PRIMERAS VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
Y TE DEUM DE ACCIÓN DE GRACIAS
HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO
Basílica de San Pedro
Sábado, 31 de diciembre de 2022
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«Nacido de mujer» (Gal 4, 4).
Cuando, en la plenitud de los tiempos, Dios se hizo hombre, no vino al mundo precipitándose desde el cielo; nació de María. No nació en una mujer, sino de una mujer. Esto es esencialmente diferente: significa que Dios quiso tomar carne de ella. No la utilizó, sino que le pidió su “sí”, su consentimiento. Y con ella inició el lento camino de la gestación de una humanidad libre de pecado y llena de gracia y de verdad, llena de amor y de fidelidad. Una humanidad bella, buena y verdadera, a imagen y semejanza de Dios, pero tejida con nuestra carne ofrecida por María; nunca sin ella; siempre con su consentimiento; en libertad, en gratuidad, en respeto, en amor.
Y esta es el camino que Dios ha elegido para entrar en el mundo, para entrar en la historia, este es el modo. Y este modo es esencial, tan esencial como el hecho mismo de que haya venido. La maternidad divina de María —maternidad virginal, virginidad fecunda— es el camino que revela el respeto extremo de Dios por nuestra libertad. Quien nos creó sin nosotros no quiere salvarnos sin nosotros (cf. San Agustín, Sermo clxix , 13).
Su modo de venir a salvarnos es el camino por el que también nos invita a seguirle, para continuar junto a Él tejiendo la humanidad nueva, libre y reconciliada. Esta es la palabra: humanidad reconciliada. Es un estilo, una forma de relacionarnos de la que derivan las muchas virtudes humanas de la buena y digna convivencia. Una de estas virtudes es la amabilidad, como forma de vida que fomenta la fraternidad y la amistad social (cf. Enc. Fratelli tutti, 222-224).
Y hablando de amabilidad, en este momento, nuestro pensamiento se dirige espontáneamente a nuestro querido Papa emérito Benedicto XVI, que nos ha dejado esta mañana. Con emoción recordamos su persona tan noble, tan amable. Y sentimos tanta gratitud en el corazón: gratitud a Dios por haberlo dado a la Iglesia y al mundo; gratitud a él, por todo el bien que ha realizado, y sobre todo por su testimonio de fe y de oración, especialmente en estos últimos años de su vida retirada. Sólo Dios conoce el valor y la fuerza de su intercesión, de sus sacrificios ofrecidos por el bien de la Iglesia.
Esta tarde quisiera reintroducir la amabilidad también como virtud cívica, pensando en particular en nuestra diócesis de Roma.
La amabilidad es un factor importante de la cultura del diálogo, y el diálogo es indispensable para vivir en paz, para vivir como hermanos, que no siempre se llevan bien —es normal— pero que, sin embargo, hablan entre sí, se escuchan e intentan comprenderse y encontrarse. Basta pensar en «qué sería el mundo sin ese diálogo paciente de tantas personas generosas que han mantenido unidas a familias y a comunidades. El diálogo persistente y corajudo no es noticia como los desencuentros y los conflictos, pero ayuda discretamente al mundo a vivir mejor» (ibíd., 198). La amabilidad forma parte del diálogo. No es sólo una cuestión de “galantería”; no es una cuestión de “etiqueta”, de formas galantes... No, no es esto a lo que nos referimos al hablar de amabilidad. Se trata, en cambio, de una virtud que hay que recuperar y ejercitar cada día, para ir contracorriente y humanizar nuestras sociedades.
Los daños del individualismo consumista están a la vista de todos. Y el daño más grave es que los demás, las personas que nos rodean, se perciben como obstáculos para nuestra tranquilidad, para nuestra comodidad. Los demás nos “incomodan”, nos molestan, nos quitan tiempo y recursos para hacer lo que nos gusta. Las sociedades individualistas y consumistas tienden a ser agresivas, porque los demás son competidores con los que competir (cf. ibíd., 222). Sin embargo, dentro de estas mismas sociedades nuestras, e incluso en las situaciones más difíciles, hay personas que demuestran que “todavía es posible optar por el cultivo de la amabilidad” y así, con su estilo de vida, “se convierten en estrellas en medio de la oscuridad” (ibíd.).
San Pablo, en la misma Carta a los Gálatas de la que está tomada la Lectura de esta liturgia, habla de los frutos del Espíritu Santo, y entre ellos menciona uno con la palabra griega jrestótes (cf. 5,22). Esto es lo que podemos entender por “amabilidad”: una actitud benévola, que apoya y reconforta a los demás evitando toda dureza y aspereza. Un modo de tratar al prójimo, cuidando de no herir con palabras o gestos; procurando aligerar las cargas de los demás, animar, confortar, consolar; sin humillar, mortificar o despreciar nunca (cf. Fratelli tutti, 223).
La amabilidad es un antídoto contra ciertas patologías de nuestras sociedades: un antídoto contra la crueldad, que desgraciadamente puede introducirse como un veneno en el corazón e intoxicar las relaciones; un antídoto contra la ansiedad y el frenesí distraído que nos hacen centrarnos en nosotros mismos y cerrarnos a los demás (cf. ibíd., 224). Estas “enfermedades” de nuestra vida cotidiana nos vuelven agresivos, nos incapacitan para pedir “permiso”, o “disculpas”, o simplemente para decir “gracias”. Las tres palabras tan humanas de la convivencia: permiso, perdón, gracias. Con estas tres palabras avanzamos en la paz, en la amistad humana. Son las palabras de la amabilidad: permiso, disculpa, gracias. Nos hará bien pensar si las utilizamos a menudo en nuestra vida: permiso, disculpe, gracias. Y así, cuando en la calle, o en una tienda, o en una oficina nos encontramos con una persona amable, nos asombramos, nos parece un pequeño milagro, porque desgraciadamente la amabilidad ya no es muy común. Pero, gracias a Dios, todavía hay personas amables, que saben dejar de lado sus propias preocupaciones para prestar atención a los demás, regalar una sonrisa, una palabra de ánimo, escuchar a alguien que necesita confiar y desahogarse (cf. ibíd.).
Queridos hermanos y hermanas, creo que recuperar la amabilidad como virtud personal y cívica puede ayudar en no poca medida a mejorar la vida en las familias, las comunidades, las ciudades. Por eso, ante el nuevo año en la ciudad de Roma, quiero desear a todos los que vivimos en ella que crezcamos en esta virtud: la amabilidad. La experiencia nos enseña que si se convierte en un modo de vida, puede crear una convivencia sana, puede humanizar las relaciones sociales disolviendo la agresividad y la indiferencia (cf. ibid.).
Pongamos nuestra mirada en el icono de la Virgen María. Hoy y mañana, aquí, en la basílica de San Pedro, podemos venerarla también en la efigie de Nuestra Señora del Carmen de Avigliano, en Potenza. ¡No demos por sentado el misterio de la maternidad divina! Dejémonos asombrar por la decisión de Dios, que podría haber aparecido en el mundo de mil maneras mostrando su poder y, en cambio, quiso ser concebido con plena libertad en el seno de María, quiso ser formado durante nueve meses como cualquier niño, y finalmente nacer de ella, nacer de una mujer. No pasemos deprisa, detengámonos a contemplar y meditar, pues aquí está una parte esencial del misterio de la salvación. Y tratemos de aprender el “método” de Dios, su respeto infinito, su “amabilidad” por así decirlo, porque en la maternidad divina de la Virgen está el camino hacia un mundo más humano.
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