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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PRELADOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE BOTSUANA, 
SUDÁFRICA Y SUAZILANDIA EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Viernes 25 de abril de 2014

 

Queridos hermanos obispos:

Os doy una cordial bienvenida mientras realizáis esta peregrinación ad limina Apostolorum, que os ha conducido aquí para rezar ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo y para reflexionar conmigo sobre las alegrías y los desafíos de la Iglesia en Botsuana, Sudáfrica y Suazilandia. Vuestra presencia expresa vuestra unión con el Sucesor de Pedro y os ofrece la oportunidad de renovar vuestra fe y vuestro ministerio de guiar al pueblo de Dios. Agradezco al cardenal Napier las afectuosas palabras de saludo pronunciadas en nombre de los católicos de vuestras diócesis, sacerdotes, religiosos y fieles laicos. A través de vosotros, les aseguro mi amor y mi solidaridad orante.

Nuestro encuentro de hoy nos permite dar gracias a Dios Padre por el crecimiento de la Iglesia en vuestros países, merced a los esfuerzos de los misioneros provenientes de muchas tierras, los cuales, junto con los hombres y las mujeres nativos de Sudáfrica, Botsuana y Suazilandia, han plantado, profundamente, las semillas de la fe de vuestra gente. Durante generaciones han salido a su encuentro dondequiera que se encontraba, en las aldeas, en los pueblos y en las ciudades, y especialmente en las áreas urbanas en constante expansión. Han construido las iglesias, las escuelas y los hospitales que han servido a vuestros países durante casi dos siglos; esta herencia resplandece aún hoy en el corazón de cada creyente y en las obras duraderas de apostolado. El Evangelio enseña que la semilla de la Palabra, una vez plantada, crece por sí sola incluso cuando el agricultor duerme, cumpliendo su voluntad «de formas muy diversas que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros esquemas» (Evangelii gaudium, 22).

A pesar de sus numerosos desafíos, vuestros países han sido bendecidos con parroquias florecientes que a menudo prosperan incluso en las mayores adversidades: largas distancias entre las comunidades, carencia de recursos materiales y acceso limitado a los sacramentos. Sé que en algunas diócesis estáis formando a diáconos permanentes para ayudar al clero donde hay pocos sacerdotes. Es un esfuerzo concertado para renovar y profundizar la formación de catequistas laicos que ayuden a las madres y a los padres a preparar a las generaciones futuras en la fe. Los sacerdotes, los religiosos y las religiosas tienen un solo pensamiento y un solo corazón en su servicio a los hijos y a las hijas más indefensos de Dios –viudas, madres solas, divorciados, niños en peligro y, especialmente, los millones de niños huérfanos a causa del sida–, muchos de los cuales están al frente de familias en áreas rurales. En verdad, los católicos viven y comparten la riqueza y la alegría del Evangelio con las demás personas que están a su alrededor. Minoría católica en países de religión mixta, los fieles deben confiar cada vez más en sus propios medios y cada vez menos en la ayuda de los países que fueron los primeros en mandar misioneros. Muchos de ellos trabajan con gran generosidad en numerosos proyectos caritativos, mostrando el rostro amoroso de Cristo a cuantos tienen más necesidad de Él. ¡Cada uno es signo de esperanza para toda la Iglesia! Ruego para que sigan perseverando en la edificación del reino del Señor con sus vidas, que dan testimonio de la verdad, y con el trabajo de sus manos, que alivia el sufrimiento de muchos.

Me habéis hablado de algunos de los difíciles desafíos pastorales que deben afrontar vuestras comunidades. Las familias católicas tienen menos hijos, con repercusiones en el número de las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. Algunos católicos se alejan de la Iglesia para dirigirse a otros grupos que parecen prometer algo mejor. El aborto se suma al dolor de muchas mujeres, que ahora llevan en sí profundas heridas físicas y espirituales, tras haber cedido a las presiones de una cultura secular que disminuye el don de Dios de la sexualidad y el derecho a la vida de los hijos por nacer. Además, la tasa de separaciones y divorcios es alta, incluso entre las familias cristianas, y con frecuencia los hijos no crecen en un ambiente familiar estable. También observamos con gran preocupación, y no podemos dejar de deplorarlo, un aumento de la violencia en perjuicio de mujeres y niños. Todas estas realidades amenazan la santidad del matrimonio, la estabilidad de la vida familiar y, en consecuencia, la vida de la sociedad en su conjunto. En este mar de dificultades nosotros, obispos y sacerdotes, debemos dar un testimonio coherente de la enseñanza moral del Evangelio. Confío en que no disminuya vuestra determinación a enseñar la verdad «a tiempo y a destiempo» (2 Tm 4, 2), con el apoyo de la oración y del discernimiento, y siempre con gran compasión.

