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SANTA MISA PARA LA COMUNIDAD CATÓLICA CONGOLEÑA DE ROMA E ITALIA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana, Altar de la Cátedra
Domingo, 1 de diciembre de 2019

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Papa Francisco: Boboto [paz]

Asamblea: Bondeko [fraternidad]

Papa Francisco: Bondeko [fraternidad]

Asamblea: Esengo [alegría]

En las lecturas de hoy aparece a menudo un verbo, venir, presente tres veces en la primera lectura, mientras que el Evangelio concluye diciendo que «viene el Hijo del Hombre» (Mt 24,44). Jesús viene: el Adviento nos recuerda esta certeza ya desde el nombre, porque la palabra Adviento significa venida. El Señor viene: esta es la raíz de nuestra esperanza, la certeza de que entre las tribulaciones del mundo viene a nosotros el consuelo de Dios, un consuelo que no está hecho de palabras, sino de presencia, de su presencia que viene entre nosotros.

El Señor viene; hoy, primer día del año litúrgico, este anuncio marca nuestro punto de partida: sabemos que, más allá de cualquier acontecimiento favorable o contrario, el Señor no nos deja solos. Vino hace dos mil años y vendrá de nuevo al final de los tiempos, pero viene también hoy en mi vida, en tu vida. Sí, esta vida nuestra, con todos sus problemas, sus ansiedades e incertidumbres, es visitada por el Señor. He aquí la fuente de nuestra alegría: el Señor no se ha cansado y no se cansará nunca de nosotros, desea venir, visitarnos.

Hoy el verbo venir no se conjuga solo para Dios, sino también para nosotros. De hecho, en la primera lectura Isaías profetiza: «Pueblos numerosos vendrán y dirán: “Venid, subamos al monte del Señor”» (2,3). Mientras que el mal en la tierra se deriva del hecho de que cada uno sigue su propio camino sin los otros, el profeta ofrece una visión maravillosa: todos van juntos al monte del Señor. En el monte estaba el templo, la casa de Dios. Isaías nos transmite, pues, una invitación de Dios a su casa. Somos los invitados de Dios, y el que es invitado es esperado, deseado. “Venid ―dice Dios―, porque en mi casa hay lugar para todos. Venid, porque en mi corazón no hay un solo pueblo, sino todos los pueblos”.

Queridos hermanos y hermanas, habéis venido de lejos. Habéis dejado vuestros hogares, habéis dejado afectos y cosas queridas. Llegados aquí, encontrasteis acogida junto con dificultades e imprevistos. Pero para Dios, siempre sois bienvenidos. Para Él nunca somos extraños, sino hijos esperados. Y la Iglesia es la casa de Dios: aquí, por tanto, sentíos siempre en casa. Aquí venimos para caminar juntos hacia el Señor y realizar las palabras con las que termina la profecía de Isaías: «Vayamos, caminemos a la luz del Señor» (v. 5).

Pero a la luz del Señor, se pueden preferir las tinieblas del mundo. Al Señor que viene y a su invitación a ir a Él se le puede responder “no, no voy”. A menudo no se trata de un “no” directo, descarado, sino taimado, encubierto. Es el no del que Jesús nos advierte en el Evangelio, exhortándonos a no hacer como en los «días de Noé» (Mt 24,37). ¿Qué pasaba en los días de Noé? Sucedía que, mientras algo nuevo y perturbador estaba a punto de llegar, nadie hacía caso, porque todos pensaban sólo en comer y beber (cf. v. 38). En otras palabras, todos ellos limitaban sus vidas a sus propias necesidades, se contentaban con una vida chata, horizontal, sin empuje. No se esperaba a nadie, sólo la pretensión de tener algo para uno mismo, para consumir. Espera del Señor que viene, y no pretensión de tener nosotros algo que consumir. Esto es el consumismo.

