VISITA PASTORAL DEL PAPA FRANCISCO A MILÁN
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Solemnidad de la Anunciación del Señor
Parque de Monza
Sábado 25 de marzo de 2017
Acabamos de escuchar el anuncio más importante de nuestra historia: la anunciación a María (cf. Lucas 1, 26-38). Un texto de espesor, lleno de vida, y que me gusta leer a la luz de otro anuncio: el del nacimiento de Juan Bautista (cf. Lucas 1, 5-20). Dos anuncios que se suceden y que están unidos; dos anuncios que, comparados, nos muestran lo que Dios nos da en su Hijo. La Anunciación de Juan Bautista sucede cuando el sacerdote Zacarías, listo para comenzar la acción litúrgica entra en el Santuario del templo, mientras toda la asamblea está esperando fuera. La Anunciación de Jesús, sin embargo, se produce en un lugar remoto en Galilea, en una ciudad periférica y con una reputación no muy buena (cf. Juan 1, 46), en el anonimato de la casa de una joven llamada María.
Un contraste no insignificante, que nos indica que el nuevo templo de Dios, el nuevo encuentro de Dios con su Pueblo se llevará a cabo en lugares que normalmente no esperamos, en los márgenes, en las afueras. Allí se darán cita, allí se encontrarán; allí Dios se hará carne, para caminar con nosotros desde el seno de su madre. Ya no será un lugar reservado a unos pocos mientras la mayoría espera fuera. Nada ni nadie le serán indiferentes, ninguna situación será privada de su presencia: la alegría de la salvación comienza en la vida diaria de la casa de una joven de Nazaret. Dios mismo es el que toma la iniciativa y elige insertarse, como hizo con María, en nuestros hogares, en nuestras luchas diarias, llenas de ansias y al mismo tiempo de deseos. Y es precisamente dentro de nuestras ciudades, de nuestras escuelas y universidades, de las plazas y los hospitales que se escucha el anuncio más bello que podemos oír: «¡Alégrate, el Señor está contigo!». Una alegría que genera vida, que genera esperanza, que se hace carne en la forma en que miramos al futuro, en la actitud con la que miramos a los demás. Una alegría que se convierte en solidaridad, hospitalidad, misericordia hacia todos.
Como María, también nosotros podemos ser presa del desconcierto. «¿Cómo sucederá esto en tiempos tan llenos de especulaciones?». Se especula sobre la vida, sobre el trabajo, sobre la familia. Se especula sobre los pobres y sobre los migrantes; se especula sobre los jóvenes y sobre su futuro. Todo parece reducirse a cifras, dejando, por el contrario, que la vida cotidiana de muchas familias se tiña de incertidumbre e inseguridad. Mientras el dolor llama a tantas puertas, mientras en tantos jóvenes crece la insatisfacción por la falta real de oportunidades, la especulación abunda en todas partes.
Ciertamente, el ritmo vertiginoso al que estamos sujetos parecería robarnos la esperanza y la alegría. Las presiones y la impotencia frente a tantas situaciones parecerían endurecernos el alma y hacernos insensibles a los muchos desafíos. Y paradójicamente, cuando todo se acelera para construir —en teoría— una sociedad mejor, al final no se tiene tiempo para nada ni para nadie. Perdemos el tiempo para la familia, el tiempo para la comunidad, perdemos el tiempo para la amistad, para la solidaridad y para la memoria. Nos hará bien preguntarnos: ¿Cómo se puede experimentar la alegría del Evangelio hoy en nuestras ciudades? ¿Es posible la esperanza cristiana en esta situación, aquí y ahora? Estas dos preguntas atañen a nuestra identidad, a la vida de nuestras familias, de nuestros países y de nuestras ciudades. Atañen a la vida de nuestros hijos, de nuestros jóvenes y requieren de nosotros una nueva forma de situarnos en la historia. Si la alegría y la esperanza cristianas siguen siendo posibles, no podemos, no queremos quedarnos frente a tantas situaciones dolorosas como meros espectadores que miran el cielo esperando a que “deje de llover”. Todo lo que sucede nos obliga a mirar al presente con audacia, con la audacia de aquellos que saben que la alegría de la salvación asume forma en la vida cotidiana de la casa de una joven de Nazaret. Ante el desconcierto de María, frente a nuestro desconcierto, hay tres claves que el ángel nos da para ayudarnos a aceptar la misión que nos ha confiado.
