CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL PUEBLO UCRANIANO A NUEVE MESES DEL INICIO DE LA GUERRA
Queridos hermanos y hermanas ucranianos:
Hace nueve meses se desató en vuestra tierra la locura absurda de la guerra. El estrépito siniestro de las explosiones y el sonido inquietante de las alarmas retumban sin parar en el cielo. Las ciudades son martilladas por las bombas mientras lluvias de misiles provocan muerte, destrucción y dolor, hambre, sed y frío. Muchos han tenido que huir a las calles, dejando sus casas y sus afectos. Junto a los grandes ríos corren día a día ríos de sangre y de lágrimas.
Quisiera unir mis lágrimas a las suyas y decirles que no hay día en el que no esté a su lado y que no los lleve en mi corazón y en mi oración. Su dolor es mi dolor. En la cruz de Jesús los veo hoy a ustedes, a ustedes que sufren el terror desencadenado por esta agresión. Sí, la cruz que ha torturado al Señor revive en las torturas encontradas en los cuerpos inertes, en las fosas comunes descubiertas en varias ciudades, en esas y en tantas otras imágenes cruentas que nos han traspasado el alma, que lanzan un grito: ¿por qué? ¿Cómo pueden los hombres tratar así a otros hombres?
Vuelven a mi mente muchas historias trágicas de las que he sabido. En primer lugar, aquellas sobre los pequeños. Cuántos niños asesinados, heridos o que han quedado huérfanos, arrebatados de sus madres. Lloro con ustedes por cada pequeño que, a causa de esta guerra, ha perdido la vida, como Kira en Odesa, como Lisa en Vínnytsia, y como otros tantos centenares de niños. En cada uno de ellos es derrotada toda la humanidad. Ellos están ahora en el regazo de Dios, ven sus afanes y oran para que terminen. Pero, ¿cómo no sentir angustia por ellos y por aquellos, pequeños y grandes, que han sido deportados? Es incalculable el dolor de las madres ucranianas.
Pienso también en ustedes, jóvenes, que, para poder defender valerosamente la patria, tuvieron que empuñar las armas en lugar de seguir los sueños que habían cultivado para el futuro. Pienso en ustedes, esposas, que han perdido a sus maridos y apretando los labios, en silencio, siguen realizando con dignidad y determinación todo tipo de sacrificios por sus hijos; en ustedes, adultos, que buscan por todos los medios proteger a sus seres queridos; en ustedes, ancianos, que en lugar de vivir un sereno atardecer han sido arrojados en la noche tenebrosa de la guerra; en ustedes, mujeres, que han sufrido violencia y llevan tantas cargas en el corazón; en todos ustedes, heridos en el alma y en el cuerpo. Pienso en ustedes y estoy a su lado, con afecto y con admiración por cómo afrontan pruebas tan duras.
Y también pienso en ustedes, voluntarios, que se desgastan cada día por el pueblo; en ustedes, pastores del pueblo santo de Dios, que —a menudo con gran riesgo para su integridad— se han quedado junto a la gente, llevando el consuelo de Dios y la solidaridad de los hermanos, transformando con creatividad lugares comunitarios y conventos en albergues en los cuales ofrecer hospitalidad, auxilio y alimentos a quienes atraviesan situaciones difíciles. Pienso también en los refugiados y en los desplazados, que se encuentran lejos de sus casas, muchas de ellas destruidas; y en las autoridades, por quienes rezo. Sobre ellas recae el deber de gobernar el país en tiempos trágicos y de tomar decisiones con amplitud de miras por la paz y para desarrollar la economía durante la destrucción de tantas infraestructuras vitales, sea en la ciudad como en el campo.
Queridos hermanos y hermanas, en medio a este océano de maldad y de dolor —noventa años después del terrible genocidio de Holodomor—, estoy admirado de su gran celo. El pueblo ucraniano, a pesar de la inmensa tragedia que está sufriendo, no se ha desanimado nunca ni se ha abandonado a la autocompasión. El mundo ha reconocido un pueblo audaz y fuerte, un pueblo que sufre y ora, llora y lucha, resiste y espera. Un pueblo noble y mártir. Yo sigo estando con ustedes, con el corazón y con la oración, con una solícita acción humanitaria, para que se sientan acompañados, para no acostumbrarse a la guerra, para que no sean abandonados hoy, y sobre todo el día de mañana, cuando quizás llegue la tentación de olvidar sus sufrimientos.
Durante estos meses, en los que el rigor del clima hace aún más trágico todo lo que viven, quisiera que el cariño de la Iglesia, la fuerza de la oración, lo mucho que los quieren tantísimos hermanos y hermanas de todas las latitudes, sean caricias en su rostro. Dentro de pocas semanas será Navidad y el estruendo del sufrimiento se percibirá aún más. Sin embargo, quisiera regresar con ustedes a Belén, a la prueba que la Sagrada Familia tuvo que enfrentar aquella noche, que sólo parecía fría y oscura. En cambio, la luz llegó, no desde los hombres, sino de Dios; no desde la tierra, sino del cielo.
La Virgen, la Madre suya y nuestra, vela sobre ustedes. A su Corazón Inmaculado consagré, en unión con todos los obispos del mundo, la Iglesia y la humanidad, en particular su país y Rusia. A su corazón de madre presento sus sufrimientos y sus lágrimas. A ella que, como escribió un gran hijo de su tierra, «trajo a Dios a nuestro mundo», no nos cansemos de pedirle el don anhelado de la paz, teniendo la certeza de que «no hay nada imposible para Dios» (Lc 1,37). Que Él dé cumplimiento a las justas esperanzas de sus corazones, sane sus heridas y les conceda su consuelo. Yo estoy con ustedes, rezo por ustedes y les pido que recen por mí.
Que el Señor los bendiga y la Virgen Santa los cuide.
Roma, San Juan de Letrán, 24 de noviembre de 2022
Francisco
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