LITURGIA PENITENCIAL CON LOS JÓVENES PRIVADOS DE LIBERTAD
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Centro de Cumplimiento de Menores Las Garzas de Pacora
Viernes, 25 de enero de 2019
«Este recibe a los pecadores y come con ellos» acabamos de escuchar en el evangelio (Lc 15,2). Y eso es lo que murmuraban algunos fariseos, escribas, doctores de la ley, bastante escandalizados, bastante molestos por el modo como se comportaba Jesús.
Con esa expresión pretendían descalificarlo, desvalorizarlo delante de todos, pero lo único que consiguieron fue señalar una de las actitudes de Jesús más comunes, más distintivas, más lindas: «Este recibe a los pecadores y come con ellos». Y todos somos pecadores, todos, y por eso nos recibe Jesús con cariño, a todos los que estamos acá, y si alguno no se siente pecador –de todos los que estamos aquí– sepa que Jesús no lo va a recibir, se pierde lo mejor.
Jesús no tiene miedo de acercarse a aquellos que, por un montón de razones, cargaban sobre sus espaldas con el odio social como eran los publicanos ―recordemos que los publicanos se enriquecían en base a saquear a su mismo pueblo; ellos provocaban mucha pero mucha indignación― o también tenían el odio social porque habían tenido algún error en su vida, errores y equivocaciones, alguna culpa, y así los llamaban pecadores. Jesús lo hace porque sabe que en el cielo hay más fiesta por uno solo de los que se equivocan, de los pecadores convertidos, que por noventa y nueve justos que permanecen bien (cf. Lc 15,7).
Y mientras esta gente se limitaba a murmurar o a indignarse porque Jesús se juntaba con la gente señalada por algún error social, algún pecado, y cerraban las puertas de la conversión, del diálogo con Jesús, Jesús se acerca y se compromete, Jesús pone en juego su reputación e invita siempre a mirar un horizonte capaz de hacer nueva la vida, de hacer nueva la historia. Todos, todos, tenemos un horizonte, todos. “Yo no lo tengo”, puede decir alguno. Abrí la ventana y lo vas a encontrar, abrí la ventana de tu corazón, abrí la ventana del amor que es Jesús y lo vas a encontrar. Todos tenemos un horizonte. Son dos miradas bien diferentes que se contraponen, la de Jesús y la de estos doctores de la ley. Una mirada estéril e infecunda ―la de la murmuración y el chisme, el que siempre está hablando mal de los otros y se siente justo― y otra que invita a la transformación y a la conversión ―que es la del Señor―, a una vida nueva como vos expresaste recién.
La mirada de la murmuración y del chisme
Y esto no es de aquella época, es de hoy también. Muchos no toleran y no les gusta esta opción de Jesús, es más, entre dientes al principio y con gritos al final, manifiestan su disgusto buscando desacreditar este comportamiento de Jesús y de todos los que están con él. No aceptan, rechazan esta opción de estar cerca y ofrecer nuevas oportunidades. Esta gente condena de una vez para siempre, descalifica de una vez para siempre y se olvidan que a los ojos de Dios ellos están descalificados y necesitan ternura, necesitan de amor y de comprensión, pero no lo quieren aceptar. Con la vida de la gente parece más fácil poner rótulos y etiquetas que congelan y estigmatizan no solo el pasado sino también el presente y el futuro de las personas. Les ponemos etiquetas a la gente: “este es así”, “este hizo esto, y ya está”, y tiene que cargar con eso por el resto de sus días. Así son esta gente que murmura –los chismosos–, son así. Y rótulos en definitiva, lo único que logran es dividir: acá están los buenos y allá están los malos; acá están los justos y allá los pecadores. Y eso Jesús no lo acepta, eso es la cultura del adjetivo, nos encanta adjetivar a la gente, nos encanta: “¿Vos cómo te llamas? Me llamo bueno”. No, ese es un adjetivo. ¿Cómo te llamás? ―ir al nombre de la persona―, ¿quién sos?, ¿qué hacés?, ¿qué ilusiones tenés?, ¿cómo siente tú corazón? A los chismosos no le interesa, buscan rápido una etiqueta para sacárselos de encima. La cultura del adjetivo que descalifica a las personas. Piensen en eso para no caer en esto que se nos ofrece tan fácilmente en la sociedad.