1. Evocar la memoria
Lo primero que hace el ángel es evocar la memoria, abriendo así el presente de María a toda la historia de la salvación. Evoca la promesa hecha a David como fruto de la alianza con Jacob. María es la hija de la Alianza. También hoy, nosotros, estamos invitados a recordar, a mirar a nuestro pasado para no olvidar de dónde venimos. Para no olvidar a nuestros antepasados, a nuestros abuelos y todo lo que han pasado para llegar a donde estamos hoy. Esta tierra y su gente han experimentado el dolor de dos guerras mundiales; y, a veces han visto su merecida fama de laboriosidad y civilización contaminada por ambiciones desenfrenadas. La memoria nos ayuda a no permanecer prisioneros de discursos que siembran fracturas y divisiones como la única manera de resolver los conflictos. Evocar la memoria es el mejor antídoto del que disponemos frente a las soluciones mágicas de la división y del distanciamiento.
2. La pertenencia al Pueblo de Dios
La memoria permite a María apropiarse su pertenencia al Pueblo de Dios. ¡Nos hace bien recordar que somos miembros del Pueblo de Dios! Milaneses, sí, ambrosianos, por supuesto, pero parte del gran Pueblo de Dios. Un pueblo formado por millares de rostros, historias y orígenes, un pueblo multicultural y multiétnico. Esta es una de nuestras riquezas. Es un pueblo llamado a acoger las diferencias, a integrarlas con respeto y creatividad y a celebrar la novedad que procede de los demás; es un pueblo que no tiene miedo de abrazar los confines, las fronteras; es un pueblo que no tiene miedo de acoger a aquellos que lo necesitan, porque sabe que allí está presente su Señor.
3. La posibilidad de lo imposible
«Nada es imposible para Dios» (Lucas 1, 37): así termina la respuesta del ángel a María. Cuando creemos que todo depende exclusivamente de nosotros permanecemos prisioneros de nuestras capacidades, de nuestras fuerzas, de nuestros horizontes miopes. Cuando, en cambio, estamos dispuestos a dejar que nos ayuden, a dejar que nos aconsejen, cuando nos abrimos a la gracia, parece que lo imposible empieza a hacerse realidad. ¡Bien lo saben estas tierras que, en el curso de su historia, han generado tantos carismas, tantos misioneros, tanta riqueza para la vida de la Iglesia! Tantos rostros que, superando el pesimismo estéril y divisor, se han abierto a la iniciativa de Dios y se han convertido en una señal de lo fecunda que puede ser una tierra que no se deja encerrar en sus propias ideas, en sus propios límites y en sus propias capacidades y se abre a los demás.
Come ayer, Dios sigue buscando aliados, sigue buscando hombres y mujeres capaces de creer, capaces de hacer memoria, de sentirse parte de su pueblo para cooperar con la creatividad del Espíritu. Dios sigue recorriendo nuestros barrios y nuestras calles, va a todas partes en busca de corazones capaces de escuchar su invitación y de hacerla convertirse en carne aquí y ahora. Parafraseando a san Ambrosio en su comentario sobre este pasaje, podemos decir: Dios sigue buscando corazones como el de María, dispuestos a creer incluso en condiciones absolutamente excepcionales (cf. Exposiciones del Evangelo según Lucas II, 17: pl 15, 1559).
¡Que el Señor aumente en nosotros esta fe y esperanza!
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