HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Sábado, 8 de junio de 2019
También esta noche, víspera del último día del tiempo de Pascua, fiesta de Pentecostés, Jesús está entre nosotros y proclama en voz alta: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura, de su seno correrán ríos de agua viva» (Jn 7,37-38).
Es “el río de agua viva del Espíritu Santo” que brota del seno de Jesús, de su costado atravesado por la lanza y que lava y fecunda a la Iglesia, esposa mística representada por María, la nueva Eva, al pie de la cruz.
El Espíritu Santo brota del seno de la misericordia de Jesús Resucitado, llena nuestro seno con una «medida buena, apretada, remecida hasta rebasar» de misericordia (cf. Lc 6,38) y nos transforma en Iglesia-seno de misericordia, es decir, en una “madre de corazón abierto” para todos. ¡Cuánto me gustaría que la gente que vive en Roma reconociera a la Iglesia, que nos reconociera por este más de misericordia, no por otras cosas, por este más de humanidad y de ternura, que tanto se necesitan! Nos sentiríamos como en casa, en la “casa materna”, donde siempre se es bienvenido y donde siempre se puede volver.
Este pensamiento sobre la maternidad de la Iglesia me recuerda que hace 75 años, el 11 de junio de 1944, el Papa Pío XII hizo un acto especial de acción de gracias y súplica a la Virgen María para la protección de la ciudad de Roma. Lo hizo en la iglesia de San Ignacio, donde habían llevado la venerada imagen de Nuestra Señora del Divino Amor. El Amor Divino es el Espíritu Santo, que brota del Corazón de Cristo. Él es la “roca espiritual” que acompaña al pueblo de Dios en el desierto, para que, sacando de ella el agua viva, sacie su sed a lo largo del camino (cf. 1Co 10,4). En la zarza que no se consume, imagen de la Virgen María y Madre, está el Cristo resucitado que nos habla, nos comunica el fuego del Espíritu Santo, nos invita a descender en medio del pueblo para escuchar su grito, nos envía a abrir el paso a caminos de libertad que llevan a tierras prometidas por Dios.
Lo sabemos: también en nuestros días hay quien intenta construir “una ciudad y una torre que lleguen hasta el cielo” (cf. Gn 11,4). Son proyectos humanos, también los nuestros, puestos al servicio de un “yo” cada vez más grande, hacia un cielo en el que ya no hay lugar para Dios. Dios deja que lo hagamos durante algún tiempo, para que podamos experimentar hasta qué punto del mal y de la tristeza podemos llegar sin Él… Pero el Espíritu de Cristo, Señor de la historia, no ve el momento de tirarlo todo por la borda, para hacernos empezar de nuevo. Siempre somos un poco “cortos” de vista y de corazón; abandonados a nosotros mismos, acabamos perdiendo el horizonte; llegamos a convencernos de que lo hemos entendido todo, de que hemos tenido en cuenta todas las variables, de que hemos previsto qué va a pasar y cómo va a pasar… Son todas construcciones nuestras que se imaginan que tocarán el cielo. En cambio el Espíritu irrumpe en el mundo desde las alturas, desde el seno de Dios, allí donde el Hijo fue generado, y hace nuevas todas las cosas.
¿Qué celebramos hoy, todos juntos, en esta ciudad nuestra que es Roma? Celebramos la primacía del Espíritu, que nos hace enmudecer ante lo imprevisible del designio de Dios, y después desbordar de alegría. ¡Entonces era esto lo que Dios guardaba en su seno para nosotros! :este camino de la Iglesia, este paso, este Éxodo, esta llegada a la tierra prometida, la ciudad-Jerusalén, de las puertas siempre abiertas para todos, donde las diferentes lenguas del hombre se componen en la armonía del Espíritu, porque el Espíritu es la armonía.
Y si pensamos en los dolores del parto, entendemos que nuestro gemido, el del pueblo que vive en esta ciudad y el gemido de toda la creación no son más que el gemido mismo del Espíritu: es el parto del nuevo mundo. Dios es el Padre y la madre, Dios es la partera, Dios es el gemido, Dios es el Hijo engendrado en el mundo y nosotros, la Iglesia, estamos al servicio de este parto. No al servicio de nosotros mismos, no al servicio de nuestra ambiciones, de tantos sueños de poder, no: al servicio de esto que Dios hace, de estas maravillas que Dios hace.
«Si el orgullo y la presunta superioridad moral no ofuscan nuestro oído, nos daremos cuenta de que bajo el grito de tanta gente no hay nada más que un auténtico gemido del Espíritu Santo. Es el Espíritu quien nos impulsa una vez más a no contentarnos, a intentar volver a partir; es el Espíritu quien nos salvará de toda “reorganización” diocesana (Discurso al congreso diocesano, 9 de mayo de 2019). El peligro reside en estas ganas de confundir la novedad del Espíritu con un método de “reorganizar” todoo. No, este no es el Espíritu de Dios. El Espíritu de Dios trastoca todo y nos hace recomenzar, no desde el principio, sino desde un nuevo camino.
Dejémonos llevar, pues, de la mano del Espíritu e ir en medio del corazón de la ciudad para escuchar su grito, su gemido. Dios dijo a Moisés que este grito escondido del Pueblo ha llegado hasta Él: Él lo ha escuchado, ha visto la opresión y el sufrimiento... Y ha decidido intervenir enviando a Moisés a suscitar y alimentar el sueño de libertad de los israelitas y a revelarles que este sueño es su propia voluntad: hacer de Israel un pueblo libre, su Pueblo, vinculado a Él por una alianza de amor, llamado a testimoniar la fidelidad del Señor ante todas las gentes.
Pero para que Moisés pueda llevar a cabo su misión, Dios quiere que “baje” con él en medio de los israelitas. El corazón de Moisés debe volverse como el de Dios, atento y sensible a los sufrimientos y a los sueños de los hombres, a lo que gritan a escondidas cuando levantan las manos al Cielo, porque ya no tienen ningún agarradero en la tierra. Es el gemido del Espíritu, y Moisés debe escuchar no con el oído, sino con el corazón. Hoy nos pide a nosotros, los cristianos, que aprendamos a escuchar con el corazón. Y el Maestro de esta escucha es el Espíritu. Abrir el corazón para que Él nos enseñe a escuchar con el corazón. Abrirlo.
Y para escuchar el grito de la ciudad de Roma, necesitamos también que el Señor nos lleve de la mano y nos haga “bajar”, bajar de nuestros puestos, bajar entre los hermanos que viven en nuestra ciudad, para escuchar su necesidad de salvación, el grito que llega hasta Él y que normalmente no oímos. No se trata de explicar cosas intelectuales, ideológicas. Me entristezco cuando veo a una Iglesia que cree que es fiel al Señor, que cree que se actualiza cuando busca caminos meramente funcionales, caminos que no vienen del Espíritu de Dios. Esa Iglesia no sabe bajar y si no baja no es el Espíritu el que manda, Se trata de abrir los ojos y los oídos, pero sobre todo el corazón, de escuchar con el corazón. Entonces nos pondremos de verdad en camino. Entonces sentiremos dentro de nosotros el fuego de Pentecostés, que nos impulsa a gritar a los hombres y mujeres de esta ciudad que su esclavitud ha terminado y que Cristo es el camino que conduce a la ciudad del Cielo. Para ello hace falta fe, hermanos y hermanas. Pidamos hoy el don de la fe para ir por este camino.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 8 de junio de 2019.
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