El consumismo es un virus que mina la fe desde la raíz, porque te hace creer que la vida depende sólo de lo que tienes, y así te olvidas de Dios que viene a tu encuentro y de los que te rodean. El Señor viene, pero tú sigues los apetitos que te vienen; el hermano llama a tu puerta, pero te molesta porque trastoca tus planes ―y esta es la actitud egoísta del consumismo. En el Evangelio, cuando Jesús señala los peligros de la fe, no se preocupa de los enemigos poderosos, de la hostilidad y de las persecuciones. Todo esto ha sido, es y será, pero no debilita la fe. El verdadero peligro, en cambio, es lo que anestesia el corazón: es depender del consumo, es hacerse pesado y dejar que el corazón se olvide de las necesidades (cf. Lc 21, 34).

Entonces se vive de cosas y no sabe para qué; se tienen muchos bienes pero ya no se hace el bien; las casas se llenan de cosas pero se vacían de niños. Este es el drama de hoy: casas llenas de cosas pero vacías de niños, el invierno demográfico que estamos sufriendo. El tiempo se desperdicia con pasatiempos, pero no hay tiempo para Dios ni para los demás. Y cuando se vive para las cosas, las cosas nunca son suficientes, la codicia crece y los demás se vuelven obstáculos en la carrera y así se termina por sentirse amenazado y, siempre insatisfechos y enfadados, sube el nivel de odio. “Quiero más, quiero más, quiero más...”. Lo vemos hoy allí donde reina el consumismo: ¡cuánta violencia, incluso solamente verbal, cuánta rabia y deseo de buscar un enemigo a toda costa! Así, mientras el mundo está lleno de armas que causan muertes, no nos damos cuenta de que seguimos armando nuestros corazones con la rabia.

Jesús quiere despertarnos de todo esto. Lo hace con un verbo: «Velad» (Mt 24,42). “Estad preparados, velad”. Velar era tarea del centinela, que vigilaba despierto mientras todos dormían. Velar es no ceder al sueño que envuelve a todos. Para poder velar necesitamos tener una esperanza cierta: que la noche no durará siempre, que amanecerá pronto. Es lo mismo para nosotros: Dios viene y su luz iluminará hasta las tinieblas más espesas. Pero a nosotros hoy nos toca vigilar, velar: superar la tentación de que el sentido de la vida es acumular ―es una tentación, el sentido de la vida no es acumular―, nos toca a nosotros desenmascarar el engaño de que uno es feliz si tiene tantas cosas, resistir a las luces deslumbrantes del consumo, que brillarán en todas partes durante este mes, y creer que la oración y la caridad no son tiempo perdido, sino los tesoros más grandes.

Cuando abrimos nuestro corazón al Señor y a nuestros hermanos y hermanas, llega el precioso bien que las cosas no nos pueden dar y que Isaías anuncia en la primera lectura, la paz: «Forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra» (Is 2,4). Son palabras que también nos hacen pensar en vuestro país. Hoy rezamos por la paz, gravemente amenazada en el Este del país, especialmente en los territorios de Beni y Minembwe, donde estallan los conflictos, alimentados también desde fuera, en el silencio cómplice de muchos. Conflictos alimentados por los que se enriquecen vendiendo armas.

Hoy recordáis a una bella figura, la beata Marie-Clémentine Anuarite Nengapeta, violentamente asesinada no sin antes decirle a su verdugo, como Jesús: «Te perdono, porque no sabes lo que haces». Pidamos por su intercesión que, en nombre de Dios-Amor y con la ayuda de las poblaciones vecinas, se renuncie a las armas, por un futuro que no sea ya de unos contra otros, sino de unos con otros, y se pase de una economía que se sirve de la guerra a una economía que sirve a la paz.

El Papa Francisco: El que tenga oídos para oír.

Asamblea: Oiga

El Papa Francisco: El que tenga corazón para asentir.

Asamblea: Asienta.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 1 de diciembre de 2019.

 



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