Esta actitud contamina todo porque levanta un muro invisible que hace creer que, marginando, separando, aislando, se resolverán mágicamente todos los problemas. Y cuando una sociedad o comunidad se permite esto y lo único que hace es cuchichear, chismear y murmurar, entra en un círculo vicioso de divisiones, reproches y condenas. Curioso, esta gente que no acepta a Jesús así, y lo que nos enseña Jesús, es gente que está peleada siempre entre ellos, se están condenando entre ellos, entre los que se llaman justos. Y además es una actitud de marginación y exclusión, de confrontación que le hace decir irresponsablemente como Caifás: «Mejor que se muera uno por el pueblo, y que no perezca la nación entera» (Jn 11,50). Mejor que estén guardados todos allí, que no vengan a molestar, nosotros queremos vivir tranquilos. Es duro esto y con esto se tuvo que enfrentar Jesús y con esto nos enfrentamos nosotros hoy. Normalmente el hilo se corta por la parte más fina: la de los pobres y la de los indefensos. Y son los que más sufren estas condenas sociales, que no permiten levantarse.
Qué dolor genera ver cuando una sociedad concentra sus energías más en murmurar e indignarse que en luchar y luchar para crear oportunidades y transformación.
La mirada de la conversión, la otra mirada
En cambio, todo el evangelio está marcado por esta otra mirada que no es nada más y nada menos que la que nace del corazón de Dios. Dios nunca te va a echar, Dios no echa a nadie, Dios te dice: “vení”. Dios te espera y te abraza y, si no sabés el camino, te va a buscar, como hizo este pastor con las ovejas. En cambio, la otra mirada rechaza. El Señor quiere hacer fiesta cuando ve a sus hijos que retornan a casa (cf. Lc 15,11-32). Y así lo testimonió Jesús manifestando hasta el extremo el amor misericordioso del Padre. Tenemos Padre –lo dijiste vos, me gustó esa confesión tuya–, tenemos Padre. Yo tengo un Padre que me quiere: cosa linda. Un amor, el de Jesús, que no tiene tiempo para murmurar, sino que busca romper el círculo de la crítica superflua e indiferente, neutra y aséptica. Te doy gracias Señor –decía aquel doctor de la Ley–, porque no soy como ese, no soy como ese. Estos, que creen que tienen el alma purificada diez veces en una ilusión de vida aséptica que no sirve para nada. Una vez le escuché decir a un campesino una cosa que me llegó: ¿El agua más pura cuál es? Sí, el agua destilada –decía él–. Usted sabe padre que cuando la tomo no tiene sabor a nada, así es la vida de los que están criticando y chismeando, y separándose de los demás: se sienten tan puros, tan asépticos, que no tienen sabor a nada; son incapaces de convocar a alguien; viven para cuidarse, para hacerse la cirugía estética en el alma y no para tender la mano a otros y ayudarlos a crecer, que es lo que hace Jesús, que acepta la complejidad de la vida y de cada situación; el amor de Jesús, el amor de Dios, el amor del Padre Dios –que dijiste vos–, es un amor que inaugura una dinámica capaz de inventar caminos, ofrecer oportunidades de integración y de transformación, oportunidades de sanación, perdón, y salvación. Y comiendo con los publicanos y los pecadores, Jesús rompe la lógica que separa, que excluye, que aísla, que divide falsamente entre “buenos y malos”. Y no lo hace por decreto o con buenas intenciones, tampoco con voluntarismos o sentimentalismo. ¿Cómo lo hace Jesús? Creando vínculos, vínculos capaces de posibilitar nuevos procesos; apostando y celebrando cada paso posible. Por eso Jesús cuando Mateo se convierte ―lo van a ver en el Evangelio―, no le dice: “Bueno, está bien, te felicito, vení conmigo”. No, le dice: “Hagamos fiesta en tu casa” e invita a todos sus amigos, que eran como Mateo condenados por la sociedad, a hacer fiesta. El chismoso, el que separa, no sabe hacer fiesta porque tiene el corazón amargado.
Crear vínculos, hacer fiesta, es lo que hace Jesús y de esa manera rompe con otra murmuración nada fácil de detectar y que “taladra los sueños” porque repite como susurro continuo: “No vas a poder, no vas a poder”. Cuántas veces ustedes la han sentido: “No vas a poder”. Cuidado, eso es como la polilla, que te va comiendo por dentro. Cuando vos sentís “no vas a poder”, date un cachetazo: “Sí, voy a poder y te lo voy a demostrar”. Es el cuchicheo interior, el chisme interior que aparece en quien, habiendo llorado su pecado y consciente de su error no cree que pueda cambiar. Y esto sucede cuando se cree interiormente que el que nació “publicano” tiene que morir “publicano”; y esto no es verdad, el Evangelio nos dice todo lo contrario. Once de los doce apóstoles eran pecadores pesados, porque cometieron el peor de los pecados: abandonaron a su Maestro, otros renegaron de él, otros se escaparon lejos. Traicionaron, los apóstoles, y Jesús les fue buscando uno a uno, y son los que cambiaron el universo. A ninguno se le ocurrió decir: “No vas a poder”, porque habiendo visto el amor de Jesús después de esa traición, “voy a poder porque vos me vas a dar la fuerza”. Cuidado con la polilla del “no vas a poder”, mucho cuidado.
