CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL PRESIDENTE DE LA COMISIÓN INTERNACIONAL CONTRA LA PENA DE MUERTE
Excelentísimo Señor
Federico Mayor
Presidente de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte
Señor Presidente:
Con estas letras, deseo hacer llegar mi saludo a todos los miembros de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte, al grupo de países que la apoyan, y a quienes colaboran con el organismo que Ud. preside. Quiero además expresar mi agradecimiento personal, y también el de los hombres de buena voluntad, por su compromiso con un mundo libre de la pena de muerte y por su contribución para el establecimiento de una moratoria universal de las ejecuciones en todo el mundo, con miras a la abolición de la pena capital.
He compartido algunas ideas sobre este tema en mi carta a la Asociación Internacional de Derecho Penal y a la Asociación Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología, del 30 de mayo de 2014. He tenido la oportunidad de profundizar sobre ellas en mi alocución ante las cinco grandes asociaciones mundiales dedicadas al estudio del derecho penal, la criminología, la victimología y las cuestiones penitenciarias, del 23 de octubre de 2014. En esta oportunidad, quiero compartir con ustedes algunas reflexiones con las que la Iglesia contribuya al esfuerzo humanista de la Comisión.
El Magisterio de la Iglesia, a partir de la Sagrada Escritura y de la experiencia milenaria del Pueblo de Dios, defiende la vida desde la concepción hasta la muerte natural, y sostiene la plena dignidad humana en cuanto imagen de Dios (cf. Gen 1,26). La vida humana es sagrada porque desde su inicio, desde el primer instante de la concepción, es fruto de la acción creadora de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2258), y desde ese momento, el hombre, única criatura a la que Dios ha amado por sí mismo, es objeto de un amor personal por parte de Dios (cf. Gaudium et spes, 24).
Los Estados pueden matar por acción cuando aplican la pena de muerte, cuando llevan a sus pueblos a la guerra o cuando realizan ejecuciones extrajudiciales o sumarias. Pueden matar también por omisión, cuando no garantizan a sus pueblos el acceso a los medios esenciales para la vida. «Así como el mandamiento de “no matar” pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y la inequidad”» (Evangelii gaudium, 53).
La vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Como enseña san Ambrosio, Dios no quiso castigar a Caín con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte (cf. Evangelium vitae, 9).
En algunas ocasiones es necesario repeler proporcionadamente una agresión en curso para evitar que un agresor cause un daño, y la necesidad de neutralizarlo puede conllevar su eliminación: es el caso de la legítima defensa (cf. Evangelium vitae, 55). Sin embargo, los presupuestos de la legítima defensa personal no son aplicables al medio social, sin riesgo de tergiversación. Es que cuando se aplica la pena de muerte, se mata a personas no por agresiones actuales, sino por daños cometidos en el pasado. Se aplica, además, a personas cuya capacidad de dañar no es actual sino que ya ha sido neutralizada, y que se encuentran privadas de su libertad.
Hoy día la pena de muerte es inadmisible, por cuanto grave haya sido el delito del condenado. Es una ofensa a la inviolabilidad de la vida y a la dignidad de la persona humana que contradice el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad y su justicia misericordiosa, e impide cumplir con cualquier finalidad justa de las penas. No hace justicia a las víctimas, sino que fomenta la venganza.
Para un Estado de derecho, la pena de muerte representa un fracaso, porque lo obliga a matar en nombre de la justicia. Escribió Dostoevskij: «Matar a quien mató es un castigo incomparablemente mayor que el mismo crimen. El asesinato en virtud de una sentencia es más espantoso que el asesinato que comete un criminal». Nunca se alcanzará la justicia dando muerte a un ser humano.
La pena de muerte pierde toda legitimidad en razón de la defectiva selectividad del sistema penal y frente a la posibilidad del error judicial. La justicia humana es imperfecta, y no reconocer su falibilidad puede convertirla en fuente de injusticias. Con la aplicación de la pena capital, se le niega al condenado la posibilidad de la reparación o enmienda del daño causado; la posibilidad de la confesión, por la que el hombre expresa su conversión interior; y de la contrición, pórtico del arrepentimiento y de la expiación, para llegar al encuentro con el amor misericordioso y sanador de Dios.
La pena capital es, además, un recurso frecuente al que echan mano algunos regímenes totalitarios y grupos de fanáticos, para el exterminio de disidentes políticos, de minorías, y de todo sujeto etiquetado como “peligroso” o que puede ser percibido como una amenaza para su poder o para la consecución de sus fines. Como en los primeros siglos, también en el presente la Iglesia padece la aplicación de esta pena a sus nuevos mártires.
La pena de muerte es contraria al sentido de la humanitas y a la misericordia divina, que debe ser modelo para la justicia de los hombres. Implica un trato cruel, inhumano y degradante, como también lo es la angustia previa al momento de la ejecución y la terrible espera entre el dictado de la sentencia y la aplicación de la pena, una “tortura” que, en nombre del debido proceso, suele durar muchos años, y que en la antesala de la muerte no pocas veces lleva a la enfermedad y a la locura.
Se debate en algunos lugares acerca del modo de matar, como si se tratara de encontrar el modo de “hacerlo bien”. A lo largo de la historia, diversos mecanismos de muerte han sido defendidos por reducir el sufrimiento y la agonía de los condenados. Pero no hay forma humana de matar a otra persona.
En la actualidad, no sólo existen medios para reprimir el crimen eficazmente sin privar definitivamente de la posibilidad de redimirse a quien lo ha cometido (cf. Evangelium vitae, 27), sino que se ha desarrollado una mayor sensibilidad moral con relación al valor de la vida humana, provocando una creciente aversión a la pena de muerte y el apoyo de la opinión pública a las diversas disposiciones que tienden a su abolición o a la suspensión de su aplicación (cf. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 405).
Por otra parte, la pena de prisión perpetua, así como aquellas que por su duración conlleven la imposibilidad para el penado de proyectar un futuro en libertad, pueden ser consideradas penas de muerte encubiertas, puesto que con ellas no se priva al culpable de su libertad sino que se intenta privarlo de la esperanza. Pero aunque el sistema penal pueda cobrarse el tiempo de los culpables, jamás podrá cobrarse su esperanza.
Como expresé en mi alocución del 23 de octubre pasado, «la pena de muerte implica la negación del amor a los enemigos, predicada en el Evangelio. Todos los cristianos y los hombres de buena voluntad, estamos obligados no sólo a luchar por la abolición de la pena de muerte, legal o ilegal, y en todas sus formas, sino también para que las condiciones carcelarias sean mejores, en respeto de la dignidad humana de las personas privadas de la libertad».
Queridos amigos, los aliento a continuar con la obra que realizan, pues el mundo necesita testigos de la misericordia y de la ternura de Dios.
Me despido encomendándolos al Señor Jesús, que en los días de su vida terrena no quiso que hiriesen a sus perseguidores en su defensa - «Guarda tu espada en la vaina» (Mt 26,52) -, fue apresado y condenado injustamente a muerte, y se identificó con todos los encarcelados, culpables o no: «Estuve preso y me visitaron» (Mt 25,36). Él, que frente a la mujer adúltera no se cuestionó sobre su culpabilidad, sino que invitó a los acusadores a examinar su propia conciencia antes de lapidarla (cf. Jn 8,1-11), les conceda el don de la sabiduría, para que las acciones que emprendan en pos de la abolición de esta pena cruel, sean acertadas y fructíferas.
Les ruego que recen por mi.
Cordialmente
Francisco
Vaticano, 20 de marzo de 2015
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