SANTA MISA DE APERTURA
DE LA XV ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCESCO
Basílica Vaticana
Miércoles, 3 de octubre de 2018
«El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho» (Jn 14,26).
De esta forma tan sencilla, Jesús les ofrece a sus discípulos la garantía que acompañará toda la obra misionera que les será encomendada: el Espíritu Santo será el primero en custodiar y mantener siempre viva y actuante la memoria del Maestro en el corazón de los discípulos. Él es quien hace que la riqueza y hermosura del Evangelio sea fuente de constante alegría y novedad.
Al iniciar este momento de gracia para toda la Iglesia, en sintonía con la Palabra de Dios, pedimos con insistencia al Paráclito que nos ayude a hacer memoria y a reavivar esas palabras del Señor que hacían arder nuestro corazón (cf. Lc 24,32). Ardor y pasión evangélica que engendra el ardor y la pasión por Jesús. Memoria que despierte y renueve en nosotros la capacidad de soñar y esperar. Porque sabemos que nuestros jóvenes serán capaces de profecía y de visión en la medida que nosotros, ya mayores o ancianos, seamos capaces de soñar y así contagiar y compartir esos sueños y esperanzas que anidan en el corazón (cf. Jl 3,1).
Que el Espíritu nos dé la gracia de ser Padres sinodales ungidos con el don de los sueños y de la esperanza para que podamos, a su vez, ungir a nuestros jóvenes con el don de la profecía y la visión; que nos dé la gracia de ser memoria operante, viva, eficaz, que de generación en generación no se deja asfixiar ni aplastar por los profetas de calamidades y desventuras ni por nuestros propios límites, errores y pecados, sino que es capaz de encontrar espacios para encender el corazón y discernir los caminos del Espíritu. Con esta actitud de dócil escucha de la voz del Espíritu, hemos venido de todas partes del mundo. Hoy, por primera vez, están también aquí con nosotros dos hermanos obispos de China Continental. Démosles nuestra afectuosa bienvenida: gracias a su presencia, la comunión de todo el Episcopado con el Sucesor de Pedro es aún más visible.
Ungidos en la esperanza comenzamos un nuevo encuentro eclesial capaz de ensanchar horizontes, dilatar el corazón y transformar aquellas estructuras que hoy nos paralizan, nos apartan y alejan de nuestros jóvenes, dejándolos a la intemperie y huérfanos de una comunidad de fe que los sostenga, de un horizonte de sentido y de vida (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49).
La esperanza nos interpela, moviliza y rompe el conformismo del «siempre se hizo así» y nos pide levantarnos para mirar de frente el rostro de nuestros jóvenes y las situaciones en las que se encuentran. La misma esperanza nos pide trabajar para revertir las situaciones de precariedad, exclusión y violencia a las que están expuestos nuestros muchachos.
Nuestros jóvenes, fruto de muchas de las decisiones que se han tomado en el pasado, nos invitan a asumir junto a ellos el presente con mayor compromiso y luchar contra todas las formas que obstaculizan sus vidas para que se desarrollen con dignidad. Ellos nos piden y reclaman una entrega creativa, una dinámica inteligente, entusiasta y esperanzadora, y que no los dejemos solos en manos de tantos mercaderes de muerte que oprimen sus vidas y oscurecen su visión.
Esta capacidad de soñar juntos que el Señor hoy nos regala como Iglesia, reclama, como nos decía san Pablo en la primera lectura, desarrollar entre nosotros una actitud definida: «No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2,4). E inclusive apunta más alto al pedir que con humildad consideremos estimar a los demás superiores a nosotros mismos (cf. v. 3). Con este espíritu intentaremos ponernos a la escucha los unos de los otros para discernir juntos lo que el Señor le está pidiendo a su Iglesia. Y esto nos exige estar alertas y velar para que no domine la lógica de autopreservación y autorreferencialidad que termina convirtiendo en importante lo superfluo y haciendo superfluo lo importante. El amor por el Evangelio y por el pueblo que nos fue confiado nos pide ampliar la mirada y no perder de vista la misión a la que nos convoca para apuntar a un bien mayor que nos beneficiará a todos. Sin esta actitud, vanos serán todos nuestros esfuerzos.
El don de la escucha sincera, orante y con el menor número de prejuicios y presupuestos nos permitirá entrar en comunión con las diferentes situaciones que vive el Pueblo de Dios. Escuchar a Dios, hasta escuchar con él el clamor del pueblo; escuchar al pueblo, hasta respirar en él la voluntad a la que Dios nos llama (cf. Discurso durante el encuentro para la familia, 4 octubre 2014).
Esta actitud nos defiende de la tentación de caer en posturas «eticistas» o elitistas, así como de la fascinación por ideologías abstractas que nunca coinciden con la realidad de nuestros pueblos (cf. J. M. Bergoglio, Meditaciones para religiosos, 45-46).
Hermanos y hermanas: Pongamos este tiempo bajo la materna protección de la Virgen María. Que ella, mujer de la escucha y la memoria, nos acompañe a reconocer las huellas del Espíritu para que, «sin demora» (cf. Lc 1,39), entre sueños y esperanzas, acompañemos y estimulemos a nuestros jóvenes para que no dejen de profetizar.
Padres sinodales:
Muchos de nosotros éramos jóvenes o comenzábamos los primeros pasos en la vida religiosa al finalizar el Concilio Vaticano II. A los jóvenes de aquellos años les fue dirigido el último mensaje de los padres conciliares. Lo que escuchamos de jóvenes nos hará bien volverlo repasar en el corazón recordando las palabras del poeta: «Que el hombre mantenga lo que de niño prometió» (F. Hölderlin).
Así nos hablaron los Padres conciliares: «La Iglesia, durante cuatro años, ha trabajado para rejuvenecer su rostro, para responder mejor a los designios de su fundador, el gran viviente, Cristo, eternamente joven. Al final de esa impresionante “reforma de vida” se vuelve a vosotros. Es para vosotros los jóvenes, sobre todo para vosotros, porque la Iglesia acaba de alumbrar en su Concilio una luz, luz que alumbrará el porvenir. La Iglesia está preocupada porque esa sociedad que vais a constituir respete la dignidad, la libertad, el derecho de las personas, y esas personas son las vuestras […]
En el nombre de este Dios y de su hijo, Jesús, os exhortamos a ensanchar vuestros corazones a las dimensiones del mundo, a escuchar la llamada de vuestros hermanos y a poner ardorosamente a su servicio vuestras energías. Luchad contra todo egoísmo. Negaos a dar libre curso a los instintos de violencia y de odio, que engendran las guerras y su cortejo de males. Sed generosos, puros, respetuosos, sinceros. Y edificad con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores» (Pablo VI, Mensaje a los jóvenes, con ocasión de la clausura del Concilio Vaticano II, 8 diciembre 1965).
Padres sinodales: la Iglesia los mira con confianza y amor.
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