Aprecio el hecho de que vosotros, obispos de Botsuana, Sudáfrica y Suazilandia, estéis unidos a vuestra gente en los lugares donde vive, trabaja y estudia, solidarios con el gran número de desempleados en vuestros países. La mayor parte de las personas logra identificarse inmediatamente con Jesús, que era pobre y marginado, que no tenía un lugar donde apoyar la cabeza. Al responder a estas exigencias pastorales, os pido que ofrezcáis, además de vuestro apoyo material, una mayor ayuda espiritual y una sólida guía moral, recordando que la ausencia de Cristo es la mayor pobreza. También aquí debemos encontrar modos nuevos y creativos para ayudar a las personas a encontrar a Cristo a través de una comprensión más profunda de la fe.

Otro desafío importante al que ya he aludido es el número reducido de sacerdotes —vuestros primeros colaboradores en la tarea de la evangelización—, así como una disminución significativa de los seminaristas. Es necesario un nuevo impulso: una promoción nueva y auténtica de las vocaciones en todos los territorios, una selección atenta de los candidatos para los estudios en el seminario, el aliento paterno a cuantos se están formando, y el acompañamiento atento en los años posteriores a la ordenación.

Junto con los sacerdotes, los religiosos y los catequistas laicos han desarrollado y siguen desarrollando un papel fundamental en el crecimiento de vuestras comunidades. Es esencial que reciban de vosotros aliento y apoyo, especialmente a través del desarrollo de programas de formación permanente, basados firmemente en la palabra inspirada de Dios, y dando a conocer a niños y adultos la vida de oración y la recepción fecunda de los sacramentos. En particular, el sacramento de la reconciliación debe redescubrirse como dimensión fundamental de la vida de gracia. La santidad y la indisolubilidad del matrimonio cristiano, que a menudo se resquebraja bajo las enormes presiones del mundo secular, deben profundizarse a través de una doctrina clara y sostenerse mediante el testimonio de parejas casadas comprometidas. El matrimonio cristiano es una alianza de amor para toda la vida entre un hombre y una mujer; comporta sacrificios auténticos para evitar las nociones ilusorias de la libertad sexual y para favorecer la fidelidad conyugal. Vuestros programas de preparación para el sacramento del matrimonio, enriquecidos con la enseñanza del Papa Juan Pablo II sobre el matrimonio y la familia, se están revelando como instrumentos prometedores y, de hecho, indispensables para transmitir la verdad que libera acerca del matrimonio cristiano, y están infundiendo en los jóvenes una nueva esperanza para sí mismos y para su futuro como esposos y esposas, padres y madres.

He notado también la preocupación que habéis expresado por el resquebrajamiento de la moral cristiana, incluyendo la creciente tentación de pactos deshonestos. Se trata de una cuestión que habéis afrontado proféticamente en vuestra declaración pastoral sobre la corrupción. Como habéis destacado, «la corrupción es un robo a los pobres…, hiere a quien es más vulnerable…, daña a toda la comunidad…, destruye la confianza». La comunidad cristiana está llamada a ser coherente con su testimonio de las virtudes de honradez e integridad, para que podamos estar ante el Señor y ante nuestro prójimo con las manos limpias y el corazón puro (cf. Sal 24, 4) como levadura del Evangelio en la vida de la sociedad. Teniendo presente este imperativo moral, sé que seguiréis afrontando esta y otras graves preocupaciones sociales, como la plaga de los refugiados y los inmigrantes. Que nuestras comunidades católicas acojan siempre a estos hombres y mujeres y que encuentren en ellas corazones y casas abiertos mientras tratan de comenzar una vida nueva.

Queridos hermanos obispos: En mi exhortación apostólica Evangelii gaudium, publicada al final del Año de la fe, con el que se conmemoró el quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio Vaticano II, expresé mi esperanza de que todos los cristianos comiencen un nuevo capítulo de la evangelización caracterizado por la alegría evangélica, buscando nuevos «caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años» (cf. n. 1). ¡Ha llegado la hora de reavivar el precioso don de la fe, para que renovéis vuestro celoso servicio al pueblo de Dios! Que los santos de África os sostengan con su intercesión. Que Nuestra Señora de África esté siempre a vuestro lado y os guíe mientras participáis en la misión de Cristo de enseñar, santificar y gobernar.

Con estos sentimientos, y con gran afecto, os imparto mi bendición apostólica a vosotros y a todos los amados sacerdotes, religiosos y fieles laicos de vuestros países.



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