros la esperanza, yo puedo deciros que donde está Jesús allí está la esperanza; donde está Jesús se aman los hermanos, se comprometen en salvaguardar su vida y su salud incluso respetando el medio ambiente y la naturaleza. Esta es la esperanza que nunca defrauda, la que nos da Jesús. Esto es particularmente importante en esta vuestra hermosa tierra que requiere ser tutelada y preservada, requiere tener el valor de decir no a toda forma de corrupción y de ilegalidad —todos conocemos el nombre de estas formas de corrupción y de ilegalidad—, pide a todos ser servidores de la verdad y asumir en cada situación el estilo de vida evangélico, que se manifiesta en la entrega de sí y en la atención al pobre y al excluido. ¡Dedicarse al pobre y al excluido! La Biblia está llena de estas exhortaciones. El Señor dice: vosotros hacéis esto y esto otro, a mí no me interesa, a mí me interesa que el huérfano esté atendido, que la viuda esté atendida, que el excluido sea acogido, que se proteja la creación. ¡Esto es el reino de Dios!
Hoy es la fiesta de santa Ana, a mi me gusta llamarla la abuela de Jesús y hoy es un hermoso día para festejar a las abuelas. Cuando incensaba vi algo hermoso: la estatua de santa Ana no está coronada, la hija, María, está coronada. Y esto es hermoso. Santa Ana es la mujer que preparó a su hija para convertirse en reina, para convertirse en la reina de los cielos y de la tierra. Hizo un buen trabajo esta mujer. Santa Ana, patrona de Caserta, ha reunido en esta plaza a los diversos componentes de la comunidad diocesana con el obispo y con la presencia de las autoridades civiles y representantes de diversas realidades sociales. Deseo alentaros a todos a vivir la fiesta patronal libre de todo condicionamiento, expresión pura de la fe de un pueblo que se reconoce familia de Dios y afirma los vínculos de la de la fraternidad y la solidaridad. Santa Ana tal vez escuchó a su hija María proclamar las palabras del Magníficat, que María seguramente repitió muchas veces: «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes» (Lc 1, 52-53). Que Ella os ayude a buscar el único tesoro, Jesús, y os enseñe a descubrir los criterios del obrar de Dios; Él invierte los juicios del mundo, viene en ayuda de los pobres y de los pequeños y colma de bienes a los humildes, que confían su vida a Él. Tened esperanza, la esperanza no defrauda. Y a mí me gusta repetiros: ¡no os dejéis robar la esperanza!
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Al término de la misa, antes de la bendición final, el Pontífice dirigió espontáneamente estas palabras.
Agradezco al obispo sus palabras: gracias, muy generosas sus palabras. ¡Muchas gracias! Y agradezco a vosotros la calurosa acogida de hermanos. ¡Gracias! ¡Muchas gracias! Y por favor, os pido que recéis por mí. Gracias también al cardenal arzobispo de Nápoles. He oído que tal vez los napolitanos están un poco celosos por esta visita, pero quiero decir a los napolitanos que seguramente este año iré a visitarlos.
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