Amigos: Cada uno de nosotros es mucho más que los rótulos que nos ponen, es mucho más que los adjetivos que nos quieren poner, es mucho más de la condena que nos impusieron. Y así Jesús nos enseña y nos lo invita a creer. La mirada de Jesús nos desafía a pedir y buscar ayuda para transitar los caminos de la superación. Hay veces que la murmuración parece ganar, pero no la crean, no la escuchen. Busquen y escuchen las voces que impulsan a mirar hacia delante y no las que los tiran abajo. Escuchen las voces que le abren la ventana y le hacen ver el horizonte: “Sí, pero está lejos”. “Pero vas a poder. Míralo bien y vas a poder”. A cada vez que viene la polilla con el “no vas a poder”, vos contestale desde adentro: “Voy a poder”, y miren el horizonte.
La alegría y la esperanza del cristiano ―de todos nosotros, y también del Papa― nace de haber experimentado alguna vez esta mirada de Dios que nos dice: “vos sos parte de mi familia y no te puedo dejar a la intemperie”, eso es lo que nos dice Dios a cada uno, porque Dios es Padre –lo dijiste vos–: “Vos sos parte de mi familia y no te voy a dejar a la intemperie, no te voy a dejar tirado en la cuneta, no, no puedo perderte en el camino ―nos dice Dios, a cada uno, con nombre y apellido―, yo estoy aquí contigo”. ¿Aquí? Sí, Señor. Esto es haber sentido como lo compartiste vos, Luis, que en aquellos momentos que parecía que todo se había acabado algo te dijo: “¡No! Todo no ha terminado”, porque tenés un propósito grande que te permite comprender que el Padre Dios estaba y está con todos nosotros y nos regala personas con las que caminar y ayudarnos a alcanzar nuevas metas.
Y así Jesús transforma la murmuración en fiesta y nos dice: “¡Alegráte conmigo, vamos a hacer fiesta!”. En la parábola del hijo pródigo –me gustó una vez que encontré una traducción–, dice que el padre cuando vio que el hijo ya volvía a la casa, dice: “Vamos a hacer fiesta”, y ahí empezó la fiesta. Y una traducción decía: “Y ahí empezó el baile”. La alegría, la alegría con que somos recibidos por Dios con el abrazo del Padre; empezó el baile.
Hermanos: Ustedes son parte de la familia, ustedes tienen mucho para compartir, ayúdennos a saber cuál es la mejor manera para estar y acompañar el proceso de transformación que, como familia, todos necesitamos.
Una sociedad se enferma cuando no es capaz de hacer fiesta por la transformación de sus hijos, una comunidad se enferma cuando vive de la murmuración aplastante, condenatoria e insensible, el chisme. Una sociedad es fecunda cuando logra generar dinámicas capaces de incluir e integrar, de hacerse cargo y luchar para crear oportunidades y alternativas que den nuevas posibilidades a sus hijos, cuando se ocupa en crear futuro con comunidad, educación y trabajo. Esa comunidad es sana. Y si bien puede experimentar la impotencia de no saber el cómo, no se rinde y lo vuelve a intentar. Y todos tenemos que ayudarnos para aprender, en comunidad, a encontrar estos caminos, a intentarlo de nuevo y a intentarlo de nuevo. Es una alianza que tenemos que animarnos a realizar: ustedes, chicos, chicas, los responsables de la custodia y las autoridades del Centro y el Ministerio, todos y sus familias, así como los agentes de Pastoral. Todos, peleen y peleen, pero no entre ustedes por favor, peleen, ¿para qué? para encontrar y buscar los caminos de inserción y de transformación. Y esto el Señor lo bendice, esto el Señor lo sostiene y esto el Señor lo acompaña.
En breve continuaremos con la celebración penitencial donde todos podremos experimentar la mirada del Señor, que no mira un adjetivo nunca, mira un nombre, mira a los ojos, mira el corazón, no mira un rótulo ni una condena, sino que mira hijos. Mirada de Dios que desmiente las descalificaciones y nos da la fuerza para crear esas alianzas necesarias que nos ayudan a todos a desmentir las murmuraciones, esas alianzas fraternas que permiten que nuestras vidas sean siempre una invitación a la alegría de la salvación, a la alegría de tener un horizonte adelante, a la alegría de la fiesta de hijo. Vayamos por este camino. Gracias.
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