DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DEL XIII CONSEJO ORDINARIO
DE LA SECRETARÍA GENERAL DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
Sala del Consistorio
Jueves 13 de junio de 2013
Queridos hermanos en el episcopado:
Os saludo muy cordialmente, agradeciendo de modo especial a monseñor Nikola Eterovi?, secretario general, las palabras que me ha dirigido. A través de vosotros mi saludo se extiende a las Iglesias particulares que se os han encomendado a vuestro cuidado pastoral. Os agradezco la ayuda ofrecida al Obispo de Roma, en su función de presidente del Sínodo de los obispos, en la elaboración y la actuación de cuanto surgió en la XIII Asamblea general Ordinaria. Se trata de un valioso servicio a la Iglesia universal que requiere disponibilidad, compromiso y sacrificio, también para afrontar largos viajes. Un gracias sincero a cada uno de vosotros.
Desearía poner de relieve la importancia del tema de esa Asamblea: La nueva evangelización para la transmisión de la fe. Hay una estrecha conexión entre estos dos elementos: la transmisión de la fe cristiana es el objetivo de la nueva evangelización y de toda la obra evangelizadora de la Iglesia, que existe precisamente para esto. La expresión «nueva evangelización», además, resalta la conciencia cada vez más clara de que incluso en los países de antigua tradición cristiana se hace necesario un renovado anuncio del Evangelio, para reconducir a un encuentro con Cristo que transforme verdaderamente la vida y no sea superficial, marcado por la routine. Y esto tiene consecuencias en la acción pastoral. Como señalaba el siervo de Dios Pablo VI, «las condiciones de la sociedad nos obligan a rever los métodos, a buscar con todos los medios y estudiar cómo llevar al hombre moderno el mensaje cristiano, en el cual, solamente, él puede encontrar la respuesta a sus interrogantes y la fuerza para su compromiso de solidaridad humana» (Discurso al Sacro Colegio de los cardenales, 22 de junio de 1973). El mismo Pontífice, en la Evangelii nuntiandi, un texto muy rico que no ha perdido nada de su actualidad, nos recordaba cómo el compromiso de anunciar el Evangelio «es sin duda alguna un servicio que se presenta a la comunidad cristiana e incluso a toda la humanidad» (n. 1). Desearía alentar a toda la comunidad eclesial a ser evangelizadora, a no tener miedo de «salir» de sí misma para anunciar, confiando sobre todo en la presencia misericordiosa de Dios que nos guía. Las técnicas son ciertamente importantes, pero ni siquiera las más perfectas podrían sustituir la acción discreta pero eficaz de Aquél que es el agente principal de la evangelización: el Espíritu Santo (cf. ibid., 75). Es necesario dejarse conducir por Él, incluso si nos lleva por caminos nuevos; es necesario dejarse transformar por Él para que nuestro anuncio se realice con la palabra acompañada siempre por sencillez de vida, espíritu de oración, caridad hacia todos, especialmente con los pequeños y los pobres, humildad y desapego de sí mismos, santidad de vida (cf. ibid., 76). Solamente así será verdaderamente fecundo.
Un pensamiento también sobre el Sínodo de los obispos. Ciertamente ha sido uno de los frutos del Concilio Vaticano II. Gracias a Dios, en estos casi cincuenta años, se pudieron experimentar los beneficios de esta institución, que, de modo permanente, está al servicio de la misión y de la comunión de la Iglesia, como expresión de la colegialidad. Lo puedo testimoniar también a partir de mi experiencia personal, por haber participado en diversas Asambleas sinodales. Abiertos a la gracia del Espíritu Santo, alma de la Iglesia, confiamos en que el Sínodo de los obispos conocerá desarrollos ulteriores para favorecer aún más el diálogo y la colaboración entre los obispos; y entre ellos y el Obispo de Roma. Queridos hermanos, vuestro encuentro de estos días en Roma tiene como finalidad ayudarme en la elección del tema de la próxima Asamblea general ordinaria. Agradezco las propuestas enviadas por las instituciones con las cuales la Secretaría general del Sínodo está en comunicación: los Sínodos de las Iglesias orientales católicas sui iuris, las Conferencias episcopales, los dicasterios de la Curia romana y la presidencia de la Unión de superiores generales. Estoy seguro de que, con el discernimiento acompañado por la oración, este trabajo dará abundantes frutos para toda la Iglesia, que, fiel al Señor, desea anunciar con ánimo renovado a Jesucristo a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo. Él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6) para todos y para cada uno.
Confiando vuestro servicio eclesial a la intercesión maternal de la bienaventurada Virgen María, Estrella de la nueva evangelización, imparto de corazón a vosotros, a vuestros colaboradores y a vuestras Iglesias particulares la bendición apostólica.
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