VISITA PASTORAL DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A TURÍN
CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Plaza Vittorio
Domingo 21 de junio de 2015
En la oración colecta hemos rezado: «Concédenos vivir siempre, Señor, en el amor y respeto a tu santo nombre, porque jamás dejas de dirigir a quienes estableces en el sólido fundamento de tu amor». Y las lecturas que hemos escuchado nos muestran cómo es este amor de Dios hacia nosotros: es un amor fiel, un amor que recrea todo, un amor estable y seguro.
El Salmo nos ha invitado a dar gracias al Señor «porque es eterna su misericordia». Este es el amor fiel, la fidelidad: es un amor que no defrauda, jamás disminuye. Jesús encarna este amor, es su Testigo. Él nunca se cansa de amarnos, de soportarnos, de perdonarnos, y así, nos acompaña en el camino de la vida, según la promesa que hizo a sus discípulos: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20). Por amor se hizo hombre, por amor murió y resucitó, y por amor está siempre a nuestro lado, en los momentos bellos y difíciles. Jesús nos ama siempre, hasta el final, sin límites y sin medida. Y nos ama a todos, hasta el punto que cada uno de nosotros puede decir: «Ha dado su vida por mí». ¡Por mí! La fidelidad de Jesús no se rinde ni siquiera ante nuestra infidelidad. Nos lo recuerda san Pablo: «Si somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo» (2 Tm 2, 13). Jesús permanece fiel, incluso cuando nos hemos equivocado, y nos espera para perdonarnos: Él es el rostro del Padre misericordioso. Este es el amor fiel.
El segundo aspecto: el amor de Dios re-crea todo, es decir, hace nuevas todas las cosas, como nos ha recordado la segunda Lectura. Reconocer los propios límites, las propias debilidades, es la puerta que abre al perdón de Jesús, a su amor que puede renovarnos profundamente, que puede re-crearnos. La salvación puede entrar en el corazón cuando nos abrimos a la verdad y reconocemos nuestros errores, nuestros pecados; entonces hacemos experiencia, esa hermosa experiencia de Aquél que vino no por los sanos, sino por los enfermos, no por los justos, sino por los pecadores (cf. Mt 9, 12-13); experimentamos su paciencia —¡tiene mucha!— su ternura, su voluntad de salvar a todos. ¿Y cuál es el signo? El signo de que somos «nuevos» y que fuimos transformados por el amor de Dios es reconocerse despojado de las vestiduras gastadas y viejas de los rencores y las enemistades para vestir la túnica limpia de la mansedumbre, la benevolencia, el servicio a los demás y la paz del corazón, propia de los hijos de Dios. El espíritu del mundo está siempre en busca de novedades, pero solamente la fidelidad de Jesús es capaz de la auténtica novedad, de hacernos hombres nuevos, de re-crearnos.
Por último, el amor de Dios es estable y seguro, como los escollos rocosos que protegen de la violencia de las olas. Jesús lo manifiesta en el milagro narrado por el Evangelio, cuando aplaca la tempestad, ordenando al viento y al mar (cf. Mc 4, 41). Los discípulos tienen miedo porque se dan cuenta que no pueden, pero Él abre sus corazones a la valentía de la fe. Ante el hombre que grita: «No puedo más», el Señor sale su encuentro, le ofrece la roca de su amor, al cual cada uno puede aferrarse seguro de que no caerá. ¡Cuántas veces sentimos que no podemos más! Pero Él está a nuestro lado con la mano y el corazón abierto.
Queridos hermanos y hermanas turineses y piamonteses, nuestros antepasados sabían bien lo que significaba ser «roca», lo que significa «firmeza». De ello un famoso poeta nuestro da un hermoso testimonio:
«Rectos y sinceros, aparentan lo que son: / cabezas cuadradas, pulsos firmes e hígado sano, / hablan poco, pero saben lo que dicen, / aunque caminan lento, van lejos. / Gente que no ahorra tiempo y sudor / —raza nuestra libre y pertinaz—. / Todo el mundo conoce quiénes son / y, cuando pasan… todo el mundo los mira».
Podemos preguntarnos si hoy estamos firmes en esta roca que es el amor de Dios. Cómo vivimos el amor fiel de Dios hacia nosotros. Existe siempre el riesgo de olvidar ese amor grande que el Señor nos ha mostrado. También nosotros, cristianos, corremos el riesgo de dejarnos paralizar por los miedos del futuro y buscar seguridades en cosas que pasan, o en un modelo de sociedad cerrada que busca excluir más que incluir. En esta tierra crecieron muchos santos y beatos que acogieron el amor de Dios y lo difundieron en el mundo, santos libres y pertinaces. Tras las huellas de estos testigos, también nosotros podemos vivir la alegría del Evangelio practicando la misericordia; podemos compartir las dificultades de mucha gente, de las familias, especialmente las más frágiles y marcadas por la crisis económica. Las familias tienen necesidad de sentir la caricia maternal de la Iglesia para seguir adelante en la vida conyugal, en la educación de los hijos, en el cuidado de los ancianos y también en la transmisión de la fe a las jóvenes generaciones.
¿Creemos que el Señor es fiel? ¿Cómo vivimos la novedad de Dios que todos los días nos transforma? ¿Cómo vivimos el amor firme del Señor, que se sitúa como una barrera segura contra las olas del orgullo y las falsas novedades? Que el Espíritu Santo nos ayude a ser siempre conscientes de este amor «rocoso» que nos hace estables y fuertes en los pequeños o grandes sufrimientos, nos hace capaces de no cerrarnos ante la dificultad, de afrontar la vida con valentía y mirar al futuro con esperanza. Como entonces en el lago de Galilea, también hoy en el mar de nuestra existencia Jesús es Aquél que vence las fuerzas del mal y las amenazas de la desesperación. La paz que Él nos da es para todos; también para muchos hermanos y hermanas que huyen de guerras y persecuciones en busca de paz y libertad.
Queridísimos, ayer festejasteis a la bienaventurada Virgen Consolata, de la Consolación, que «está ahí: pequeña y firme, sin ostentación: como una buena madre». Encomendamos a nuestra madre el camino eclesial y civil de esta tierra: Que ella nos ayude a seguir al Señor para ser fieles, para dejarnos renovar todos los días y permanecer firmes en el amor. Así sea.
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