HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Sabado, 30 de septiembre de 2023
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“Together”. “Juntos”. Como la comunidad cristiana en sus orígenes el día de Pentecostés. Como un único rebaño, amado y reunido por un solo Pastor, Jesús. Como la gran muchedumbre del Apocalipsis estamos aquí, hermanos y hermanas «de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas» (Ap 7,9), provenientes de diferentes comunidades y países, hijas e hijos del mismo Padre, animados por el Espíritu recibido en el Bautismo, llamados a la misma esperanza (cf. Ef 4,4-5).
Gracias por vuestra presencia. Gracias a la comunidad de Taizé por esta iniciativa. Saludo con gran afecto a los jefes de las Iglesias, a los responsables y a las delegaciones de las diferentes tradiciones cristianas y saludo a todos ustedes, especialmente a los jóvenes: ¡gracias! Gracias por haber venido a rezar por nosotros y con nosotros a Roma, antes de la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos y en vísperas del retiro espiritual que la precede. “Syn-odos”: caminemos juntos, no sólo los católicos, sino todos los cristianos, todo el Pueblo de los bautizados, todo el Pueblo de Dios, porque «sólo el conjunto puede ser la unidad de todos» (cf. J.A. Möhler, Symbolik oder Darstellung der dogmatischen Gegensätze der Katholiken und Protestanten nach ihren öffentlichen Bekenntnisschriften, II, Köln-Olten 1961, 698).
Como la gran muchedumbre del Apocalipsis, hemos rezado en silencio, escuchando un “gran silencio” (cf. Ap 8,1). Y el silencio es importante, es poderoso: puede expresar un dolor indecible ante la desgracia, pero también, en los momentos de alegría, un gozo que trasciende las palabras. Por eso quisiera reflexionar brevemente con ustedes sobre su importancia en la vida del creyente, en la vida de la Iglesia y en el camino de la unidad de los cristianos. La importancia del silencio.
En primer lugar, el silencio es esencial en la vida del creyente. En efecto, está al principio y al final de la existencia terrena de Cristo. El Verbo, la Palabra del Padre, se hizo “silencio” en el pesebre y en la cruz, en la noche de la Natividad y en la de Pascua. Esta tarde nosotros cristianos hemos permanecido en silencio ante el Crucifijo de San Damián, como discípulos a la escucha ante la cruz, que es la cátedra del Maestro. Nuestro silencio no ha sido vacío, sino un momento lleno de espera y de disponibilidad. En un mundo lleno de ruido ya no estamos acostumbrados al silencio, es más, a veces nos cuesta soportarlo, porque nos pone delante de Dios y de nosotros mismos. Y, sin embargo, esto constituye la base de la palabra y de la vida. San Pablo dice que el misterio del Verbo encarnado estaba «guardado en secreto desde la eternidad» (Rm 16,25), enseñándonos que el silencio custodia el misterio, como Abraham custodió la Alianza, como María custodió en su seno y meditó en su corazón la vida de su Hijo (cf. Lc 1,31; 2,19.51). Por otra parte, la verdad no necesita gritos violentos para llegar al corazón de los hombres. A Dios no le gustan las proclamas y los alborotos, las habladurías y la confusión; Dios prefiere más bien, como hizo con Elías, hablar en el «el rumor de una brisa suave» (1 Re 19,12), en un “hilo sonoro de silencio”. Y así también nosotros, como Abraham, como Elías, como María necesitamos liberarnos de tantos ruidos para escuchar su voz. Porque sólo en nuestro silencio resuena su Palabra.
En segundo lugar, el silencio es esencial en la vida de la Iglesia. El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que, tras el discurso de Pedro en el Concilio de Jerusalén, «toda la asamblea hizo silencio» (Hch 15,12), preparándose para recibir el testimonio de Pablo y Bernabé acerca de los signos y prodigios que Dios había realizado entre las naciones. Y esto nos recuerda que el silencio, en la comunidad eclesial, hace posible una comunicación fraterna, en la que el Espíritu Santo armoniza los puntos de vista porque Él es la armonía. Ser sinodales quiere decir acogernos así, unos a otros, con la convicción de que todos tenemos algo que testimoniar y aprender, poniéndonos juntos a la escucha del «Espíritu de la verdad» (Jn 14,17) para conocer lo que Él «dice a las Iglesias» (Ap 2,7). Y el silencio permite precisamente el discernimiento, mediante la escucha atenta de los «gemidos inefables» (Rm 8,26) del Espíritu que resuenan, a menudo ocultos, en el Pueblo de Dios. Pidamos, pues, al Espíritu el don de la escucha para los participantes en el Sínodo: «escuchar a Dios, hasta escuchar con Él el clamor del pueblo; escuchar al pueblo, hasta respirar la voluntad a la que Dios nos llama» (Discurso con ocasión de la Vigilia de oración en preparación del Sínodo sobre la familia, 4 octubre 2014).
Y finalmente, en tercer lugar: el silencio es esencial en el camino de unidad de los cristianos; de hecho, este es fundamental para la oración, de la que parte el ecumenismo y sin la cual es estéril. Jesús, en efecto, rezó pidiendo «que todos [sus discípulos] sean uno» (Jn 17,21). El silencio hecho oración nos permite acoger el don de la unidad “como Cristo la quiere”, “con los medios que Él quiere” (cf. P. Couturier, Preghiera per l’unitá), no como fruto autónomo de nuestros propios esfuerzos y según criterios puramente humanos. Cuanto más nos dirigimos juntos al Señor en la oración, más experimentamos que es Él quien nos purifica y nos une más allá de las diferencias. La unidad de los cristianos crece en el silencio ante la cruz, como las semillas que recibiremos y que representan los diversos dones concedidos por el Espíritu Santo a las distintas tradiciones. A nosotros nos corresponde sembrarlas, con la certeza de que sólo Dios hace crecer (cf. 1 Co 3,6). Serán un signo para nosotros, llamados también a morir silenciosamente al egoísmo para crecer, por la acción del Espíritu Santo, en la comunión con Dios y en la fraternidad entre nosotros.
Por eso, hermanos y hermanas, pidamos en la oración común, aprender a hacer silencio nuevamente, para escuchar la voz del Padre, la llamada de Jesús y el gemido del Espíritu. Pidamos que el Sínodo sea kairós de fraternidad, lugar donde el Espíritu Santo purifique a la Iglesia de las murmuraciones, las ideologías y las polarizaciones. Mientras nos acercamos al importante aniversario del gran Concilio de Nicea, pidamos que sepamos adorar unidos y en silencio, como los Magos, el misterio de Dios hecho hombre, seguros de que cuanto más cerca estemos de Cristo, más unidos estaremos entre nosotros. Y como los Magos de Oriente fueron guiados a Belén por una estrella, que así la luz celestial nos guíe a nuestro único Señor y a la unidad por la que Él rogó. Hermanos y hermanas, pongámonos en camino juntos, deseosos de encontrarlo, adorarlo y anunciarlo «para que el mundo crea» (Jn 17,21).
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